/ martes 29 de mayo de 2018

Claroscuros del debate

Mientras ustedes leen este texto, queridos lectores, hay para mí varias lecciones; un debate pone en juego no sólo lo dicho, sino expresiones verbales y actitudes, ocurrencias y gastos espontáneos. Los debates son una parte del juego político y suelen representar ilusiones y desencantos. Forman parte de los rituales clásicos de la democracia representativa. A veces se considera que los debates pueden definir una elección. Pero ya sabemos que no modifican radicalmente el escenario, y sólo son un factor más. No generan una relación de causa-efecto, pero si un candidato está rezagado en las encuestas suele tener la ilusión de hacer un buen debate y subir en las preferencias. Pero en la mayoría de los casos se puede ganar un debate y se pierde la elección. La política es un teatro que se mueve con gran rapidez.

El país debate sobre los debates y discute sobre los formatos, los moderadores y los candidatos. Se congratula por la existencia de esos ejercicios, percibidos como el pináculo de la confrontación democrática, y se lamenta por su escasez de propuestas. Entre tanto debate sobre los debates, nadie debate si los debates entre candidatos son útiles para la vida democrática. Eso se da por sentado. Tal vez sería hora de cuestionar esa ortodoxia. ¿Los debates sirven para contrastar ideas y propuestas? No lo creo. Las discusiones sustantivas de la política pública no pueden darse en bloques de minuto y medio. Por eso las propuestas son reducidas, obviando cualquier detalle y cualquier matiz. Por eso los debates hacen las delicias de las redes sociales, es casi imposible no parecer un idiota cuando hay que decir algo de sustancia teniendo de enemigo mortal al reloj. Además, las ideas dejan poco en el público.

Pero al menos los debates sirven para conocer a los candidatos: descubrir de qué están hechos, ¿no? No realmente. Un debate es, antes que nada, un espectáculo. Y en ese espacio, gana el mejor actor. Es decir, gana el que no se muestra cómo es.

El aplomo para deslumbrar en un escenario nos dice poco sobre el temple frente a una crisis, la integridad personal, la capacidad de liderazgo, o la aptitud para negociar entre intereses encontrados. Por último, tal vez alguien gane un debate, pero gana poco. Tal vez los debates podrían volverse espectáculos más atractivos, pero seguirán siendo espectáculos.

Optemos entonces por la heterodocia y acabemos ya con los debates. Sirven poco y distraen mucho. Sustituyámoslo por algo más útil. Nada de malo veo en las campañas negativas, que buscan resaltar los defectos de uno u otro candidato o partido. Pueden ser útiles a la sociedad y a los votantes en tanto que alerten sobre un episodio nefasto o un secreto perverso guardado en secreto, o subrayen equis o ye propuestas políticas de algunos de los contendientes. El electorado tiene derecho a saber quiénes son y de qué están los candidatos. Pero si se va uno a poner a hacer analogías o paralisismos, conviene siempre revisar la historia reciente y no tanto.

Vive México momentos de enorme crispación.

Amigos, colegas y familiares distanciados, enemistados. Personas normalmente racionales e inteligentes llamando a la cerrazón, la exclusión, al desprecio por quienes piensan y opinan diferente, por quienes tienen una preferencia política distinta.

Es momento de que todos recordemos que no hay mayor defensa ante la igualdad que la obediencia a la ley, mi mejor promoción de la democracia que a través de las urnas, los votos, la ética y la transparencia. Si esas ganan, ganamos todos. De otra manera, la derrota puede ser mayúscula. Y aquí, más allá de resultados, está de por medio la enseñanza y el legado para las futuras generaciones.

Mientras ustedes leen este texto, queridos lectores, hay para mí varias lecciones; un debate pone en juego no sólo lo dicho, sino expresiones verbales y actitudes, ocurrencias y gastos espontáneos. Los debates son una parte del juego político y suelen representar ilusiones y desencantos. Forman parte de los rituales clásicos de la democracia representativa. A veces se considera que los debates pueden definir una elección. Pero ya sabemos que no modifican radicalmente el escenario, y sólo son un factor más. No generan una relación de causa-efecto, pero si un candidato está rezagado en las encuestas suele tener la ilusión de hacer un buen debate y subir en las preferencias. Pero en la mayoría de los casos se puede ganar un debate y se pierde la elección. La política es un teatro que se mueve con gran rapidez.

El país debate sobre los debates y discute sobre los formatos, los moderadores y los candidatos. Se congratula por la existencia de esos ejercicios, percibidos como el pináculo de la confrontación democrática, y se lamenta por su escasez de propuestas. Entre tanto debate sobre los debates, nadie debate si los debates entre candidatos son útiles para la vida democrática. Eso se da por sentado. Tal vez sería hora de cuestionar esa ortodoxia. ¿Los debates sirven para contrastar ideas y propuestas? No lo creo. Las discusiones sustantivas de la política pública no pueden darse en bloques de minuto y medio. Por eso las propuestas son reducidas, obviando cualquier detalle y cualquier matiz. Por eso los debates hacen las delicias de las redes sociales, es casi imposible no parecer un idiota cuando hay que decir algo de sustancia teniendo de enemigo mortal al reloj. Además, las ideas dejan poco en el público.

Pero al menos los debates sirven para conocer a los candidatos: descubrir de qué están hechos, ¿no? No realmente. Un debate es, antes que nada, un espectáculo. Y en ese espacio, gana el mejor actor. Es decir, gana el que no se muestra cómo es.

El aplomo para deslumbrar en un escenario nos dice poco sobre el temple frente a una crisis, la integridad personal, la capacidad de liderazgo, o la aptitud para negociar entre intereses encontrados. Por último, tal vez alguien gane un debate, pero gana poco. Tal vez los debates podrían volverse espectáculos más atractivos, pero seguirán siendo espectáculos.

Optemos entonces por la heterodocia y acabemos ya con los debates. Sirven poco y distraen mucho. Sustituyámoslo por algo más útil. Nada de malo veo en las campañas negativas, que buscan resaltar los defectos de uno u otro candidato o partido. Pueden ser útiles a la sociedad y a los votantes en tanto que alerten sobre un episodio nefasto o un secreto perverso guardado en secreto, o subrayen equis o ye propuestas políticas de algunos de los contendientes. El electorado tiene derecho a saber quiénes son y de qué están los candidatos. Pero si se va uno a poner a hacer analogías o paralisismos, conviene siempre revisar la historia reciente y no tanto.

Vive México momentos de enorme crispación.

Amigos, colegas y familiares distanciados, enemistados. Personas normalmente racionales e inteligentes llamando a la cerrazón, la exclusión, al desprecio por quienes piensan y opinan diferente, por quienes tienen una preferencia política distinta.

Es momento de que todos recordemos que no hay mayor defensa ante la igualdad que la obediencia a la ley, mi mejor promoción de la democracia que a través de las urnas, los votos, la ética y la transparencia. Si esas ganan, ganamos todos. De otra manera, la derrota puede ser mayúscula. Y aquí, más allá de resultados, está de por medio la enseñanza y el legado para las futuras generaciones.