Hace unos días desde los medios de comunicación saltó una terrible nota sobre el abuso sistemático del que fue víctima una adulta mayor en Francia. El caso, monstruoso en sí mismo, escandalizó por la crudeza con la que 72 hombres, con apoyo y anuencia del esposo de la mujer, la vejaron mientras ella se encontraba en estado comatoso como resultado de una fuerte medicación que cada noche ingería puntualmente sin ni siquiera percatarse. Este ultraje era constante y duró casi una década.
No aludiré a los detalles del caso. Están por todas partes. Quiero concentrarme en dos aspectos muy crudos que ha desencadenado el juicio que precisamente inició la primera semana de septiembre: la postura de Gisèle Pélicot, quien ha acusado formalmente a sus agresores, incluido su propio esposo; y, por otro lado, los argumentos de los hombres que están siendo enjuiciados.
Al inicio fue muy difícil de entender que ella autorizara que el juicio fuera abierto a todo público, con acceso de la prensa, la cual cuenta con permiso para fotografiarla y grabarla mientras ingresa o abandona el recinto en donde se lleva a cabo el proceso.
De igual manera, los medios están autorizados por Gisèle, en concordancia con la legislación francesa, a difundir su imagen y testimonio en el momento en que ella sube al estrado. Por si fuera poco, presenciará cada una de las intervenciones de sus agresores en el juicio y escuchará los detalles de los actos cometidos contra ella. Observará también las fotos y videos que evidencian los ataques, los cuales fueron tomados por quien fue su esposo durante 50 años.
¿Por qué exhibir su persona de esa manera? ¿Acaso va a soportar el horror que saldrá de las imágenes y de los labios de 51 hombres que se ha logrado llevar a juicio? Al menos públicamente, ella y su abogado han declarado que la vergüenza por lo ocurrido debe de cambiar de bando: deben sufrirla sus agresores, no ella. Desde luego, este es uno de los primeros pasos que hay que dar para mirarse a sí misma como una sobreviviente y no como una víctima.
Ha expresado a los medios de comunicación y a la gente que no deja de observarla y observar lo ocurrido, su deseo de crear conciencia para que casos como este no se repitan. “Lo hago en nombre de todas esas mujeres que quizás nunca serán reconocidas como víctimas”.
De los 72 agresores sexuales, sólo 51 de ellos han sido llevados a juicio y, de estos, 33 están llevando el proceso en libertad. Cuando se presentan al juicio público tapan sus rostros para que nadie los vea. Utilizan desde cubrebocas hasta la estrategia de hundir su rostro en sus camisas.
En lo que coinciden todos ellos es en el cinismo de justificar sus actos: argumentan que pensaban que el matrimonio Pélicot actuaba de común acuerdo y que ella fingía estar inconsciente. En fin, siempre habrá una “justificación” para aquello que se considera “normal” o “excitante”.
Aún más monstruoso es lo dicho por aquellos hombres que fueron contactados por el señor Dominique Pélicot y que no aceptaron la propuesta de abusar de su esposa: no consideraron siquiera la posibilidad de denunciar los hechos. ¿Por qué no lo hicieron? Tal vez pensaron que no era su asunto o que no era motivo de denuncia. Nuevamente nos encontramos con la normalización de la violencia sexual que raya en complicidad
El abuso se hubiera perpetuado si no hubiera sido porque el señor Pélicot fue descubierto y denunciado por grabar por debajo de las faldas de las clientas de un supermercado. De inmediato, la situación escaló hasta destapar la agresión sexual a su esposa.
Pareciera que el horror de este caso se escucha muy lejos, en otro continente, pero está más cerca de lo que nos gustaría aceptar. Lo peor que podemos hacer es convertirnos en cómplices al justificar a toda costa a los agresores y culpabilizar a las víctimas cuando dudamos de su palabra o damos por hecho que mienten.
En todo caso, la lección que nos deja Gisèle es la oportunidad de observar a sobrevivientes en donde se espera ver a víctimas.
*Coordinadora del Observatorio Universitario de Violencias contra las Mujeres. Universidad Veracruzana