/ viernes 3 de agosto de 2018

El culto a la imagen

Somos testigos de un despiadado e inhumano culto narcisista a la imagen. Al deseo estresante de proyectar “buena imagen”, de acuerdo con los estándares de belleza que se consideran adecuados. El dolor que pesa en todos aquellos que se sienten marginados por no estar de moda ni a la moda. La frustración de quienes se olvidan de sí por ser lo que creen que deberían ser.

Con esto queda claro que a nadie le gusta proyectar una imagen negativa de sí. Todos queremos causar “buena impresión”. Queremos que, luego del encuentro con otra persona, éste se quede con una “buena sensación” del encuentro con uno. Esto es un lícito deseo de la humanidad. En esto no hay cuestión de enfoques morales.

Lo dañino es observar los ríos de personas que se desgastan en el olvido de sí mismos por seguir el canto de las sirenas, por ir tras espumas efímeras que se construyen en los aires y desaparecen sin más. Una sociedad hondamente enferma por la mentira, por la apariencia, una sociedad de la imagen y la sensación. Una sociedad del aparecer en lugar del ser.

El cansancio tan incómodo de quienes buscan proyectar la imagen de ser personas ecuánimes frente a los reflectores, pero en el silencio y soledad de la vida en casa son todo lo contrario. La terrible estampa de quienes quieren aparentar ser una “familia feliz”, en las grandes convivencias sociales y frente a los amigos, cuando al interior del hogar no existe el calor de la hoguera. Quienes buscan erigir la imagen de personas sensatas cuando en la realidad de la vida no sucede de ese modo. Algunas veces es cierto aquello de “la apariencia es la carencia”.

Los grandes vacíos de la existencia en nuestros días radican en ese culto despiadado por la imagen, un culto idolátrico del cual pocos se salvan. Es tan grande y sofocante la vorágine social que avasalla de un modo terrible a todos y nos deja marginados “a la orilla de la vida”, buscando el agrado y beneplácito de los demás; muchas veces de los desconocidos. Lo que no nos impulsa a ir tras nuestra vida buscando la realización de nuestros sueños y proyectos, esos que nos construyen como personas y nos erigen como “humanos demasiado humanos”.

Los anhelos de nuestros días nos hacen ir hacia nosotros mismos, a la confrontación existencial de los propios deseos, para buscar la satisfacción de la propia vida en todo aquello que nos construye, nos edifica y nos conduce a buscar una vida que valga la pena vivirse.


Somos testigos de un despiadado e inhumano culto narcisista a la imagen. Al deseo estresante de proyectar “buena imagen”, de acuerdo con los estándares de belleza que se consideran adecuados. El dolor que pesa en todos aquellos que se sienten marginados por no estar de moda ni a la moda. La frustración de quienes se olvidan de sí por ser lo que creen que deberían ser.

Con esto queda claro que a nadie le gusta proyectar una imagen negativa de sí. Todos queremos causar “buena impresión”. Queremos que, luego del encuentro con otra persona, éste se quede con una “buena sensación” del encuentro con uno. Esto es un lícito deseo de la humanidad. En esto no hay cuestión de enfoques morales.

Lo dañino es observar los ríos de personas que se desgastan en el olvido de sí mismos por seguir el canto de las sirenas, por ir tras espumas efímeras que se construyen en los aires y desaparecen sin más. Una sociedad hondamente enferma por la mentira, por la apariencia, una sociedad de la imagen y la sensación. Una sociedad del aparecer en lugar del ser.

El cansancio tan incómodo de quienes buscan proyectar la imagen de ser personas ecuánimes frente a los reflectores, pero en el silencio y soledad de la vida en casa son todo lo contrario. La terrible estampa de quienes quieren aparentar ser una “familia feliz”, en las grandes convivencias sociales y frente a los amigos, cuando al interior del hogar no existe el calor de la hoguera. Quienes buscan erigir la imagen de personas sensatas cuando en la realidad de la vida no sucede de ese modo. Algunas veces es cierto aquello de “la apariencia es la carencia”.

Los grandes vacíos de la existencia en nuestros días radican en ese culto despiadado por la imagen, un culto idolátrico del cual pocos se salvan. Es tan grande y sofocante la vorágine social que avasalla de un modo terrible a todos y nos deja marginados “a la orilla de la vida”, buscando el agrado y beneplácito de los demás; muchas veces de los desconocidos. Lo que no nos impulsa a ir tras nuestra vida buscando la realización de nuestros sueños y proyectos, esos que nos construyen como personas y nos erigen como “humanos demasiado humanos”.

Los anhelos de nuestros días nos hacen ir hacia nosotros mismos, a la confrontación existencial de los propios deseos, para buscar la satisfacción de la propia vida en todo aquello que nos construye, nos edifica y nos conduce a buscar una vida que valga la pena vivirse.