/ martes 14 de julio de 2020

Estos años

El país no vivía días tan aciagos en décadas. Los fines de sexenio, de Díaz Ordaz a López Portillo, fueron agónicos.

El mandato de Miguel de la Madrid estuvo lleno de pesar. No se equivocó cuando, un día antes de tomar posesión, advirtió a los miembros de su gabinete: “No los invito a una fiesta, sino a un velorio”.

Lo más parecido a esto que vivimos fueron los años terribles de 1994/1995. Comenzaron con un desgarramiento de la paz y se extendieron a una bancarrota nacional que mandó a la pobreza al 60% de la población. Hubo magnicidios. Secuestros. Encarcelamientos. En fin: una pesadilla.

Lo que estamos viviendo, en su fuerza destructiva, en su vastedad y velocidad, no tiene parangón.

Hay un proceso de desmantelamiento de la democracia, de la administración pública, de los procesos de generación de riqueza, de la salud y la educación pública.

La crisis del Covid no desató esta desgracia: le metió el acelerador a fondo. El carro ya iba en marcha.

La crisis del 94/95, sin embargo, fue un proceso doloroso, pero concluyó con un nuevo empuje nacional.

En 1996 se gestaron los acuerdos que desembocaron en la creación del IFE: una institución autónoma y ciudadana que dio certeza a los procesos electorales.

La gente le tomó la palabra al régimen: salió a votar masivamente y a castigar. Fue así, a fuerza de votos, que el PRI perdió su hegemonía en la Cámara de Diputados.

Las mayorías, en política, se votan o se construyen. Las oposiciones no lograron el número mágico para desplazar al PRI de la Cámara, pero pactaron y construyeron un bloque opositor mayoritario.

La izquierda ganó el gobierno de la capital.

Tres años después, llegó la primera alternancia en 80 años. Hubo, así, un efecto regenerador después de la tragedia que provino desde la sociedad civil y de un grupo de políticos que estuvo a la altura de los desafíos y supieron dar cauce institucional al malestar.

Pese a la densidad de la tragedia que sufrimos —en infectados, en muertes, en destrucción de empleo— se percibe una creciente conexión de los ciudadanos con la necesidad de corregir el rumbo del país.

El sentimiento dominante de preocupación irá acompañado de una creciente movilización social.

Hay un resurgimiento de la importancia de los gobiernos estatales, de las dirigencias empresariales, del rol de los tribunales. Cada vez hay más actores dispuestos a dar un paso al frente para generar alternativas al grave deterioro nacional.

Este hecho se acompaña de dos certezas: el sentido de urgencia y la certeza de la inminencia de la pérdida. Son dos poderosos motores del activismo político y social.

Si se logra dar un cauce adecuado a esta inquietud social, en el país emergerá una etapa de reconstrucción de la que surgirá un nuevo rostro y quizá, mejor.

Ojalá que así sea.

@fvazquezrig

El país no vivía días tan aciagos en décadas. Los fines de sexenio, de Díaz Ordaz a López Portillo, fueron agónicos.

El mandato de Miguel de la Madrid estuvo lleno de pesar. No se equivocó cuando, un día antes de tomar posesión, advirtió a los miembros de su gabinete: “No los invito a una fiesta, sino a un velorio”.

Lo más parecido a esto que vivimos fueron los años terribles de 1994/1995. Comenzaron con un desgarramiento de la paz y se extendieron a una bancarrota nacional que mandó a la pobreza al 60% de la población. Hubo magnicidios. Secuestros. Encarcelamientos. En fin: una pesadilla.

Lo que estamos viviendo, en su fuerza destructiva, en su vastedad y velocidad, no tiene parangón.

Hay un proceso de desmantelamiento de la democracia, de la administración pública, de los procesos de generación de riqueza, de la salud y la educación pública.

La crisis del Covid no desató esta desgracia: le metió el acelerador a fondo. El carro ya iba en marcha.

La crisis del 94/95, sin embargo, fue un proceso doloroso, pero concluyó con un nuevo empuje nacional.

En 1996 se gestaron los acuerdos que desembocaron en la creación del IFE: una institución autónoma y ciudadana que dio certeza a los procesos electorales.

La gente le tomó la palabra al régimen: salió a votar masivamente y a castigar. Fue así, a fuerza de votos, que el PRI perdió su hegemonía en la Cámara de Diputados.

Las mayorías, en política, se votan o se construyen. Las oposiciones no lograron el número mágico para desplazar al PRI de la Cámara, pero pactaron y construyeron un bloque opositor mayoritario.

La izquierda ganó el gobierno de la capital.

Tres años después, llegó la primera alternancia en 80 años. Hubo, así, un efecto regenerador después de la tragedia que provino desde la sociedad civil y de un grupo de políticos que estuvo a la altura de los desafíos y supieron dar cauce institucional al malestar.

Pese a la densidad de la tragedia que sufrimos —en infectados, en muertes, en destrucción de empleo— se percibe una creciente conexión de los ciudadanos con la necesidad de corregir el rumbo del país.

El sentimiento dominante de preocupación irá acompañado de una creciente movilización social.

Hay un resurgimiento de la importancia de los gobiernos estatales, de las dirigencias empresariales, del rol de los tribunales. Cada vez hay más actores dispuestos a dar un paso al frente para generar alternativas al grave deterioro nacional.

Este hecho se acompaña de dos certezas: el sentido de urgencia y la certeza de la inminencia de la pérdida. Son dos poderosos motores del activismo político y social.

Si se logra dar un cauce adecuado a esta inquietud social, en el país emergerá una etapa de reconstrucción de la que surgirá un nuevo rostro y quizá, mejor.

Ojalá que así sea.

@fvazquezrig