/ martes 19 de octubre de 2021

La política hace rugir sus sirenas

Estimado lector, a todos parece divertirnos lo privado cuando se hace público. Qué gran placer éste de reírnos o indignarnos (real o aparentemente) de lo que se dice en tal conversación, del lenguaje de los interlocutores, del tremendo cinismo (entre más mejor), de la insólita revelación.

Hannah Arendt, en un artículo para la revista The New Yorker publicado en Truth and Politics, escribía sobre la relación del poder político con la verdad. La política, escribe Arendt, siempre ha estado en malos términos con la verdad. La verdad es coercitiva, definitiva: escapa al acuerdo, a la disputa, a la opinión, la persuasión, la disuasión.

La verdad, en tanto que es inamovible limita el poder, cancela opiniones, tiene una fuerza que no puede ser monopolizada. Las opiniones en cambio, pueden ser debatidas, rechazadas o aceptadas. Las opiniones plantea Arendt en cambio, están en constante flujo, son cambiantes y son representativas, pues idealmente se conforman cuando se razona un asunto determinado desde distintos puntos de vista, representando en nuestra mente las opiniones y sentimientos de los otros.

La verdad se esconde tras la máscara de la apariencia, esto decía un filósofo alemán el siglo pasado. La sabiduría consiste en descubrir la verdad oculta en las apariencias de la existencia.

Les comentaba como tantas otras veces, la acción y la reacción política trazan y borran el horizonte, haciendo de la política pendular la expresión de la imposibilidad nacional.

Entre la acción y la reacción, el país sigue donde por años ha estado: la fatiga sexenal, el desacuerdo nacional y la política mediocre que, como traza, borra adrede o sin querer el horizonte nacional, mostrando incapacidad y ahondando el desencuentro.

Una y otra vez, la clase política y sus adherencias han coloreado el paraíso en el lienzo del infierno sobre el bastidor del reiterado fracaso nacional.

Los iluminados del ayer critican a los iluminados del hoy, absurdamente, ninguno arroja luz sobre el porvenir.

Conjugar ese tiempo, el futuro, les aterra por miedo a lo desconocido o mejor dicho, por temor a perder la clientela seducida con esmero o lo conseguido en la política cupopular o popular. En esa lógica, con la frente en alto ¡ah! cómo les gusta la frasecita, nunca miran hacia adelante, sino hacia atrás en busca del pasado añorado, reciente o remoto, dando retroceso por progreso, con quien da gato por liebre.

Así, en su turno y oportunidad, más apagados que iluminados, unos y otros se lanzan al mar de la política con chaleco salvavidas, sin quitar la vista de la orilla y ubicando algún puerto de abrigo que, por lo general, es fácil de encontrar en alguna justificación elaborada a la medida. No lo llama navegar sino flotar, aun cuando se crean viejos lobos de mar.

Ni por error se les ocurre fijar rumbo de común acuerdo, mucho menos remar de conjunto al mismo ritmo. A fin de cuentas, dejan a la corriente, la resaca o el azar deparar el próximo destino que siempre resulta ser el mismo: el punto original de partida, hogar de la frustración sexenal.

Lo paradójico es que, pese a sus supuestas diferencias, la acción y la reacción usan la misma tarjeta al ofrecer sus servicios.

A su modo y estilo, con lenguaje sofisticado o llano, cada uno presume estar resuelto a sanear a México, modernizarlo, cambiarlo, moverlo o transformar y, así, por los sexenios de los sexenios como quien dice, por los siglos de los siglos, el país queda igual o peor, dando tumbos sin parar.

Y, eso sí, al momento de justificar por qué no se satisfizo la expectativa generada, vuelven a coincidir: por la culpa del contrario, la falta de condiciones o el entorno adverso, echando mano de un juego de espejos que anule el reflejo del propio error. Algunos de ellos van más lejos.

Aderezan la justificación con los más insólitos argumentos: porque pesa más la tradición que la modernidad, por el error de diciembre, por retirar los alfileres de la economía, por no quitarle el freno al cambio, por la incomprensión de lo hecho, porque no fuera a suceder algo y a veces es mejor que no pase nada, por los moches, por la casa blanca, por la confusión entre derechos y privilegios, por aplicar la ley sin impartir justicia, porque el conservadurismo echó a volar los zopilotes, por la corrupción que ha hecho metástasis en el sistema.

