/ domingo 16 de junio de 2019

Es bipolar pedir la paz y legislar la muerte

¡Cuánto dolor! ¡Cuánta impotencia! Tristemente no cesan los asesinatos, secuestros y los casos de inseguridad. Es una tragedia lo que estamos viviendo; no se trata solamente de irrupciones violentas y desalmadas, sino de un estado de descomposición, violencia y maldad que se instala en nuestra sociedad. Prácticamente una generación ha crecido en medio de la violencia generalizada.

Desde los años noventa Juan Pablo II comenzó a alertarnos respecto de la cultura de la muerte. Enmarcaba las agresiones a la vida humana, en sus inicios y en su etapa terminal, dentro de esta cultura de la muerte. Aunque también consideraba otros atentados contra la vida, el Papa se refirió directamente al drama del aborto y de la eutanasia, que desde los años noventa ya se comenzaban a sentir como una tragedia para la humanidad.

En efecto, comenzaron a aprobarse en varios países del mundo leyes abortivas y eutanásicas que cada vez más pisotean el maravilloso y sagrado don de la vida. Las cifras de muertes de niños y niñas por aborto son estratosféricas y escandalosas.

Escudándose en la democracia y provocando el colapso moral de la misma, las ideologías que se desprenden de la cultura de la muerte siguen impulsando leyes abortivas que son cada vez más inhumanas por los plazos que amplían —prácticamente hasta antes del nacimiento de los bebés— para permitir el aborto.

Hay otros factores y detonantes serios como la pobreza, la corrupción y el abandono de la familia que explican lo que estamos padeciendo, pero la cultura de la muerte explica en gran parte de este estado de descomposición, violencia y maldad que impera en nuestra sociedad.

No se puede pactar con el mal de ninguna manera y eso ha estado sucediendo con el aborto, la eutanasia y con la legalización de las drogas. No se puede pactar con mecanismos de muerte porque el mal no tiene palabra de honor, además de que se estaría enviando un pésimo mensaje a los jóvenes.

El resultado es este estado de descomposición, violencia y maldad donde se ha instalado la cultura de la muerte. De manera ingenua los gobernantes de todos los partidos han pretendido combatir la violencia sin extirpar la cultura de la muerte, incluso llegan a impulsarla más con leyes contra la vida y contra la familia.

Las políticas públicas mejor intencionadas y los innovadores sistemas de seguridad no podrán contrarrestar la violencia si al mismo tiempo se impulsa una cultura que tiende a instrumentalizar, pisotear y eliminar la vida humana, incluso valiéndose de los mismos mecanismos de la democracia y el respaldo de las instituciones.

No se frenará la violencia hasta que volvamos a admirarnos y conmovernos de la maravilla de la vida, hasta que cuidemos la sacralidad de la vida y hasta que recuperemos el auténtico sentido de la vida como un don de Dios. Todo lo demás que se haga puede reducir periódicamente los niveles de violencia y disuadir el delito, pero no renovará la mente y el corazón de aquellos que rechazan sistemáticamente el bien, la belleza y la verdad.

No habrá paz en México si no se combate la cultura de la muerte y si no se deja de apoyarla políticamente. Se necesita fomentar el empleo y el combate a la pobreza, pero sobre todo reconectarnos con los valores y las realidades eternas que nosotros mismos hemos desterrado de la sociedad, pensando que con la democracia habíamos alcanzado el progreso y todo lo que se necesita para vivir en paz.

Nadie estará a salvo hasta que volvamos a ser plenamente humanos y hasta que recuperemos la capacidad de vernos verdaderamente como hermanos.

Finalmente es indignante e inaudito que ante la emergencia que vivimos por el estado de descomposición, violencia y maldad algunos políticos y legisladores en México se alineen a la cultura de la muerte para seguir promoviendo el aborto. Es contradictorio y hasta bipolar pedir de paz y legislar la muerte.

No habrá paz en México si no se frena el aborto y sobre todo si no se provoca en el corazón del hombre la admiración por la maravilla de la vida, la contemplación por la sacralidad de la vida y la gratitud por el don de la vida que se nos ha confiado.

