/ miércoles 4 de septiembre de 2019

Atado en la silla caliente

En política no mata perder, mata el ridículo. En mi opinión, en términos de legitimidad, AMLO llegó a la presidencia de la República en una posición diametralmente distinta a la de Felipe Calderón Hinojosa.

El estudioso Luis Astorga apunta en sus conclusiones que el "antiguo poder de regulación del estado" frente a las organizaciones criminales "había perdido fuerza y eficacia en la misma medida en que se transitaba del monopolio a la pluralidad del poder político".

Pero para construir una política de seguridad de Estado se requiere tener en cuenta la añeja debilidad institucional en policías, pero no sólo en ese campo, la vulnerabilidad añadida con las alternancias, y la metamorfosis que han vivido las organizaciones criminales, que no sólo ya van más allá del negocio de los enervantes, sino que, advierte Astorga, se llegan a constituir en grupos paramilitares que disputan al Estado las rentas de negocios lícitos.

No cabe duda que frente a este panorama, AMLO ha optado por crear por un lado una Guardia Nacional y militarizada y, por otro, un discurso preventivo basado en programas sociales; pero su política de seguridad no está cimentada mediante un acuerdo nacional explícito e incluyente.

AMLO tienta al destino al creer que la legitimidad de su movimiento sobra para lograr la contención efectiva de los criminales.

Comete un grave error si cree que puede pasar por encima de opositores a la hora de determinar unilateralmente un diálogo de la Federación, con grupos armados.

Ojalá el presidente de los mexicanos busque todos los apoyos posibles para enfrentar ese mal.

Sería una paradoja de terribles consecuencias para México que AMLO le pasara lo mismito que a Calderón: que su reputación, tan revestida de legitimidad, se viera tragada por el baño de sangre que no supo contener.

Como lo he comentado en anteriores opiniones, históricamente se ha entendido a la oposición como el conjunto de grupos, partidos, cuerpos legislativos o cuerpos deliberantes que impugnan las actuaciones y propuestas de gobierno.

La oposición la ejercen quienes están en el sector contrario al poder establecido o dominante.

El derecho a la oposición no ha existido siempre y por eso hay que defenderlo y fortalecerlo democráticamente.

Ricardo Haro, en su libro Constitución Poder y Control, señala que la oposición política es de vital trascendencia. Aquí está en juego la legitimidad del sistema y de la oposición en el sistema, porque la oposición es "en la democracia" y no "contra la democracia"; es para promoverla y ayudarla, y no para sofocarla y distorsionarla.

La oposición funcionará como contestaría, no del sistema democrático, sino del gobierno.

Un gobierno sin oposición corre el riesgo de convertirse en un gobierno tiránico, que aplasta a las minorías perdiéndose el equilibrio en la representación política y en las relaciones del poder.

Se debe gobernar con la oposición y las minorías, no a pesar de ellas.

Nadie está en el poder para siempre.

La alternancia es parte de la democracia, el gobierno pasa a ser oposición y la oposición pasa a ser gobierno.

La oposición es un componente básico del funcionamiento de las democracias pluralistas.

Una legítima oposición democrática asegura que el gobierno haga las cosas con argumentos y lo mejor posible, sin usar la descalificación y el descrédito.

La oposición también debe cooperar con el gobierno y buscar influir en el mismo, apoyando las acciones o planes que coincidan con sus propuestas.

Y retomando el inicio de esta columna, reza un conocido refrán: "No es que no puedan ver la solución, es que no pueden ver el problema", en sí, entonces es aquello que impide o complica el logro de algo la existencia de una situación desagradable y que puede llegar a agravarse.

En política no mata perder, mata el ridículo. En mi opinión, en términos de legitimidad, AMLO llegó a la presidencia de la República en una posición diametralmente distinta a la de Felipe Calderón Hinojosa.

El estudioso Luis Astorga apunta en sus conclusiones que el "antiguo poder de regulación del estado" frente a las organizaciones criminales "había perdido fuerza y eficacia en la misma medida en que se transitaba del monopolio a la pluralidad del poder político".

Pero para construir una política de seguridad de Estado se requiere tener en cuenta la añeja debilidad institucional en policías, pero no sólo en ese campo, la vulnerabilidad añadida con las alternancias, y la metamorfosis que han vivido las organizaciones criminales, que no sólo ya van más allá del negocio de los enervantes, sino que, advierte Astorga, se llegan a constituir en grupos paramilitares que disputan al Estado las rentas de negocios lícitos.

No cabe duda que frente a este panorama, AMLO ha optado por crear por un lado una Guardia Nacional y militarizada y, por otro, un discurso preventivo basado en programas sociales; pero su política de seguridad no está cimentada mediante un acuerdo nacional explícito e incluyente.

AMLO tienta al destino al creer que la legitimidad de su movimiento sobra para lograr la contención efectiva de los criminales.

Comete un grave error si cree que puede pasar por encima de opositores a la hora de determinar unilateralmente un diálogo de la Federación, con grupos armados.

Ojalá el presidente de los mexicanos busque todos los apoyos posibles para enfrentar ese mal.

Sería una paradoja de terribles consecuencias para México que AMLO le pasara lo mismito que a Calderón: que su reputación, tan revestida de legitimidad, se viera tragada por el baño de sangre que no supo contener.

Como lo he comentado en anteriores opiniones, históricamente se ha entendido a la oposición como el conjunto de grupos, partidos, cuerpos legislativos o cuerpos deliberantes que impugnan las actuaciones y propuestas de gobierno.

La oposición la ejercen quienes están en el sector contrario al poder establecido o dominante.

El derecho a la oposición no ha existido siempre y por eso hay que defenderlo y fortalecerlo democráticamente.

Ricardo Haro, en su libro Constitución Poder y Control, señala que la oposición política es de vital trascendencia. Aquí está en juego la legitimidad del sistema y de la oposición en el sistema, porque la oposición es "en la democracia" y no "contra la democracia"; es para promoverla y ayudarla, y no para sofocarla y distorsionarla.

La oposición funcionará como contestaría, no del sistema democrático, sino del gobierno.

Un gobierno sin oposición corre el riesgo de convertirse en un gobierno tiránico, que aplasta a las minorías perdiéndose el equilibrio en la representación política y en las relaciones del poder.

Se debe gobernar con la oposición y las minorías, no a pesar de ellas.

Nadie está en el poder para siempre.

La alternancia es parte de la democracia, el gobierno pasa a ser oposición y la oposición pasa a ser gobierno.

La oposición es un componente básico del funcionamiento de las democracias pluralistas.

Una legítima oposición democrática asegura que el gobierno haga las cosas con argumentos y lo mejor posible, sin usar la descalificación y el descrédito.

La oposición también debe cooperar con el gobierno y buscar influir en el mismo, apoyando las acciones o planes que coincidan con sus propuestas.

Y retomando el inicio de esta columna, reza un conocido refrán: "No es que no puedan ver la solución, es que no pueden ver el problema", en sí, entonces es aquello que impide o complica el logro de algo la existencia de una situación desagradable y que puede llegar a agravarse.