/ viernes 5 de abril de 2019

El diálogo: punzante herida

Los tiempos a los que asistimos se caracterizan por ponderar la imagen. La han elevado tanto que le han otorgado la capacidad de comunicar más allá de sus alcances. Incluso, los más avezados hacen de la sentencia su credo: una imagen dice más que mil palabras. Reduciendo la grandeza del ser humano a un raquítico receptor de imágenes; un mendigo hambriento de íconos que no aspira a más, que vivir de ello.

Con esto, tal parece que el diálogo, la conversación y el coloquio profundo se han mandado al exilio. Quedando a merced de las formas nuevas de comunicación gráfica; esa comunicación que cada vez cobra mayor terreno. La era digital que está tomando ventaja a una velocidad inmoderada, no se caracteriza por reconocerle su dignidad al diálogo. Por el contrario, todo parece un ridículo monólogo: cada quien se puede subir al púlpito de las plataformas digitales para proferir lo que le venga en gana; para despotricar contra quien se le antoje. Para herir, dañar, canonizar o satanizar… Esto ha mermado terriblemente la capacidad de dialogar, de escuchar —con piadoso temor y temblor— lo que se dice para que, sólo después, se logre estar a la altura de tan elevada dignidad; la dignidad de dialogar, la más sutil de las propiedades humanas. Encontrarse y dialogar no es fácil, y menos en estos tiempos acelerados en los que la dinámica social nos toma como rehenes del reloj, y en los que todos caminan ansiosos y a prisa.

Emerge la estampa de una sociedad indiferente que se cimienta en dos vías: en la de aquellos para quienes no importa lo que el otro diga; cada quien es libre de decir lo que le venga en gana, al cabo eso es su opinión y nada más. Frente a los monologistas punitivos que se precian de ser los únicos que ven las cosas como son en realidad y, a fuerza de mucho hablar, han de ser escuchados. Esos, por sus aires prometeicos, se jactan de tener que ser escuchados.

Con tristeza reconocemos que, cada vez se pierde más la capacidad de dialogar. De sentir y pensar lo que el interlocutor está diciendo; de poder escuchar aquello que, incluso, en sus silencios y con las palabras que ha discriminado y con las que ha elegido está musitando. Observamos una sociedad cansada que se erige sobre monólogos, sobre disertaciones intimistas y punitivas. Una sociedad que no ha comprendido que el diálogo no es disputa ni el debate campeonato. Una sociedad, en definitiva, que está olvidando la virtud artesanal del diálogo.

Los tiempos a los que asistimos se caracterizan por ponderar la imagen. La han elevado tanto que le han otorgado la capacidad de comunicar más allá de sus alcances. Incluso, los más avezados hacen de la sentencia su credo: una imagen dice más que mil palabras. Reduciendo la grandeza del ser humano a un raquítico receptor de imágenes; un mendigo hambriento de íconos que no aspira a más, que vivir de ello.

Con esto, tal parece que el diálogo, la conversación y el coloquio profundo se han mandado al exilio. Quedando a merced de las formas nuevas de comunicación gráfica; esa comunicación que cada vez cobra mayor terreno. La era digital que está tomando ventaja a una velocidad inmoderada, no se caracteriza por reconocerle su dignidad al diálogo. Por el contrario, todo parece un ridículo monólogo: cada quien se puede subir al púlpito de las plataformas digitales para proferir lo que le venga en gana; para despotricar contra quien se le antoje. Para herir, dañar, canonizar o satanizar… Esto ha mermado terriblemente la capacidad de dialogar, de escuchar —con piadoso temor y temblor— lo que se dice para que, sólo después, se logre estar a la altura de tan elevada dignidad; la dignidad de dialogar, la más sutil de las propiedades humanas. Encontrarse y dialogar no es fácil, y menos en estos tiempos acelerados en los que la dinámica social nos toma como rehenes del reloj, y en los que todos caminan ansiosos y a prisa.

Emerge la estampa de una sociedad indiferente que se cimienta en dos vías: en la de aquellos para quienes no importa lo que el otro diga; cada quien es libre de decir lo que le venga en gana, al cabo eso es su opinión y nada más. Frente a los monologistas punitivos que se precian de ser los únicos que ven las cosas como son en realidad y, a fuerza de mucho hablar, han de ser escuchados. Esos, por sus aires prometeicos, se jactan de tener que ser escuchados.

Con tristeza reconocemos que, cada vez se pierde más la capacidad de dialogar. De sentir y pensar lo que el interlocutor está diciendo; de poder escuchar aquello que, incluso, en sus silencios y con las palabras que ha discriminado y con las que ha elegido está musitando. Observamos una sociedad cansada que se erige sobre monólogos, sobre disertaciones intimistas y punitivas. Una sociedad que no ha comprendido que el diálogo no es disputa ni el debate campeonato. Una sociedad, en definitiva, que está olvidando la virtud artesanal del diálogo.