/ martes 29 de diciembre de 2020

2021, bienvenido

Vivimos hoy una realidad en la que es muy fácil perder la objetividad, ya que en ocasiones sostenerla es ir contra las creencias más extendidas. Sin embargo, es precisamente en esas circunstancias cuando es más útil preservar la objetividad, con independencia de lo que piensen otros.

Hay filósofos que consideran que el único tiempo existente es el presente. El presente, decía San Agustín, es el único tiempo con el que contamos; el pasado es una creación de la memoria y el futuro una invención de la imaginación. Correr hacia el futuro es de alguna manera un intento de huir del presente. No es lo mismo escapar que perseguir.

¿Se ha fijado, respetable lector, que el tiempo pasa cada vez más rápido? No sólo se tiene esa sensación de que los años acaban más pronto, de que ya es enero y apenas estamos acomodándonos en el año como si fuera abril o mayo, sino que todo a nuestro alrededor va más aprisa, de que estamos en medio de una carrera frenética por llegar al futuro.

¿Para qué queremos que se acabe el hoy y comience el mañana? ¿Acaso estamos tan incómodos con el presente que por eso nos lanzamos en estampida hacia el futuro?

Los cambios estructurales van a proseguir y a tener efectos. Hoy estamos en medio de la polvareda. Las crisis de salud, financiera y las turbulencias políticas nos hacen perder la visión panorámica y nos gana la perspectiva del corto plazo.

Verdadero cambio, una etapa diferente distinta y nunca vista que no sea pura palabrería un nuevo sentido a la política actuar con justicia, prudencia, paciencia e inteligencia.

Deben quedar atrás, simulaciones, engaños e incumplimientos.

Me gustaría que dejáramos atrás la mecánica de la simulación y la venganza, para ponernos a la tarea de reconstruir en serio la administración pública de México.

El sistema actual no está funcionando todavía porque los gobernantes no han querido que funciones; así de simple. Lo asumieron a regañadientes para salir del paso.

Pero luego, hicieron pies de plomo y han demorado y entorpecido hasta el cinismo su funcionamiento.

Vivo en un país en el que la mayoría sí existe. No me refiero al realismo mágico de la literatura, ni al surrealismo que rodea tantas de nuestras actividades y hábitos cotidianos. El misticismo y el sincretismo son otra cosa, las supersticiones también. No, la magia mexicana se encuentra en los espejos.

Me llama mucho la atención esos espejos que permiten a todos, como en las fábulas, verse limpios, bien vestidos, elegantes, aunque como el emperador, no tengan ropa, aunque sus narices sean más largas que la de Pinocho, que sus rostros manchados de hollín les permitan ver a los demás sin tener que observar su propia imagen, ni aceptar sus propias faltas.

En este lugar mágico los políticos se acusan unos a los otros con absoluta desfachatez, como si enlodar al otro fuera a limpiarse a sí mismo.

Que divulgan fotografías, grabaciones y documentos como si tuvieran sus propios esqueletos en el armario, como si no fueran igual de frágiles y vulnerables al escrutinio público. Lo cierto es que más allá de los espejos, vivimos en un país en el que la corrupción campea impunemente. No es un fenómeno cultural, pero sí social. Es producto, sin duda, de nuestras acciones y omisiones cotidianas. Y no es un asunto menor o anecdótico.

La corrupción atrofia nuestro sentido ético, descompone a nuestro sistema educativo. Obstruye el crecimiento económico, lastima la seguridad familiar e individual, mata. Sí, mata todos los días.

Y mata a una sociedad que no sabe ya en quién confiar, que sólo ve cómo sus supuestos líderes políticos, empresariales, sociales, sindicales se avientan las culpas como papas calientes, sin asumir su parte.

Tengo la impresión en los tiempos actuales, que dados los problemas que enfrentamos, estamos en una coyuntura muy cercana a una tormenta.

Problemas complejos y graves, y mentiras públicas sin control. ¿Entonces qué, a esperar verdades?

