/ viernes 4 de diciembre de 2020

La más extraña virtud

El gran poeta Charles Péguy, maestro de espiritualidad, nos ha ofrecido obras formidables, nos anima e inquita con la tremenda obra “las tres virtudes”, la cual es una verdadera osadía.

En ella afirma, desde los labios de Dios mismo: “Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña, me extraña hasta a Mí mismo, esto sí que es algo verdaderamente extraño”. Y es que, analizando con frialdad las cosas, la esperanza, como dirá el mismo poeta, “parece cosita de nada, es una pequeña niña”.

Sin embargo, la paradoja estriba en que, siendo tan pequeña y aparentemente endeble, ella hace posibles grandes cosas, cosas verdaderamente formidables, con su debilidad anima a los familiares de quien se encuentra enfermo con el vivo anhelo de que las cosas vengan a mejor. Con su presencia nimia y temblorosa nos lleva al descanso y nos permite abrigar el deseo de que el mañana será mejor. Siendo ella tan pequeña y endeble, nos fortalece con el deseo que siempre el bien triunfará sobre el mal. Enciende en nosotros la llama de que ni la muerte tiene la última palabra. Como dirá el poeta: “Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia”.

Estos tiempos corren el peligro de pasar como la mayor de todas las mentiras, al envolvernos entre luces y estampas una esperanza incierta. Cuando la verdad es que estamos en los tiempos de los sueños, de la esperanza, en los tiempos de la utopía. Ahora más que nunca es cuando necesitamos soñar. Necesitamos cobijar las ilusiones del bien y la bondad, de la belleza y la verdad. De tal manera que sea “preciso que sea mi gracia y la fuerza de mi gracia para que esta pequeña esperanza, vacilante ante el soplo del pecado, temblorosa ante los vientos, agonizante al menor soplo, siga estando viva, se mantenga tan fiel, tan en pie, tan invencible y pura e inmortal e imposible de apagar como la pequeña llama del santuario que arde eternamente en la lámpara fiel”.

Es tarea de todos conseguir que esta llama temblorosa siga atravesando el espesor de los mundos y el espesor de los tiempos, hasta que se vuela -la esperanza- una llama imposible de dominar, imposible de apagar al soplo de la muerte. Esa es la necesidad que notamos con urgencia cada mañana al sintonizar el noticiero, cada día al leer el periódico. Esa es la ausencia que envejece los rostros de tantos de nuestros hermanos.

El gran poeta Charles Péguy, maestro de espiritualidad, nos ha ofrecido obras formidables, nos anima e inquita con la tremenda obra “las tres virtudes”, la cual es una verdadera osadía.

En ella afirma, desde los labios de Dios mismo: “Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña, me extraña hasta a Mí mismo, esto sí que es algo verdaderamente extraño”. Y es que, analizando con frialdad las cosas, la esperanza, como dirá el mismo poeta, “parece cosita de nada, es una pequeña niña”.

Sin embargo, la paradoja estriba en que, siendo tan pequeña y aparentemente endeble, ella hace posibles grandes cosas, cosas verdaderamente formidables, con su debilidad anima a los familiares de quien se encuentra enfermo con el vivo anhelo de que las cosas vengan a mejor. Con su presencia nimia y temblorosa nos lleva al descanso y nos permite abrigar el deseo de que el mañana será mejor. Siendo ella tan pequeña y endeble, nos fortalece con el deseo que siempre el bien triunfará sobre el mal. Enciende en nosotros la llama de que ni la muerte tiene la última palabra. Como dirá el poeta: “Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia”.

Estos tiempos corren el peligro de pasar como la mayor de todas las mentiras, al envolvernos entre luces y estampas una esperanza incierta. Cuando la verdad es que estamos en los tiempos de los sueños, de la esperanza, en los tiempos de la utopía. Ahora más que nunca es cuando necesitamos soñar. Necesitamos cobijar las ilusiones del bien y la bondad, de la belleza y la verdad. De tal manera que sea “preciso que sea mi gracia y la fuerza de mi gracia para que esta pequeña esperanza, vacilante ante el soplo del pecado, temblorosa ante los vientos, agonizante al menor soplo, siga estando viva, se mantenga tan fiel, tan en pie, tan invencible y pura e inmortal e imposible de apagar como la pequeña llama del santuario que arde eternamente en la lámpara fiel”.

Es tarea de todos conseguir que esta llama temblorosa siga atravesando el espesor de los mundos y el espesor de los tiempos, hasta que se vuela -la esperanza- una llama imposible de dominar, imposible de apagar al soplo de la muerte. Esa es la necesidad que notamos con urgencia cada mañana al sintonizar el noticiero, cada día al leer el periódico. Esa es la ausencia que envejece los rostros de tantos de nuestros hermanos.