/ martes 19 de diciembre de 2017

La verdad sospechosa y el tiempo político

Lo dijimos en este espacio y volvemos a insistir en el tema hace 11 años que las Fuerzas Armadas de nuestro país comenzaron a realizar tareas relacionadas con la seguridad pública, una obligación reservada a cuerpos civiles en todos los regímenes democráticos.

El 11 de diciembre de 2006, a diez días de haber comenzado su mandato como presidente, Felipe Calderón ordenó el despliegue de los primeros batallones del Ejército a Michoacán para combatir al crimen organizado. Inició así nuestra guerra y la renuncia a un modelo de seguridad para los ciudadanos, en manos de instituciones civiles.

Los costos han sido innumerables. No hay duda del respeto que el pueblo mexicano le profesa al Ejército y la Marina no sólo por la ayuda humanitaria que suelen prestar cada vez que se necesita, sino porque son los únicos que han logrado generar y/o mantener cierta paz en muchas comunidades a lo largo y ancho del país y también porque son los que mejor han resistido el poder corruptor del crimen organizado.

Es verdad que no fueron los militares los que pidieron salir a las calles ni los que quieren permanecer en ellas. Tampoco son los responsables de la ineptitud y corrupción en muchas autoridades civiles, sobre todo a nivel local, que durante décadas no hicieron un buen trabajo en la formación de policías profesionales y confiables, lo que generó un persistente clima de inseguridad y violencia, así como impacto negativo en el desarrollo, la competitividad, la cohesión social y, sobre todo la pérdida de incontables vidas tanto civiles como de los propios miembros de las Fuerzas Armadas. Cientos de miles de personas han sido asesinadas, el número de desaparecidos crece día con día, miles de familias han sido desplazadas de sus hogares, cientos de ciudadanos hoy dedican sus días y noches a la búsqueda de sus familiares desaparecidos. Los grupos de la delincuencia organizada son hoy más numerosos, más violentos y más poderosos; nuestros policías e instituciones de justicia son menos eficaces y más débiles.

Ante el fracaso de las autoridades civiles, se pide al Ejército que asuma cada vez más tareas de seguridad pública, a pesar de no contar con entrenamiento para ello ni estar constitucionalmente facultado para realizarlas.

Hoy más de 52 mil soldados son desplegados anualmente a lo largo del país para contener la violencia que sigue creciendo.

A nuestros soldados y marinos se les dijo que su lucha contra los criminales sería temporal, que el Estado mexicano pondría todas sus capacidades en la tarea de definir un modelo policial, cuya implementación contaría con recursos económicos y humanos suficientes para que pudieran regresar a los cuarteles, lo mismo se les dijo a los organismos internacionales de derechos humanos que han señalado una y otra vez la necesidad de normalizar la situación.

Sin embargo, fracasamos, y la máxima expresión de la aceptación del Estado mexicano de que ni siquiera está a la vista el momento en que contemos con suficientes policías capaces de hacer su trabajo es la Ley de Seguridad Interior, una ley que busca normar lo irregular y cuyo mensaje es que nos rendimos porque en vez de avanzar en la legislación que establezca un nuevo modelo policial, apostamos por la permanencia del Ejército en las calles.

A 11 años de iniciada la guerra, tenemos un país más violento, menos transparente, con instituciones civiles más débiles y una intervención militar que, lejos de ser una excepción, se ha convertido en el corazón del modelo de seguridad.

Lo dijimos en este espacio y volvemos a insistir en el tema hace 11 años que las Fuerzas Armadas de nuestro país comenzaron a realizar tareas relacionadas con la seguridad pública, una obligación reservada a cuerpos civiles en todos los regímenes democráticos.

El 11 de diciembre de 2006, a diez días de haber comenzado su mandato como presidente, Felipe Calderón ordenó el despliegue de los primeros batallones del Ejército a Michoacán para combatir al crimen organizado. Inició así nuestra guerra y la renuncia a un modelo de seguridad para los ciudadanos, en manos de instituciones civiles.

Los costos han sido innumerables. No hay duda del respeto que el pueblo mexicano le profesa al Ejército y la Marina no sólo por la ayuda humanitaria que suelen prestar cada vez que se necesita, sino porque son los únicos que han logrado generar y/o mantener cierta paz en muchas comunidades a lo largo y ancho del país y también porque son los que mejor han resistido el poder corruptor del crimen organizado.

Es verdad que no fueron los militares los que pidieron salir a las calles ni los que quieren permanecer en ellas. Tampoco son los responsables de la ineptitud y corrupción en muchas autoridades civiles, sobre todo a nivel local, que durante décadas no hicieron un buen trabajo en la formación de policías profesionales y confiables, lo que generó un persistente clima de inseguridad y violencia, así como impacto negativo en el desarrollo, la competitividad, la cohesión social y, sobre todo la pérdida de incontables vidas tanto civiles como de los propios miembros de las Fuerzas Armadas. Cientos de miles de personas han sido asesinadas, el número de desaparecidos crece día con día, miles de familias han sido desplazadas de sus hogares, cientos de ciudadanos hoy dedican sus días y noches a la búsqueda de sus familiares desaparecidos. Los grupos de la delincuencia organizada son hoy más numerosos, más violentos y más poderosos; nuestros policías e instituciones de justicia son menos eficaces y más débiles.

Ante el fracaso de las autoridades civiles, se pide al Ejército que asuma cada vez más tareas de seguridad pública, a pesar de no contar con entrenamiento para ello ni estar constitucionalmente facultado para realizarlas.

Hoy más de 52 mil soldados son desplegados anualmente a lo largo del país para contener la violencia que sigue creciendo.

A nuestros soldados y marinos se les dijo que su lucha contra los criminales sería temporal, que el Estado mexicano pondría todas sus capacidades en la tarea de definir un modelo policial, cuya implementación contaría con recursos económicos y humanos suficientes para que pudieran regresar a los cuarteles, lo mismo se les dijo a los organismos internacionales de derechos humanos que han señalado una y otra vez la necesidad de normalizar la situación.

Sin embargo, fracasamos, y la máxima expresión de la aceptación del Estado mexicano de que ni siquiera está a la vista el momento en que contemos con suficientes policías capaces de hacer su trabajo es la Ley de Seguridad Interior, una ley que busca normar lo irregular y cuyo mensaje es que nos rendimos porque en vez de avanzar en la legislación que establezca un nuevo modelo policial, apostamos por la permanencia del Ejército en las calles.

A 11 años de iniciada la guerra, tenemos un país más violento, menos transparente, con instituciones civiles más débiles y una intervención militar que, lejos de ser una excepción, se ha convertido en el corazón del modelo de seguridad.