/ miércoles 26 de febrero de 2020

Grandeza moral de Heriberto Jara

En el penúltimo año de su vida, 1967, entrevisté al general Heriberto Jara Corona. Trabajaba en el periódico La Nación, ya desaparecido, y entonces andaba atrás de la noticia que trascendiera a los días y a las conferencias de prensa y a los boletines.

El general Jara vivía en una modesta sencilla y modesta, sin mayores lujos. Su casa, ubicada a un ladito del que años después sería el Cine Buñuel, en el puerto jarocho, era como todas las casitas de provincia. Pero sus días y noches se reducían a la habitación donde dormía, llena de libros, incluso, hasta en el piso, en la planta alta.

Vivía con una austeridad franciscana, donde lo único importante para él era leer. Una señora lo asistía y estaba pendiente de los alimentos y la limpieza y las medicinas. Nacido en 1879, el general tenía 88 años de edad y estaba lúcido, recordaba cada episodio de su vida.

Y su vida había sido de lo más interesante. Y no obstante los cargos públicos desempeñados era un político honesto “a prueba de bomba”. Integro. Discreto y callado, sin gritonear en la plaza pública que era un ángel de la pureza.

Y por tanto, en su discreción estaba, además, su grandeza moral, política y social.

Su currículo fue así: secretario de Marina y gobernador de Veracruz en el año 1924 y gobernador de Tabasco.

Diputado federal al triunfo presidencial de Francisco Ignacio Madero y también en el Congreso del Constituyente de 1916.

Líder del Partido Nacional Revolucionario, el partido abuelito del PRI, coordinó la campaña presidencial de Manuel Ávila Camacho, y quien lo nombrara titular de Marina.

Secretario General de Gobierno en Veracruz con el general Cándido Aguilar, el yerno del presidente Venustiano Carranza.

Alumno del pedagogo Enrique Laubscher, también fue articulista. Y uno de los principales líderes de los obreros textiles cuando la huelga de Río Blanco, terminada en masacre de trabajadores ordenada por el dictador Porfirio Díaz y cuyos cadáveres fueron trasladados en un vagón del ferrocarril al castillo de San Juan de Ulúa y luego arrojados en el Golfo de México.

Luchó contra el general Victoriano Huerta, el asesino de Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez.

Retirado de la actividad pública regresó a vivir en Veracruz en una casita lo más austera posible.

Su austeridad y discreción impresionaban. Luego de varios días de insistencia me recibió en piyama, con un libro en la mano.

Tenía una mirada dulce que escudriñaba preguntándose las razones por las cuales se le buscaba para una entrevista si ya estaba retirado.

Incluso, me obsequió su biografía escrita por algún estudioso por ahí y pidió que la leyera porque luego del libro nada tenía que decir.

Caminaba despacio en medio de la pila de libros amontonados en el piso y en aquel entonces con Fernando López Arias de gobernador y Gustavo Díaz Ordaz de presidente de la república, pidió con finura y elegancia y una sonrisa evadir tales asuntos.

“Mire mis libros. Y si le gusta uno, se lo puede llevar. Ya no tendré tiempo de releerlos”, dijo.

Su habitación era tan austera como su vida. La cama, un ropero, una silla y un escritorio de madera simple y sencillo, elemental para sentarse a leer de vez en vez.

Su honestidad era avasallante en el corazón humano. Y su figura se agigantó más, mucho más, con los años sexenales cuando el presupuesto público se volvió un botín, resumido en la frase de Carlos Hank González. “Político pobres un pobre político”.

En el penúltimo año de su vida, 1967, entrevisté al general Heriberto Jara Corona. Trabajaba en el periódico La Nación, ya desaparecido, y entonces andaba atrás de la noticia que trascendiera a los días y a las conferencias de prensa y a los boletines.

El general Jara vivía en una modesta sencilla y modesta, sin mayores lujos. Su casa, ubicada a un ladito del que años después sería el Cine Buñuel, en el puerto jarocho, era como todas las casitas de provincia. Pero sus días y noches se reducían a la habitación donde dormía, llena de libros, incluso, hasta en el piso, en la planta alta.

Vivía con una austeridad franciscana, donde lo único importante para él era leer. Una señora lo asistía y estaba pendiente de los alimentos y la limpieza y las medicinas. Nacido en 1879, el general tenía 88 años de edad y estaba lúcido, recordaba cada episodio de su vida.

Y su vida había sido de lo más interesante. Y no obstante los cargos públicos desempeñados era un político honesto “a prueba de bomba”. Integro. Discreto y callado, sin gritonear en la plaza pública que era un ángel de la pureza.

Y por tanto, en su discreción estaba, además, su grandeza moral, política y social.

Su currículo fue así: secretario de Marina y gobernador de Veracruz en el año 1924 y gobernador de Tabasco.

Diputado federal al triunfo presidencial de Francisco Ignacio Madero y también en el Congreso del Constituyente de 1916.

Líder del Partido Nacional Revolucionario, el partido abuelito del PRI, coordinó la campaña presidencial de Manuel Ávila Camacho, y quien lo nombrara titular de Marina.

Secretario General de Gobierno en Veracruz con el general Cándido Aguilar, el yerno del presidente Venustiano Carranza.

Alumno del pedagogo Enrique Laubscher, también fue articulista. Y uno de los principales líderes de los obreros textiles cuando la huelga de Río Blanco, terminada en masacre de trabajadores ordenada por el dictador Porfirio Díaz y cuyos cadáveres fueron trasladados en un vagón del ferrocarril al castillo de San Juan de Ulúa y luego arrojados en el Golfo de México.

Luchó contra el general Victoriano Huerta, el asesino de Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez.

Retirado de la actividad pública regresó a vivir en Veracruz en una casita lo más austera posible.

Su austeridad y discreción impresionaban. Luego de varios días de insistencia me recibió en piyama, con un libro en la mano.

Tenía una mirada dulce que escudriñaba preguntándose las razones por las cuales se le buscaba para una entrevista si ya estaba retirado.

Incluso, me obsequió su biografía escrita por algún estudioso por ahí y pidió que la leyera porque luego del libro nada tenía que decir.

Caminaba despacio en medio de la pila de libros amontonados en el piso y en aquel entonces con Fernando López Arias de gobernador y Gustavo Díaz Ordaz de presidente de la república, pidió con finura y elegancia y una sonrisa evadir tales asuntos.

“Mire mis libros. Y si le gusta uno, se lo puede llevar. Ya no tendré tiempo de releerlos”, dijo.

Su habitación era tan austera como su vida. La cama, un ropero, una silla y un escritorio de madera simple y sencillo, elemental para sentarse a leer de vez en vez.

Su honestidad era avasallante en el corazón humano. Y su figura se agigantó más, mucho más, con los años sexenales cuando el presupuesto público se volvió un botín, resumido en la frase de Carlos Hank González. “Político pobres un pobre político”.

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