De niño, Adán había crecido en un ambiente familiar de una moral represiva. Cuando llegó la televisión a la ciudad, su madre le dijo que era cosa del diablo. En el colegio escuchaba de las emocionantes aventuras que desde esa caja chica se podían vivir, pero en casa, esa “caja idiota”, como le llamaba su madre, era la voz del maligno que quería arrastrar a los seres humanos hacia el infierno.
Formada en el puritanismo más recalcitrante, su madre, que lo amaba profundamente, porque eso no se podía negar, le había impuesto una doctrina represiva, de miedo, celos y crueldad. Creía incluso que los negros y los indígenas no iban al cielo. “No te juntes con ellos; están dedicados al ocio, a la vagancia, a prácticas malignas que heredaron de su pueblo”, le decía para alejarlo de sus compañeros de color.
Cuando conoció a Susana, Adán vio una luz en ese túnel de oscuridad en el que lo había metido su madre. En ella, como decía el viejo Bertrand Russell, encontró las emociones expansivas de la vida como la esperanza, el amor al arte, el impulso constructivo, el afecto, la curiosidad intelectual y la bondad, todas las cuales intensificaban la vida en vez de reducirla. “No estamos aquí para ser infelices; sácate eso de la cabeza”, le decía su compañera de clase.
Su amistad se acentuó en las vacaciones de verano cuando pasearon por parques y cafés de la ciudad. Una tarde lo llevó a Merkavá, un café de Amsterdam 43, para que probara un french toast de babka de chocolate, con helado de halvá, miel de dátiles y piñones. ¡Es el mejor postre del mundo mundial!, le decía ella sonriente. Mi abuela, le contó Adán a Susana ese día, les hacía pan dulce de calabaza y chocolate cuando eran niños. “Son los mejores recuerdos que tengo de mi niñez”, remataba.
A veces creo —añadió— que mi madre nos castigaba por placer. El viejo Bertrand Russell, del que tanto hemos hablado Susan, contó una vez en una conferencia que un primer ministro que viajaba de Constantinopla a Antioquía se pasó ocho horas contemplando cómo torturaban a su enemigo. Luego de contar la anécdota el filósofo dijo: “Creo que el impulso hacia el placer en el sufrimiento ajeno surge en personas cuyas emociones naturales se han frustrado, que han sido incapaces de encontrar una salida libre para sus impulsos creativos”. Creo que ese fue el mal de mi madre, anotó Adán.
Yo creo, añadió, como el mismo filósofo, que una enorme masa de la crueldad que vemos en el mundo se debe a una envidia inconsciente. “Ese es un sentimiento muy arraigado en la naturaleza humana, y cuando existe un bonito y conveniente código que la encarna es, naturalmente, muy popular”.
“El meollo del asunto estriba en liberarse del miedo, una emoción muy arraigada en el corazón humano. El miedo ha estado en el origen de la mayoría de las religiones, el miedo ha sido la fuente de la mayoría de los códigos morales, el miedo conforma nuestros instintos, en nuestra juventud nos inculcan el miedo y, en definitiva, el miedo está en el fondo de todo lo que es malo en el mundo. Una vez nos hemos liberado del miedo, tenemos toda la libertad del universo”, leyó de una conferencia de Russel pronunciada en la Escuela Rand de Ciencias Sociales de Nueva York el 28 de mayo de 1924.
Sí, tienes razón, pero vamos, acábate este french toast que es una delicia. Vive el momento, ya de tu pasado el futuro se encargará, añadió sonriente, contagiándolo e inundando su rostro de felicidad.