/ domingo 6 de enero de 2019

Dios entró de puntillas como pidiendo disculpas por visitarnos

Ellos se postraron, siendo reyes, ante un niño recién nacido. Hace falta mucha humildad para inclinar la cabeza y reconocer a Dios en un establo como el de Belén.

Mucha humildad para asombrarse ante la luz que pasa desapercibida para muchos. Hace falta no haber perdido la capacidad para el asombro, para no dar las cosas por evidentes y conocidas, para buscar sorpresas entre lo que nos resulta cotidiano y monótono.

Cuando nos creemos dueños de la vida y de nuestro destino no nos dejamos sorprender por nada, como si ya supiéramos todo, como si hubiéramos madurado demasiado rápido y no necesitáramos de nadie. Viendo e imitando a los reyes magos caemos en la cuenta que adorar pasa por reconocernos pequeños, frágiles y necesitados.

Siendo reyes eran poderosos y, sin embargo, necesitaban encontrar a aquel rey que sostuviera sus vidas. Buscaban el asombro y no podían vivir sin buscar luz en las sombras. Cuando perdemos la capacidad para asombrarnos dejamos de maravillarnos con el regalo de la vida que siempre guarda sus secretos y maravillas. Dice Francesc Torralba: “Cuando uno se da cuenta de que existe, pudiendo no haber existido, experimenta una sorpresa y ésta le conduce a amar la vida y a gozar intensamente de ella, a convertir su estar en el mundo en un proyecto”.

Cuánta humildad necesitamos para acoger con alegría y gratitud lo que se nos concede de forma gratuita. Nos cuesta aceptar y agradecer los regalos porque nos creemos con derecho a ellos. Pensamos que merecemos todo lo que tenemos y por eso no somos agradecidos. Ese es el discurso que se escucha frecuentemente con aires de prepotencia, donde se acentúan los derechos que tenemos sin mostrar gratitud, respeto y sensibilidad por todo lo que hemos recibido gratuitamente.

Vivimos llenos de derechos que nos quitan la paz cuando se ven frustrados tantas veces. Por eso a veces no somos agradecidos, porque nos molesta que no nos den todo aquello que creemos merecer y nos molesta recibir menos de lo que merecemos. Cuánta paz llegaría a nuestra alma si supiéramos agradecer, si fuéramos humildes para darnos cuenta de cada una de las sorpresas que Dios nos da en la vida. Veríamos también a los demás como un don y nos haríamos más humildes.

Dice el P. José L. Martín Descalzo: «Belén fue el susurro silencioso de la brisa de Dios. Entró en la tierra de puntillas, como pidiendo disculpas por visitarnos. Se sentó a nuestro lado, dijo unas pocas palabras verdaderas y nada ruidosas, murió y entró en el gran silencio que dura desde hace veinte siglos. Y el silencio era amor. Era ese silencio que sucede al amor para hacerlo más verdadero, cuando ya ni los besos ni las palabras son necesarias. Ese amor de los que ya ni necesitan decirse que se aman. Así, pienso, será el gran abrazo cuando le reencontremos. Se hará como en Belén un ‘gran silencio’ y el mundo entero al fin cambiará el ruido por el asombro y la alegría».

Ahora que nos encontramos más sensibles y motivados por las fiestas de Navidad que acabamos de celebrar, estamos llamados a regresar asombrados y agradecidos por todo lo que Dios nos ha permitido experimentar. Estamos llamados a ser canales y recipientes de la gracia de Dios, canales por donde circule esa corriente de asombro, humildad, silencio y alegría.

El P. Kentenich lo explicaba de una manera muy clara al hacer referencia a estas dos tareas que quedan para nosotros: «De acuerdo a San Bernardo, debemos preocuparnos de ser receptáculos y no solamente canales. Si soy solamente un canal, quiere decir que Dios reparte obsequios a través de mí, pero sin que estos dones me toquen en profundidad. No hay que ser sólo canal, también hay que ser recipiente. Debemos cultivar la vida interior en plenitud y en toda la línea. Por eso debemos mantenernos siempre alerta para no separar nunca el apostolado de la vida interior, para no descuidar nunca la vida interior por causa del apostolado».