¡Cuánto dolor! ¡Cuánta impotencia! Tristemente no cesan los asesinatos, secuestros y los casos de inseguridad. Es una tragedia lo que estamos viviendo; no se trata solamente de irrupciones violentas y desalmadas, sino de un estado de descomposición, violencia y maldad que se instala en nuestra sociedad. Prácticamente una generación ha crecido en medio de la violencia generalizada.

Desde los años noventa Juan Pablo II comenzó a alertarnos respecto de la cultura de la muerte. Enmarcaba las agresiones a la vida humana, en sus inicios y en su etapa terminal, dentro de esta cultura de la muerte. Aunque también consideraba otros atentados contra la vida, el Papa se refirió directamente al drama del aborto y de la eutanasia, que desde los años noventa ya se comenzaban a sentir como una tragedia para la humanidad.

En efecto, comenzaron a aprobarse en varios países del mundo leyes abortivas y eutanásicas que cada vez más pisotean el maravilloso y sagrado don de la vida. Las cifras de muertes de niños y niñas por aborto son estratosféricas y escandalosas.

Escudándose en la democracia y provocando el colapso moral de la misma, las ideologías que se desprenden de la cultura de la muerte siguen impulsando leyes abortivas que son cada vez más inhumanas por los plazos que amplían —prácticamente hasta antes del nacimiento de los bebés— para permitir el aborto.

Hay otros factores y detonantes serios como la pobreza, la corrupción y el abandono de la familia que explican lo que estamos padeciendo, pero la cultura de la muerte explica en gran parte de este estado de descomposición, violencia y maldad que impera en nuestra sociedad.

No se puede pactar con el mal de ninguna manera y eso ha estado sucediendo con el aborto, la eutanasia y con la legalización de las drogas. No se puede pactar con mecanismos de muerte porque el mal no tiene palabra de honor, además de que se estaría enviando un pésimo mensaje a los jóvenes.

El resultado es este estado de descomposición, violencia y maldad donde se ha instalado la cultura de la muerte. De manera ingenua los gobernantes de todos los partidos han pretendido combatir la violencia sin extirpar la cultura de la muerte, incluso llegan a impulsarla más con leyes contra la vida y contra la familia.

Las políticas públicas mejor intencionadas y los innovadores sistemas de seguridad no podrán contrarrestar la violencia si al mismo tiempo se impulsa una cultura que tiende a instrumentalizar, pisotear y eliminar la vida humana, incluso valiéndose de los mismos mecanismos de la democracia y el respaldo de las instituciones.

No se frenará la violencia hasta que volvamos a admirarnos y conmovernos de la maravilla de la vida, hasta que cuidemos la sacralidad de la vida y hasta que recuperemos el auténtico sentido de la vida como un don de Dios. Todo lo demás que se haga puede reducir periódicamente los niveles de violencia y disuadir el delito, pero no renovará la mente y el corazón de aquellos que rechazan sistemáticamente el bien, la belleza y la verdad.

No habrá paz en México si no se combate la cultura de la muerte y si no se deja de apoyarla políticamente. Se necesita fomentar el empleo y el combate a la pobreza, pero sobre todo reconectarnos con los valores y las realidades eternas que nosotros mismos hemos desterrado de la sociedad, pensando que con la democracia habíamos alcanzado el progreso y todo lo que se necesita para vivir en paz.

Nadie estará a salvo hasta que volvamos a ser plenamente humanos y hasta que recuperemos la capacidad de vernos verdaderamente como hermanos.

Finalmente es indignante e inaudito que ante la emergencia que vivimos por el estado de descomposición, violencia y maldad algunos políticos y legisladores en México se alineen a la cultura de la muerte para seguir promoviendo el aborto. Es contradictorio y hasta bipolar pedir de paz y legislar la muerte.

No habrá paz en México si no se frena el aborto y sobre todo si no se provoca en el corazón del hombre la admiración por la maravilla de la vida, la contemplación por la sacralidad de la vida y la gratitud por el don de la vida que se nos ha confiado.