/ lunes 3 de septiembre de 2018

Cuentos y relatos de abuelos, embrujos de la infancia

En 1948, Victoria, mi abuela paterna, vivía en Xalapa en la Sexta de Juárez, callecita surcada por riachuelos de agua de chip chipi, que el cielo del largo invierno xalapeño regalaba sin cesar. Los niños disfrutábamos zapatear el barro resultante, aunque debiéramos lavar con atingencia los zapatos. La abuela Vito, que así la conocíamos, contaba a sus nietos fragmentos de su vida en el puerto de Veracruz, cuando siendo muy joven se casó con quien sería padre de sus cinco hijos. El abuelo trabajaba en la construcción del muelle del malecón del puerto, fue buzo herrero subacuático. Vito se casó con don Luis sin haberlo conocido, él la pidió a los padres y sin dudarlo se la entregaron en matrimonio.

Vivió en la calle Rayón, barrio de La Huaca. Platicaba que cuando tenía 20 años conoció “de cerca” a María Antonia Peregrino “Toña la negra” y a su hermano Manuel “El negro peregrino”, virtuoso del “tresillo”. Hablaba de Lito Alfonso carnicero de barriada, artífice de las comparsas de carnaval. La abuela recordaba las lejanas noches cuando se sentaba en mecedoras tlacotalpeñas a respirar la tibia brisa, mientras sus hijos retozaban en la calle con la “parvada de chamacos del barrio”, sus relatos congregaban a nietos e invitados, embelesados y encantados.

En 1952, en la vieja casa de Belisario Domínguez don Chucho, el abuelo materno, platicaba sus aventuras de juventud a sus cuatro nietos, ahora más grandes y otros invitados, sentados en sillones fabricados por “los inditos”, y los dos tlacotalpeños hoy tan venerables, en el corredor de aquella casa de tejados altos, que desprendían gruesas gotas de agua cuando llovía fuerte. Los relatos del abuelo eran fascinantes.

El abuelo Chucho era chihuahuense. Durante la revolución llegó a Tierra Blanca siendo un niño, ahí vivió durante la reyerta y en 1920 contrajo nupcias con mi abuela materna. Platicaba emocionado las correrías vividas en aquella época convulsa por el movimiento de 1910, cuando era un jovencito de 11 años.

Después del fragor revolucionario siempre vivió en la misma ciudad sureña y calurosa. Cuando don Chucho venía a Xalapa, platicaba sus correrías de juventud, manteniendo embobados al grupo de chamacos con “los cuentos del abuelo”. Los chiquillos inmóviles permanecíamos escuchándolo toda la tarde comiendo cacahuates tostados hurgados en las bolsas del overol del bondadoso viejo.

Los nietos y amigos se daban tiempo para pasear por la ciudad al abuelo, que ya lo era de todos. Los niños de entonces, abuelos hoy, recuerdan las noches cuando sentados en una banca del parque Juárez escuchaban los cuentos, casi siempre inventados. El parque los envolvía con su silencio acariciante, aderezado por el canto de grillos y lamentos de cigarras. Por ahí de las ocho de la noche, el abuelo y su pandilla bajaban la solitaria cuesta de J.J. Herrera y se quedaban un buen rato bajo la luz amarillenta de un foco colgante, oculto por miles de moscos volando a su alrededor y contaba otras venturas inventadas que nos llenaban de emoción.

Hoy no se escuchan cuentos, los chamacos prefieren ver la tele, no hay paseos nocturnos de la mano del abuelo. Quiero sentarme en mis centenarios sillones tlacotalpeños, los mismo de antaño, rescatar los cuentos del abuelo, ahora que yo lo soy e inventar cuentos llenos de fantasía y embrujo, como los de mis abuelos que me hicieron tan feliz.


hsilva_mendoza@hotmail.com


En 1948, Victoria, mi abuela paterna, vivía en Xalapa en la Sexta de Juárez, callecita surcada por riachuelos de agua de chip chipi, que el cielo del largo invierno xalapeño regalaba sin cesar. Los niños disfrutábamos zapatear el barro resultante, aunque debiéramos lavar con atingencia los zapatos. La abuela Vito, que así la conocíamos, contaba a sus nietos fragmentos de su vida en el puerto de Veracruz, cuando siendo muy joven se casó con quien sería padre de sus cinco hijos. El abuelo trabajaba en la construcción del muelle del malecón del puerto, fue buzo herrero subacuático. Vito se casó con don Luis sin haberlo conocido, él la pidió a los padres y sin dudarlo se la entregaron en matrimonio.

Vivió en la calle Rayón, barrio de La Huaca. Platicaba que cuando tenía 20 años conoció “de cerca” a María Antonia Peregrino “Toña la negra” y a su hermano Manuel “El negro peregrino”, virtuoso del “tresillo”. Hablaba de Lito Alfonso carnicero de barriada, artífice de las comparsas de carnaval. La abuela recordaba las lejanas noches cuando se sentaba en mecedoras tlacotalpeñas a respirar la tibia brisa, mientras sus hijos retozaban en la calle con la “parvada de chamacos del barrio”, sus relatos congregaban a nietos e invitados, embelesados y encantados.

En 1952, en la vieja casa de Belisario Domínguez don Chucho, el abuelo materno, platicaba sus aventuras de juventud a sus cuatro nietos, ahora más grandes y otros invitados, sentados en sillones fabricados por “los inditos”, y los dos tlacotalpeños hoy tan venerables, en el corredor de aquella casa de tejados altos, que desprendían gruesas gotas de agua cuando llovía fuerte. Los relatos del abuelo eran fascinantes.

El abuelo Chucho era chihuahuense. Durante la revolución llegó a Tierra Blanca siendo un niño, ahí vivió durante la reyerta y en 1920 contrajo nupcias con mi abuela materna. Platicaba emocionado las correrías vividas en aquella época convulsa por el movimiento de 1910, cuando era un jovencito de 11 años.

Después del fragor revolucionario siempre vivió en la misma ciudad sureña y calurosa. Cuando don Chucho venía a Xalapa, platicaba sus correrías de juventud, manteniendo embobados al grupo de chamacos con “los cuentos del abuelo”. Los chiquillos inmóviles permanecíamos escuchándolo toda la tarde comiendo cacahuates tostados hurgados en las bolsas del overol del bondadoso viejo.

Los nietos y amigos se daban tiempo para pasear por la ciudad al abuelo, que ya lo era de todos. Los niños de entonces, abuelos hoy, recuerdan las noches cuando sentados en una banca del parque Juárez escuchaban los cuentos, casi siempre inventados. El parque los envolvía con su silencio acariciante, aderezado por el canto de grillos y lamentos de cigarras. Por ahí de las ocho de la noche, el abuelo y su pandilla bajaban la solitaria cuesta de J.J. Herrera y se quedaban un buen rato bajo la luz amarillenta de un foco colgante, oculto por miles de moscos volando a su alrededor y contaba otras venturas inventadas que nos llenaban de emoción.

Hoy no se escuchan cuentos, los chamacos prefieren ver la tele, no hay paseos nocturnos de la mano del abuelo. Quiero sentarme en mis centenarios sillones tlacotalpeños, los mismo de antaño, rescatar los cuentos del abuelo, ahora que yo lo soy e inventar cuentos llenos de fantasía y embrujo, como los de mis abuelos que me hicieron tan feliz.


hsilva_mendoza@hotmail.com