Ellos se postraron, siendo reyes, ante un niño recién nacido. Hace falta mucha humildad para inclinar la cabeza y reconocer a Dios en un establo como el de Belén.

Mucha humildad para asombrarse ante la luz que pasa desapercibida para muchos. Hace falta no haber perdido la capacidad para el asombro, para no dar las cosas por evidentes y conocidas, para buscar sorpresas entre lo que nos resulta cotidiano y monótono.

Cuando nos creemos dueños de la vida y de nuestro destino no nos dejamos sorprender por nada, como si ya supiéramos todo, como si hubiéramos madurado demasiado rápido y no necesitáramos de nadie. Viendo e imitando a los reyes magos caemos en la cuenta que adorar pasa por reconocernos pequeños, frágiles y necesitados.

Siendo reyes eran poderosos y, sin embargo, necesitaban encontrar a aquel rey que sostuviera sus vidas. Buscaban el asombro y no podían vivir sin buscar luz en las sombras. Cuando perdemos la capacidad para asombrarnos dejamos de maravillarnos con el regalo de la vida que siempre guarda sus secretos y maravillas. Dice Francesc Torralba: “Cuando uno se da cuenta de que existe, pudiendo no haber existido, experimenta una sorpresa y ésta le conduce a amar la vida y a gozar intensamente de ella, a convertir su estar en el mundo en un proyecto”.

Cuánta humildad necesitamos para acoger con alegría y gratitud lo que se nos concede de forma gratuita. Nos cuesta aceptar y agradecer los regalos porque nos creemos con derecho a ellos. Pensamos que merecemos todo lo que tenemos y por eso no somos agradecidos. Ese es el discurso que se escucha frecuentemente con aires de prepotencia, donde se acentúan los derechos que tenemos sin mostrar gratitud, respeto y sensibilidad por todo lo que hemos recibido gratuitamente.

Vivimos llenos de derechos que nos quitan la paz cuando se ven frustrados tantas veces. Por eso a veces no somos agradecidos, porque nos molesta que no nos den todo aquello que creemos merecer y nos molesta recibir menos de lo que merecemos. Cuánta paz llegaría a nuestra alma si supiéramos agradecer, si fuéramos humildes para darnos cuenta de cada una de las sorpresas que Dios nos da en la vida. Veríamos también a los demás como un don y nos haríamos más humildes.

Dice el P. José L. Martín Descalzo: «Belén fue el susurro silencioso de la brisa de Dios. Entró en la tierra de puntillas, como pidiendo disculpas por visitarnos. Se sentó a nuestro lado, dijo unas pocas palabras verdaderas y nada ruidosas, murió y entró en el gran silencio que dura desde hace veinte siglos. Y el silencio era amor. Era ese silencio que sucede al amor para hacerlo más verdadero, cuando ya ni los besos ni las palabras son necesarias. Ese amor de los que ya ni necesitan decirse que se aman. Así, pienso, será el gran abrazo cuando le reencontremos. Se hará como en Belén un ‘gran silencio’ y el mundo entero al fin cambiará el ruido por el asombro y la alegría».

Ahora que nos encontramos más sensibles y motivados por las fiestas de Navidad que acabamos de celebrar, estamos llamados a regresar asombrados y agradecidos por todo lo que Dios nos ha permitido experimentar. Estamos llamados a ser canales y recipientes de la gracia de Dios, canales por donde circule esa corriente de asombro, humildad, silencio y alegría.

El P. Kentenich lo explicaba de una manera muy clara al hacer referencia a estas dos tareas que quedan para nosotros: «De acuerdo a San Bernardo, debemos preocuparnos de ser receptáculos y no solamente canales. Si soy solamente un canal, quiere decir que Dios reparte obsequios a través de mí, pero sin que estos dones me toquen en profundidad. No hay que ser sólo canal, también hay que ser recipiente. Debemos cultivar la vida interior en plenitud y en toda la línea. Por eso debemos mantenernos siempre alerta para no separar nunca el apostolado de la vida interior, para no descuidar nunca la vida interior por causa del apostolado».