/ viernes 31 de agosto de 2018

Leleco

Me había prometido no aceptar un gato más en la casa. Los últimos dos, como aquí dejé constancia, habían sufrido envenenamiento a manos de vecinos que odian a los gatos. El último de ellos, amarillo con rayas blancas y ojos color miel, murió en mis manos. Sufrí como pocas veces la ausencia de un amigo que por las tardes me acompañaba a comer en la cocina, en la soledad del hogar porque mis hijos se hallaban en la escuela. Desde aquel entonces hasta ahora tuve que hacerme el fuerte para no recordarlo. Jamás pensé llegar a querer tanto a los gatos y sufrir con su muerte injusta. Hace unas semanas, justo antes de iniciar las vacaciones de verano, llegué a mi casa. Vacía. En silencio. A lo lejos alcancé a escuchar las risas de mis hijos en el patio y maullidos que me hicieron recordar al último de los gatos. Estaba allí. Negro por completo y con ojos color naranja. Un puma oscuro en miniatura que al verme se abalanzó hacia mí como si me conociera. Mi primera reacción fue de enojo porque habíamos roto la promesa de no tener más gatos. Pero conforme pasaron los minutos y ante el retozar del animal corriendo tras Josué entendí que su presencia nos ayudaba a todos.

Como pude lo cargué y clavé la mirada en la profundidad de sus ojos. Sus maullidos eran música para mis oídos. Pero más aún la alegría que causaba en mis hijos. Estaba flaco y sin comer. Se lo habían regalado a Josué unas horas antes. Acomodaron una caja de zapatos. Le acercaron leche y croquetas y lo recibieron en familia. Con el pasar de los días. Ya repuesto. Lo nombraron Leleco. Nombre imaginario que se le ocurrió a Mario. Las primeras veces le cambiamos las croquetas porque le ablandaban el estómago. El lector entenderá. Poco a poco se fue acostumbrando a su nuevo hogar. Todos los días, mis hijos conviven con el gato. Ha sido bálsamo ante la rutina diaria, el estrés de la escuela, las carencias cotidianas, el ir y venir de un lado a otro. Por las noches, Leleco maúlla cuando escucha el sonido de las llaves cuando llegamos. Corre hacia nosotros y nos da una o dos vueltas en las piernas. Leleco ha traído felicidad a nuestro hogar. Lo cuidamos y lo queremos mucho.

Antes de dormir, Josué supervisa que tenga comida y agua. Lo acaricia. Lo coloca entre sus piernas mientras ve el televisor. El gato, como si entendiera, pone atención a la pantalla. Se funden los dos en uno sólo. El niño y el gato. El gato y el niño. Sólo ellos entienden su lenguaje. Se contemplan. Se abrazan. Se hablan. Mario y Josué comparten sus cuidados. Se pelean por acariciarlo y por cargarlo. El gato se deja querer. Cierra los ojos y se duerme por segundos en sus brazos. Ha subido de peso. Cada día come más. A veces, entre juego y juego, hinca sus garras en ellos. Es uno más de nosotros. Nos ha traído paz. Justo ayer, nos sorprendió a todos. Entre maullido y maullido, parecía hablar. Nos miraba fijamente mientras balbuceaba algunas cosas. Al principio nos asustamos, pero después entendimos que era su manera de agradecer que viva en nuestra casa.


POSDATA:


Y ya que hablamos de animales, imperdonable la muerte de 300 tortugas golfinas en Oaxaca. De acuerdo con la información, los ejemplares habrían quedado atrapadas en unas redes de pescadores ilegales. Estuvieron así durante varios días hasta que fallecieron. Ojalá que las autoridades hagan justicia e investiguen quién o quiénes fueron los responsables. Ni hablar, el hombre sigue siendo el depredador más letal de los seres vivos. Terrible caso.



mariodanielbadillo@hotmail.com


Me había prometido no aceptar un gato más en la casa. Los últimos dos, como aquí dejé constancia, habían sufrido envenenamiento a manos de vecinos que odian a los gatos. El último de ellos, amarillo con rayas blancas y ojos color miel, murió en mis manos. Sufrí como pocas veces la ausencia de un amigo que por las tardes me acompañaba a comer en la cocina, en la soledad del hogar porque mis hijos se hallaban en la escuela. Desde aquel entonces hasta ahora tuve que hacerme el fuerte para no recordarlo. Jamás pensé llegar a querer tanto a los gatos y sufrir con su muerte injusta. Hace unas semanas, justo antes de iniciar las vacaciones de verano, llegué a mi casa. Vacía. En silencio. A lo lejos alcancé a escuchar las risas de mis hijos en el patio y maullidos que me hicieron recordar al último de los gatos. Estaba allí. Negro por completo y con ojos color naranja. Un puma oscuro en miniatura que al verme se abalanzó hacia mí como si me conociera. Mi primera reacción fue de enojo porque habíamos roto la promesa de no tener más gatos. Pero conforme pasaron los minutos y ante el retozar del animal corriendo tras Josué entendí que su presencia nos ayudaba a todos.

Como pude lo cargué y clavé la mirada en la profundidad de sus ojos. Sus maullidos eran música para mis oídos. Pero más aún la alegría que causaba en mis hijos. Estaba flaco y sin comer. Se lo habían regalado a Josué unas horas antes. Acomodaron una caja de zapatos. Le acercaron leche y croquetas y lo recibieron en familia. Con el pasar de los días. Ya repuesto. Lo nombraron Leleco. Nombre imaginario que se le ocurrió a Mario. Las primeras veces le cambiamos las croquetas porque le ablandaban el estómago. El lector entenderá. Poco a poco se fue acostumbrando a su nuevo hogar. Todos los días, mis hijos conviven con el gato. Ha sido bálsamo ante la rutina diaria, el estrés de la escuela, las carencias cotidianas, el ir y venir de un lado a otro. Por las noches, Leleco maúlla cuando escucha el sonido de las llaves cuando llegamos. Corre hacia nosotros y nos da una o dos vueltas en las piernas. Leleco ha traído felicidad a nuestro hogar. Lo cuidamos y lo queremos mucho.

Antes de dormir, Josué supervisa que tenga comida y agua. Lo acaricia. Lo coloca entre sus piernas mientras ve el televisor. El gato, como si entendiera, pone atención a la pantalla. Se funden los dos en uno sólo. El niño y el gato. El gato y el niño. Sólo ellos entienden su lenguaje. Se contemplan. Se abrazan. Se hablan. Mario y Josué comparten sus cuidados. Se pelean por acariciarlo y por cargarlo. El gato se deja querer. Cierra los ojos y se duerme por segundos en sus brazos. Ha subido de peso. Cada día come más. A veces, entre juego y juego, hinca sus garras en ellos. Es uno más de nosotros. Nos ha traído paz. Justo ayer, nos sorprendió a todos. Entre maullido y maullido, parecía hablar. Nos miraba fijamente mientras balbuceaba algunas cosas. Al principio nos asustamos, pero después entendimos que era su manera de agradecer que viva en nuestra casa.


POSDATA:


Y ya que hablamos de animales, imperdonable la muerte de 300 tortugas golfinas en Oaxaca. De acuerdo con la información, los ejemplares habrían quedado atrapadas en unas redes de pescadores ilegales. Estuvieron así durante varios días hasta que fallecieron. Ojalá que las autoridades hagan justicia e investiguen quién o quiénes fueron los responsables. Ni hablar, el hombre sigue siendo el depredador más letal de los seres vivos. Terrible caso.



mariodanielbadillo@hotmail.com


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