Estimado lector, a todos parece divertirnos lo privado cuando se hace público. Qué gran placer éste de reírnos o indignarnos (real o aparentemente) de lo que se dice en tal conversación, del lenguaje de los interlocutores, del tremendo cinismo (entre más mejor), de la insólita revelación.

Hannah Arendt, en un artículo para la revista The New Yorker publicado en Truth and Politics, escribía sobre la relación del poder político con la verdad. La política, escribe Arendt, siempre ha estado en malos términos con la verdad. La verdad es coercitiva, definitiva: escapa al acuerdo, a la disputa, a la opinión, la persuasión, la disuasión.

La verdad, en tanto que es inamovible limita el poder, cancela opiniones, tiene una fuerza que no puede ser monopolizada. Las opiniones en cambio, pueden ser debatidas, rechazadas o aceptadas. Las opiniones plantea Arendt en cambio, están en constante flujo, son cambiantes y son representativas, pues idealmente se conforman cuando se razona un asunto determinado desde distintos puntos de vista, representando en nuestra mente las opiniones y sentimientos de los otros.

La verdad se esconde tras la máscara de la apariencia, esto decía un filósofo alemán el siglo pasado. La sabiduría consiste en descubrir la verdad oculta en las apariencias de la existencia.

Les comentaba como tantas otras veces, la acción y la reacción política trazan y borran el horizonte, haciendo de la política pendular la expresión de la imposibilidad nacional.

Entre la acción y la reacción, el país sigue donde por años ha estado: la fatiga sexenal, el desacuerdo nacional y la política mediocre que, como traza, borra adrede o sin querer el horizonte nacional, mostrando incapacidad y ahondando el desencuentro.

Una y otra vez, la clase política y sus adherencias han coloreado el paraíso en el lienzo del infierno sobre el bastidor del reiterado fracaso nacional.

Los iluminados del ayer critican a los iluminados del hoy, absurdamente, ninguno arroja luz sobre el porvenir.

Conjugar ese tiempo, el futuro, les aterra por miedo a lo desconocido o mejor dicho, por temor a perder la clientela seducida con esmero o lo conseguido en la política cupopular o popular. En esa lógica, con la frente en alto ¡ah! cómo les gusta la frasecita, nunca miran hacia adelante, sino hacia atrás en busca del pasado añorado, reciente o remoto, dando retroceso por progreso, con quien da gato por liebre.

Así, en su turno y oportunidad, más apagados que iluminados, unos y otros se lanzan al mar de la política con chaleco salvavidas, sin quitar la vista de la orilla y ubicando algún puerto de abrigo que, por lo general, es fácil de encontrar en alguna justificación elaborada a la medida. No lo llama navegar sino flotar, aun cuando se crean viejos lobos de mar.

Ni por error se les ocurre fijar rumbo de común acuerdo, mucho menos remar de conjunto al mismo ritmo. A fin de cuentas, dejan a la corriente, la resaca o el azar deparar el próximo destino que siempre resulta ser el mismo: el punto original de partida, hogar de la frustración sexenal.

Lo paradójico es que, pese a sus supuestas diferencias, la acción y la reacción usan la misma tarjeta al ofrecer sus servicios.

A su modo y estilo, con lenguaje sofisticado o llano, cada uno presume estar resuelto a sanear a México, modernizarlo, cambiarlo, moverlo o transformar y, así, por los sexenios de los sexenios como quien dice, por los siglos de los siglos, el país queda igual o peor, dando tumbos sin parar.

Y, eso sí, al momento de justificar por qué no se satisfizo la expectativa generada, vuelven a coincidir: por la culpa del contrario, la falta de condiciones o el entorno adverso, echando mano de un juego de espejos que anule el reflejo del propio error. Algunos de ellos van más lejos.

Aderezan la justificación con los más insólitos argumentos: porque pesa más la tradición que la modernidad, por el error de diciembre, por retirar los alfileres de la economía, por no quitarle el freno al cambio, por la incomprensión de lo hecho, porque no fuera a suceder algo y a veces es mejor que no pase nada, por los moches, por la casa blanca, por la confusión entre derechos y privilegios, por aplicar la ley sin impartir justicia, porque el conservadurismo echó a volar los zopilotes, por la corrupción que ha hecho metástasis en el sistema.