Vivimos hoy una realidad en la que es muy fácil perder la objetividad, ya que en ocasiones sostenerla es ir contra las creencias más extendidas. Sin embargo, es precisamente en esas circunstancias cuando es más útil preservar la objetividad, con independencia de lo que piensen otros.

Hay filósofos que consideran que el único tiempo existente es el presente. El presente, decía San Agustín, es el único tiempo con el que contamos; el pasado es una creación de la memoria y el futuro una invención de la imaginación. Correr hacia el futuro es de alguna manera un intento de huir del presente. No es lo mismo escapar que perseguir.

¿Se ha fijado, respetable lector, que el tiempo pasa cada vez más rápido? No sólo se tiene esa sensación de que los años acaban más pronto, de que ya es enero y apenas estamos acomodándonos en el año como si fuera abril o mayo, sino que todo a nuestro alrededor va más aprisa, de que estamos en medio de una carrera frenética por llegar al futuro.

¿Para qué queremos que se acabe el hoy y comience el mañana? ¿Acaso estamos tan incómodos con el presente que por eso nos lanzamos en estampida hacia el futuro?

Los cambios estructurales van a proseguir y a tener efectos. Hoy estamos en medio de la polvareda. Las crisis de salud, financiera y las turbulencias políticas nos hacen perder la visión panorámica y nos gana la perspectiva del corto plazo.

Verdadero cambio, una etapa diferente distinta y nunca vista que no sea pura palabrería un nuevo sentido a la política actuar con justicia, prudencia, paciencia e inteligencia.

Deben quedar atrás, simulaciones, engaños e incumplimientos.

Me gustaría que dejáramos atrás la mecánica de la simulación y la venganza, para ponernos a la tarea de reconstruir en serio la administración pública de México.

El sistema actual no está funcionando todavía porque los gobernantes no han querido que funciones; así de simple. Lo asumieron a regañadientes para salir del paso.

Pero luego, hicieron pies de plomo y han demorado y entorpecido hasta el cinismo su funcionamiento.

Vivo en un país en el que la mayoría sí existe. No me refiero al realismo mágico de la literatura, ni al surrealismo que rodea tantas de nuestras actividades y hábitos cotidianos. El misticismo y el sincretismo son otra cosa, las supersticiones también. No, la magia mexicana se encuentra en los espejos.

Me llama mucho la atención esos espejos que permiten a todos, como en las fábulas, verse limpios, bien vestidos, elegantes, aunque como el emperador, no tengan ropa, aunque sus narices sean más largas que la de Pinocho, que sus rostros manchados de hollín les permitan ver a los demás sin tener que observar su propia imagen, ni aceptar sus propias faltas.

En este lugar mágico los políticos se acusan unos a los otros con absoluta desfachatez, como si enlodar al otro fuera a limpiarse a sí mismo.

Que divulgan fotografías, grabaciones y documentos como si tuvieran sus propios esqueletos en el armario, como si no fueran igual de frágiles y vulnerables al escrutinio público. Lo cierto es que más allá de los espejos, vivimos en un país en el que la corrupción campea impunemente. No es un fenómeno cultural, pero sí social. Es producto, sin duda, de nuestras acciones y omisiones cotidianas. Y no es un asunto menor o anecdótico.

La corrupción atrofia nuestro sentido ético, descompone a nuestro sistema educativo. Obstruye el crecimiento económico, lastima la seguridad familiar e individual, mata. Sí, mata todos los días.

Y mata a una sociedad que no sabe ya en quién confiar, que sólo ve cómo sus supuestos líderes políticos, empresariales, sociales, sindicales se avientan las culpas como papas calientes, sin asumir su parte.

Tengo la impresión en los tiempos actuales, que dados los problemas que enfrentamos, estamos en una coyuntura muy cercana a una tormenta.

Problemas complejos y graves, y mentiras públicas sin control. ¿Entonces qué, a esperar verdades?