/ viernes 28 de junio de 2019

El miedo como cultura

La sociedad del espectáculo privilegia la fuerza, el poder, la ostentosidad. Lo más importante, paradójicamente, es ser importante, grande, poderoso. Verse revestido de todas las insignias posibles que distingan del resto. Tras todo lo que vemos en esta dolorosa sociedad no se esconde otra cosa que un espantoso miedo a ser ordinario. ¡Todos gozan siendo extraordinarios! Ése es el engaño que les susurra al oído, día tras día, la vorágine que se suscita en las redes sociales. Ése es el circo donde desfilan a diario humanoides insensibles e insensatos que se apuestan tras la idea de ser distintos y, por eso, importantes. Todo eso no es más que una jugada inconsciente del instinto de supervivencia; una forma velada de la ley del más fuerte.

En este mundo nadie quiere pasar por vulnerable, por frágil. Hay temor a parecer humanos, a ser cálidos y frágiles, a relacionarse desde la espontaneidad y no desde lo estricto de una agenda. Hay miedo a ser humanos demasiado humanos y, en su lugar se controla, se expulsa, se corta, se mutila, y se termina viviendo en el relumbrón de la farsa.

Éste es el temor que late tras el rechazo fatalista de los pobres. Ésta es una sociedad paupérrima que teme a los pobres y que rechaza lo que a indigente parece. Ésta es la sociedad de la mentira que se va acostumbrando al escenario determinista de opulencia, por eso se abre una brecha infranqueable frente a los que carecen de los recursos suficientes para superarse. Qué pena, pues parte de la medicina para esta enfermedad es la fraternidad, la conciencia social y la solidaridad.

También es éste el temor que yace tras la vida, por eso es mejor no verse fuera de combate trayendo niños al mundo; los niños resultan imprevisibles, y como no es posible controlarlos es mejor no traerlos. Siempre es más fácil vivir en un lugar protegido, en un campo de acción donde todos los atajos resultan familiares. Donde la calma de la costumbre ofrece paz y sosiego; donde la usanza acartona.

El temor a lo frágil es el que está atrás de verse enfermo, de resultar débil y desprotegido. Nadie quiere ver coartada su autonomía. Nadie quiere verse dependiente de otro. Por eso, es mejor terminar con la vida cuando se está en perfecta lozanía.

Y, por último, éste es el temor que hace rechazar al extranjero, al migrante; es mejor verse protegido tras las propias paredes que dar acceso al desconocido. Y, si apostamos por una sociedad más humana, menos calculadora y más frágil.

La sociedad del espectáculo privilegia la fuerza, el poder, la ostentosidad. Lo más importante, paradójicamente, es ser importante, grande, poderoso. Verse revestido de todas las insignias posibles que distingan del resto. Tras todo lo que vemos en esta dolorosa sociedad no se esconde otra cosa que un espantoso miedo a ser ordinario. ¡Todos gozan siendo extraordinarios! Ése es el engaño que les susurra al oído, día tras día, la vorágine que se suscita en las redes sociales. Ése es el circo donde desfilan a diario humanoides insensibles e insensatos que se apuestan tras la idea de ser distintos y, por eso, importantes. Todo eso no es más que una jugada inconsciente del instinto de supervivencia; una forma velada de la ley del más fuerte.

En este mundo nadie quiere pasar por vulnerable, por frágil. Hay temor a parecer humanos, a ser cálidos y frágiles, a relacionarse desde la espontaneidad y no desde lo estricto de una agenda. Hay miedo a ser humanos demasiado humanos y, en su lugar se controla, se expulsa, se corta, se mutila, y se termina viviendo en el relumbrón de la farsa.

Éste es el temor que late tras el rechazo fatalista de los pobres. Ésta es una sociedad paupérrima que teme a los pobres y que rechaza lo que a indigente parece. Ésta es la sociedad de la mentira que se va acostumbrando al escenario determinista de opulencia, por eso se abre una brecha infranqueable frente a los que carecen de los recursos suficientes para superarse. Qué pena, pues parte de la medicina para esta enfermedad es la fraternidad, la conciencia social y la solidaridad.

También es éste el temor que yace tras la vida, por eso es mejor no verse fuera de combate trayendo niños al mundo; los niños resultan imprevisibles, y como no es posible controlarlos es mejor no traerlos. Siempre es más fácil vivir en un lugar protegido, en un campo de acción donde todos los atajos resultan familiares. Donde la calma de la costumbre ofrece paz y sosiego; donde la usanza acartona.

El temor a lo frágil es el que está atrás de verse enfermo, de resultar débil y desprotegido. Nadie quiere ver coartada su autonomía. Nadie quiere verse dependiente de otro. Por eso, es mejor terminar con la vida cuando se está en perfecta lozanía.

Y, por último, éste es el temor que hace rechazar al extranjero, al migrante; es mejor verse protegido tras las propias paredes que dar acceso al desconocido. Y, si apostamos por una sociedad más humana, menos calculadora y más frágil.