/ viernes 3 de junio de 2022

La fiesta del Espíritu

El Espíritu Santo está presente en la Escritura desde el Antiguo Testamento. Allá en el momento de la Creación Él aleteaba en la superficie de las aguas, como Señor y dador de vida, es decir, como Dios. Posteriormente, Él es la efusión prometida en el Antiguo Testamento; enviado por Jesucristo resucitado y glorificado a su Iglesia. En este sentido, la Iglesia viene a ser el tiempo y el espacio del Espíritu.

Es un don escatológico, por eso debió irrumpir hasta llegada la era escatológica, era que requiere una alianza sellada con la sangre de Jesucristo. La inauguración de esta edad escatológica ha sido la finalidad de la venida del Hijo. En la plenitud de los tiempos rebosa el Espíritu Santo, por tanto, este es el tiempo del Espíritu y de la Iglesia.

Conocemos al Espíritu Santo a través de su obra santificadora, es decir, a través de su intervención en la historia de salvación, y, sobre todo, a través de su relación con Cristo. Cristo es fruto del Espíritu Santo, y a su vez, Él envía su Espíritu a los discípulos. Este es el Espíritu que nos une a Cristo, y al unirnos a Él descubre veladamente su propio ser. La revelación del Espíritu Santo está clara en el Nuevo Testamento.

Cristo habla del envío del Espíritu Santo. Este envío o misión está unido a la revelación de la Existencia del Espíritu. La misión del Espíritu está tan unida a la del Hijo hasta el punto que se puede calificar como una misión conjunta. En su misión, el Espíritu se muestra coherente con aquello mismo que es su propiedad trinitaria: ser nexo de unión, amor, don. Así pues, es el Espíritu el que une a los hombres con la Trinidad. Ha ungido a Cristo y unge a la humanidad. Su misión es llevar a cabo la obra de Cristo, su tiempo es el tiempo de la Iglesia. La Iglesia se ve inmersa en el acontecimiento de Pentecostés.

Para que pudieran recibir al Espíritu Santo Jesús les pidió a los discípulos que permanecieran en la ciudad y juntos. Así pues, la condición puesta por el mismo Señor fue la unidad de los discípulos. Esta fuerza de lo alto es la que permite ser testigos, testigos primero de la unidad en Jesús. Y es también la fuerza de la universalidad, pues anima a seguir el camino de Jesucristo. Este es el impulso que anima a ser mensajeros de la Palabra de la Vida cerca o lejos, por todos lados.

El Espíritu Santo está presente en la Escritura desde el Antiguo Testamento. Allá en el momento de la Creación Él aleteaba en la superficie de las aguas, como Señor y dador de vida, es decir, como Dios. Posteriormente, Él es la efusión prometida en el Antiguo Testamento; enviado por Jesucristo resucitado y glorificado a su Iglesia. En este sentido, la Iglesia viene a ser el tiempo y el espacio del Espíritu.

Es un don escatológico, por eso debió irrumpir hasta llegada la era escatológica, era que requiere una alianza sellada con la sangre de Jesucristo. La inauguración de esta edad escatológica ha sido la finalidad de la venida del Hijo. En la plenitud de los tiempos rebosa el Espíritu Santo, por tanto, este es el tiempo del Espíritu y de la Iglesia.

Conocemos al Espíritu Santo a través de su obra santificadora, es decir, a través de su intervención en la historia de salvación, y, sobre todo, a través de su relación con Cristo. Cristo es fruto del Espíritu Santo, y a su vez, Él envía su Espíritu a los discípulos. Este es el Espíritu que nos une a Cristo, y al unirnos a Él descubre veladamente su propio ser. La revelación del Espíritu Santo está clara en el Nuevo Testamento.

Cristo habla del envío del Espíritu Santo. Este envío o misión está unido a la revelación de la Existencia del Espíritu. La misión del Espíritu está tan unida a la del Hijo hasta el punto que se puede calificar como una misión conjunta. En su misión, el Espíritu se muestra coherente con aquello mismo que es su propiedad trinitaria: ser nexo de unión, amor, don. Así pues, es el Espíritu el que une a los hombres con la Trinidad. Ha ungido a Cristo y unge a la humanidad. Su misión es llevar a cabo la obra de Cristo, su tiempo es el tiempo de la Iglesia. La Iglesia se ve inmersa en el acontecimiento de Pentecostés.

Para que pudieran recibir al Espíritu Santo Jesús les pidió a los discípulos que permanecieran en la ciudad y juntos. Así pues, la condición puesta por el mismo Señor fue la unidad de los discípulos. Esta fuerza de lo alto es la que permite ser testigos, testigos primero de la unidad en Jesús. Y es también la fuerza de la universalidad, pues anima a seguir el camino de Jesucristo. Este es el impulso que anima a ser mensajeros de la Palabra de la Vida cerca o lejos, por todos lados.