/ viernes 28 de diciembre de 2018

Fugacidad del tiempo

En su loca carrera, el tiempo va dejando una serie de víctimas que siempre van tarde. El tiempo pasa, no espera, no se compadece de nadie ni tiene excepciones con alguno. El tiempo se va y sin lamentos, dejando huellas indelebles que confirman su paso.

Pero, con el tiempo nos vamos nosotros, cuánta razón tenía Heráclito, el oscuro de Éfeso, al afirmar: “Todo fluye, nada permanece. Nunca somos los mismos”. El tiempo nos embiste, nos desgasta, nos golpea, nos abre y cierra los ojos, nos invita a hablar y nos hace callar. Nos pone en ocasión de soñar, pero también nos hace poner los pies firmes en la tierra. ¡Cuánta grandeza encierra el tiempo que, incluso el Eterno ha querido venir y entrar en él!, lo que le ha dado al tiempo un carácter sagrado.

La excéntrica carrera del tiempo nos permite, a su vez, cuestionarnos sobre el sentido de la propia vida. Podemos tomar una actitud derrotada ante éste y mirar cómo se va corroyendo la vida, cómo se van quedando los años atrás y cómo se nos escapa la savia de la vida por las manos y, aletargarnos, conformarnos, derrotarnos. Ser simples espectadores a distancia, esos que se mantienen al margen de la vida. Lamentándose lo que, por falta de tiempo, no han podido hacer. Víctimas del tiempo, enemigos de éste y temerosos de lo que pudiera pasar. Ésa es una forma de estar en la vida: al margen, atemorizados, siendo testigos de la forma cruel en que la vida se consume ante nuestra propia vista.

Pero, la voracidad del tiempo nos ofrece un servicio más, un detalle noble, delicado, auténtico, pero lleno de riesgos: atrevernos a ser amigos del tiempo y, en consecuencia, inquietarnos ante la razón por la que vivimos. No basta con estar, es preciso ser. No es suficiente despertar cada mañana y llegar a la noche porque así lo dispone el tiempo. En cada uno brota una fuerza incontenible que nos mantiene siempre inquietos. Ésa es la fuerza que nos motiva a no desfallecer, aun cuando el tiempo no se detenga a nuestro paso. Una noble fuerza que brota del interior que nos permite imponernos, levantarnos, aspirar, soñar, amar, acompañar. Ésa es la vida de los amigos del tiempo; una vida no resuelta que se va construyendo con cada amanecer.

El misterioso servicio que nos ofrece el tiempo es el de ayudarnos a descubrir qué hacemos aquí, y por qué ha sido ahora. Nos devela, a su paso, la razón por la que estamos en este mundo en las circunstancias concretas en las que nos ha tocado vivir.

En su loca carrera, el tiempo va dejando una serie de víctimas que siempre van tarde. El tiempo pasa, no espera, no se compadece de nadie ni tiene excepciones con alguno. El tiempo se va y sin lamentos, dejando huellas indelebles que confirman su paso.

Pero, con el tiempo nos vamos nosotros, cuánta razón tenía Heráclito, el oscuro de Éfeso, al afirmar: “Todo fluye, nada permanece. Nunca somos los mismos”. El tiempo nos embiste, nos desgasta, nos golpea, nos abre y cierra los ojos, nos invita a hablar y nos hace callar. Nos pone en ocasión de soñar, pero también nos hace poner los pies firmes en la tierra. ¡Cuánta grandeza encierra el tiempo que, incluso el Eterno ha querido venir y entrar en él!, lo que le ha dado al tiempo un carácter sagrado.

La excéntrica carrera del tiempo nos permite, a su vez, cuestionarnos sobre el sentido de la propia vida. Podemos tomar una actitud derrotada ante éste y mirar cómo se va corroyendo la vida, cómo se van quedando los años atrás y cómo se nos escapa la savia de la vida por las manos y, aletargarnos, conformarnos, derrotarnos. Ser simples espectadores a distancia, esos que se mantienen al margen de la vida. Lamentándose lo que, por falta de tiempo, no han podido hacer. Víctimas del tiempo, enemigos de éste y temerosos de lo que pudiera pasar. Ésa es una forma de estar en la vida: al margen, atemorizados, siendo testigos de la forma cruel en que la vida se consume ante nuestra propia vista.

Pero, la voracidad del tiempo nos ofrece un servicio más, un detalle noble, delicado, auténtico, pero lleno de riesgos: atrevernos a ser amigos del tiempo y, en consecuencia, inquietarnos ante la razón por la que vivimos. No basta con estar, es preciso ser. No es suficiente despertar cada mañana y llegar a la noche porque así lo dispone el tiempo. En cada uno brota una fuerza incontenible que nos mantiene siempre inquietos. Ésa es la fuerza que nos motiva a no desfallecer, aun cuando el tiempo no se detenga a nuestro paso. Una noble fuerza que brota del interior que nos permite imponernos, levantarnos, aspirar, soñar, amar, acompañar. Ésa es la vida de los amigos del tiempo; una vida no resuelta que se va construyendo con cada amanecer.

El misterioso servicio que nos ofrece el tiempo es el de ayudarnos a descubrir qué hacemos aquí, y por qué ha sido ahora. Nos devela, a su paso, la razón por la que estamos en este mundo en las circunstancias concretas en las que nos ha tocado vivir.