/ miércoles 30 de mayo de 2018

Don Sergio Obeso

En breve don Sergio Obeso, por obra y gracia del Papa Francisco, pasará de ser Obispo Emérito de Xalapa a Cardenal. Por su edad —86 años— aunque al día siguiente de su designación hubiera un Concilio para elegir a un nuevo Papa, él no podría participar. Como quiera que sea, es un reconocimiento y más merecido que el otorgado a muchos otros. Esto trajo a mi memoria un hecho que habla bien de su condición humana. Se trata de lo siguiente. Un día de mayo de 2005 fui invitado y asistí a una boda en la iglesia dedicada a San Isidro de Pacho Nuevo, una congregación de Emiliano Zapata, muy cerca de esta ciudad capital. Eran las 12 horas de un día especialmente soleado y la pequeña iglesia estaba a reventar. Lo bueno es que de todos los asistentes el único de traje negro y corbata era el novio; sin embargo nadie escapaba al sofocante calor.

La novia aunque de traje albo como una camelia, supongo que también sufría por la elevada temperatura del interior del templo. Los jóvenes contrayentes no eran dueños o hijos de los propietarios de las fincas cafetaleras de por esos rumbos; tampoco tenían apellidos pretendidamente ilustres, que frecuentemente lo son más por el dinero que por el mérito. No, eran dos jóvenes muy modestos, aunque talentosos y trabajadores. La novia era —y es aún— mi empleada doméstica; el novio, obrero en una empresa local. De rodillas frente al altar, recibieron la bendición que selló su matrimonio nada menos que de don Sergio Obeso, ya por entonces en retiro. Los demás ahí presentes, escuchamos con atención sus palabras sencillas, mesuradas, sabias.

En aquellos momentos, yo reflexionaba que seguramente ese acto eclesiástico habría despertado la enviada de muchas damas de la capital que hubieran querido que a sus hijas, también las hubiera casado el señor Obeso. Éste, contra lo que muchos hubieran creído, terminado el acto sacramental de su ministerio no se retiró de lugar; acompañado de su séquito religioso acudió gustoso a la comida ofrecida por el nuevo matrimonio, que se llevó a cabo en el salón de actos del lugar. Ahí, sentado a una mesa de plástico y en una silla de igual material, de la misma manera que los demás invitados, todos de humilde condición, disfrutó de la comida. Después, vi que amablemente se despidió de los anfitriones y se marchó. Con ministros católicos como éste pensé, bien podría haber un diálogo con los laicos, como en Navidad en las Montañas de Ignacio M. Altamirano.

En breve don Sergio Obeso, por obra y gracia del Papa Francisco, pasará de ser Obispo Emérito de Xalapa a Cardenal. Por su edad —86 años— aunque al día siguiente de su designación hubiera un Concilio para elegir a un nuevo Papa, él no podría participar. Como quiera que sea, es un reconocimiento y más merecido que el otorgado a muchos otros. Esto trajo a mi memoria un hecho que habla bien de su condición humana. Se trata de lo siguiente. Un día de mayo de 2005 fui invitado y asistí a una boda en la iglesia dedicada a San Isidro de Pacho Nuevo, una congregación de Emiliano Zapata, muy cerca de esta ciudad capital. Eran las 12 horas de un día especialmente soleado y la pequeña iglesia estaba a reventar. Lo bueno es que de todos los asistentes el único de traje negro y corbata era el novio; sin embargo nadie escapaba al sofocante calor.

La novia aunque de traje albo como una camelia, supongo que también sufría por la elevada temperatura del interior del templo. Los jóvenes contrayentes no eran dueños o hijos de los propietarios de las fincas cafetaleras de por esos rumbos; tampoco tenían apellidos pretendidamente ilustres, que frecuentemente lo son más por el dinero que por el mérito. No, eran dos jóvenes muy modestos, aunque talentosos y trabajadores. La novia era —y es aún— mi empleada doméstica; el novio, obrero en una empresa local. De rodillas frente al altar, recibieron la bendición que selló su matrimonio nada menos que de don Sergio Obeso, ya por entonces en retiro. Los demás ahí presentes, escuchamos con atención sus palabras sencillas, mesuradas, sabias.

En aquellos momentos, yo reflexionaba que seguramente ese acto eclesiástico habría despertado la enviada de muchas damas de la capital que hubieran querido que a sus hijas, también las hubiera casado el señor Obeso. Éste, contra lo que muchos hubieran creído, terminado el acto sacramental de su ministerio no se retiró de lugar; acompañado de su séquito religioso acudió gustoso a la comida ofrecida por el nuevo matrimonio, que se llevó a cabo en el salón de actos del lugar. Ahí, sentado a una mesa de plástico y en una silla de igual material, de la misma manera que los demás invitados, todos de humilde condición, disfrutó de la comida. Después, vi que amablemente se despidió de los anfitriones y se marchó. Con ministros católicos como éste pensé, bien podría haber un diálogo con los laicos, como en Navidad en las Montañas de Ignacio M. Altamirano.