/ viernes 4 de diciembre de 2020

Enseñar a pensar

Leí el artículo el sábado pasado, en Diario de Xalapa, de Cynthia Sánchez, titulado “Pensamiento y revolución”, relacionado con la educación y el sistema. Fija sus coordenadas y sus referencias, y por supuesto sin omitir que vivimos un sistema capitalista, “donde todo es uso y desecho, creemos saber qué es lo que decidimos, qué es lo que soñamos y anhelamos, cómo somos, quiénes queremos ser”.

Y la verdad es el sistema que norma nuestra conducta y nuestros gustos en ese universo, sociedad de mercado, donde se exalta el individualismo y la competitividad como resortes obligados del éxito personal y colectivo. Todos los días –dice Cynthia– “nos bombardean por infinidad de conceptos, información basura que estereotipa, que busca orillarnos a ser sectarios, intolerantes… es el lenguaje del odio que ahí está y echa raíces en nosotros”.

Suelo leer a mis alumnos una anécdota que narra Ernest Rutherford, Premio Nobel de Química en 1928, quien cuenta que un colega maestro le pidió que examinara a un estudiante, porque tenía la duda de calificarlo con cero o ponerle la más alta calificación. Rutherford aceptó ser árbitro, con la misma pregunta: “Muestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro”. Le concedí seis minutos para que anotara su respuesta, con la advertencia de que en la respuesta debía demostrar sus conocimientos de física. Pasaron cinco minutos y el muchacho no escribía. Le pregunté si deseaba marcharse, me contestó que tenía varias respuestas, su dificultad era elegir la mejor. En el minuto que le quedaba escribió su respuesta, la siguiente: “Tomo el barómetro y lo lanzo al suelo desde la azotea del edificio, calculo el tiempo de caída con un cronómetro. Después se aplica la fórmula altura = 0.5 por A por t’2. Y así obtenemos la altura del edificio”.

Tras abandonar el despacho, me reencontré con el estudiante y le pedí que me contara cuáles eran la otras respuestas: “Bueno –respondió el estudiante-, hay muchas maneras, por ejemplo, tomas el barómetro en un día soleado y mides la altura del barómetro y la longitud de su sombra, después medimos la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción, obtenemos la altura del edificio. ¿Y de qué otra manera?, tomas el barómetro y te sitúas en la planta baja del edificio, subes las escaleras y vas marcando la altura del barómetro y cuentas el número de marcas hasta la azotea, multiplicas al final la altura del barómetro por el número de marcas que has hecho y ya tiene la altura. Así narró el estudiante otras tantas respuestas y agregó dos últimas más. Una, usar el barómetro atado a una cuerda como péndulo que deberá pasar por la perpendicular y por otros cálculos, se obtiene la altura; y la última, probablemente sea la mejor, tomo el barómetro, golpeo con él la puerta de la casa del portero, cuando abra le digo: -señor portero, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo”.

Finalmente, le preguntó Rutherford al estudiante, si conocía la aplicación del barómetro como medidor de presiones en diferentes alturas, a lo que éste le dijo que si. Lo más importante de todo este ejercicio, más que las posibles respuestas de aplicación del barómetro, es que la lección con la que se quedó este estudiante es que durante sus estudios, sus profesores habían intentado enseñarle a pensar. El estudiante se llamaba Niels Bohr, físico danés, Premio Nobel de Física en 1922, más conocido por ser el primero en proponer el modelo de átomo con protones y neutrones, así como los electrones que lo rodeaban, innovador de la teoría cuántica.

La religión nos da certezas, la ciencia avanza a “preguntazos” (dice Golombeck): ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Bien nos dice Cynthia, todos los que tenemos que ver con la enseñanza debemos cultivar y fomentar la curiosidad natural de los niños en todos los niveles. Y también enseñarlos a pensar, inquirir y respetar las diferencias.

Leí el artículo el sábado pasado, en Diario de Xalapa, de Cynthia Sánchez, titulado “Pensamiento y revolución”, relacionado con la educación y el sistema. Fija sus coordenadas y sus referencias, y por supuesto sin omitir que vivimos un sistema capitalista, “donde todo es uso y desecho, creemos saber qué es lo que decidimos, qué es lo que soñamos y anhelamos, cómo somos, quiénes queremos ser”.

Y la verdad es el sistema que norma nuestra conducta y nuestros gustos en ese universo, sociedad de mercado, donde se exalta el individualismo y la competitividad como resortes obligados del éxito personal y colectivo. Todos los días –dice Cynthia– “nos bombardean por infinidad de conceptos, información basura que estereotipa, que busca orillarnos a ser sectarios, intolerantes… es el lenguaje del odio que ahí está y echa raíces en nosotros”.

Suelo leer a mis alumnos una anécdota que narra Ernest Rutherford, Premio Nobel de Química en 1928, quien cuenta que un colega maestro le pidió que examinara a un estudiante, porque tenía la duda de calificarlo con cero o ponerle la más alta calificación. Rutherford aceptó ser árbitro, con la misma pregunta: “Muestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro”. Le concedí seis minutos para que anotara su respuesta, con la advertencia de que en la respuesta debía demostrar sus conocimientos de física. Pasaron cinco minutos y el muchacho no escribía. Le pregunté si deseaba marcharse, me contestó que tenía varias respuestas, su dificultad era elegir la mejor. En el minuto que le quedaba escribió su respuesta, la siguiente: “Tomo el barómetro y lo lanzo al suelo desde la azotea del edificio, calculo el tiempo de caída con un cronómetro. Después se aplica la fórmula altura = 0.5 por A por t’2. Y así obtenemos la altura del edificio”.

Tras abandonar el despacho, me reencontré con el estudiante y le pedí que me contara cuáles eran la otras respuestas: “Bueno –respondió el estudiante-, hay muchas maneras, por ejemplo, tomas el barómetro en un día soleado y mides la altura del barómetro y la longitud de su sombra, después medimos la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción, obtenemos la altura del edificio. ¿Y de qué otra manera?, tomas el barómetro y te sitúas en la planta baja del edificio, subes las escaleras y vas marcando la altura del barómetro y cuentas el número de marcas hasta la azotea, multiplicas al final la altura del barómetro por el número de marcas que has hecho y ya tiene la altura. Así narró el estudiante otras tantas respuestas y agregó dos últimas más. Una, usar el barómetro atado a una cuerda como péndulo que deberá pasar por la perpendicular y por otros cálculos, se obtiene la altura; y la última, probablemente sea la mejor, tomo el barómetro, golpeo con él la puerta de la casa del portero, cuando abra le digo: -señor portero, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo”.

Finalmente, le preguntó Rutherford al estudiante, si conocía la aplicación del barómetro como medidor de presiones en diferentes alturas, a lo que éste le dijo que si. Lo más importante de todo este ejercicio, más que las posibles respuestas de aplicación del barómetro, es que la lección con la que se quedó este estudiante es que durante sus estudios, sus profesores habían intentado enseñarle a pensar. El estudiante se llamaba Niels Bohr, físico danés, Premio Nobel de Física en 1922, más conocido por ser el primero en proponer el modelo de átomo con protones y neutrones, así como los electrones que lo rodeaban, innovador de la teoría cuántica.

La religión nos da certezas, la ciencia avanza a “preguntazos” (dice Golombeck): ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Bien nos dice Cynthia, todos los que tenemos que ver con la enseñanza debemos cultivar y fomentar la curiosidad natural de los niños en todos los niveles. Y también enseñarlos a pensar, inquirir y respetar las diferencias.