/ domingo 23 de agosto de 2020

Llenos de esperanza

Podemos enunciar un sinfín de consecuencias penosas que, como daños colaterales, ha dejado a su paso la pandemia del coronavirus; de algunas lograremos restablecernos pronto, otras nos llevarán más tiempo y, por desgracia, de algunas más no conseguiremos restablecernos nunca: sin remedio tendremos que aprender a vivir así.

Pero, aún estamos a tiempo de impedir que esto siga cobrando más víctimas. Estamos en el tiempo perfecto y la ocasión sin precedentes de salvaguardar una de las cualidades más valiosas que poseemos los seres humanos, esa con la que seguramente podremos poner a salvo muchos de nuestros más preciados baluartes, incluso nuestra propia vida.

Todos los escenarios que ha configurado el coronavirus han golpeado letalmente la sensibilidad. La sensibilidad propia y colectiva está en riesgo por las penosas tragedias y los siniestros escenarios que se han ido descubriendo. Y es que es casi imposible descubrir la belleza de la vida en todas sus multiformes expresiones en un contexto plagado de muertes. La vergonzosa lectura diaria de la lista negra que lo único que hace es ponernos a la defensiva, activa el instinto natural de salvaguarda que nos hace perder del horizonte la vida, de los demás y de las bellezas con las que la naturaleza nos sorprende.

Aún podemos reponernos de ese golpe mortal y gustar de la vida que tenemos. Si no nos atrevemos a rescatar la sensibilidad pereceremos sin remedio. Podremos conservar la vida, pero andaremos por el mundo errantes, a escala de grises, con el olfato y gusto colapsados y sin reconocer la hermosura de todo lo que hay a nuestro alrededor.

Estos tiempos que nos están tocando vivir son una denuncia que nos pone en alerta para decidirnos a construir nuestra casa, o a redificarla sobre la roca firme del sentir y del gustar, del saborear a fondo lo que somos y tenemos; las abundantes bendiciones con las que somos distinguidos. De nada serviría volver a la normalidad, regresar a clases, abrir los establecimientos que estuvieron cerrados por meses, visitar a los familiares que no habíamos visitado…, si no regresamos distintos, con una agudeza que nos permita sentir y pensar en forma diferente.

Descubriendo el don formidable de la vida que tenemos y su irreparable fugacidad. El valor y la gran importancia que tienen los que están a nuestro lado, la belleza de todo cuanto existe. No podemos volver petrificados e indoloros. La circunstancia nos exige volver llenos de esperanza.

Podemos enunciar un sinfín de consecuencias penosas que, como daños colaterales, ha dejado a su paso la pandemia del coronavirus; de algunas lograremos restablecernos pronto, otras nos llevarán más tiempo y, por desgracia, de algunas más no conseguiremos restablecernos nunca: sin remedio tendremos que aprender a vivir así.

Pero, aún estamos a tiempo de impedir que esto siga cobrando más víctimas. Estamos en el tiempo perfecto y la ocasión sin precedentes de salvaguardar una de las cualidades más valiosas que poseemos los seres humanos, esa con la que seguramente podremos poner a salvo muchos de nuestros más preciados baluartes, incluso nuestra propia vida.

Todos los escenarios que ha configurado el coronavirus han golpeado letalmente la sensibilidad. La sensibilidad propia y colectiva está en riesgo por las penosas tragedias y los siniestros escenarios que se han ido descubriendo. Y es que es casi imposible descubrir la belleza de la vida en todas sus multiformes expresiones en un contexto plagado de muertes. La vergonzosa lectura diaria de la lista negra que lo único que hace es ponernos a la defensiva, activa el instinto natural de salvaguarda que nos hace perder del horizonte la vida, de los demás y de las bellezas con las que la naturaleza nos sorprende.

Aún podemos reponernos de ese golpe mortal y gustar de la vida que tenemos. Si no nos atrevemos a rescatar la sensibilidad pereceremos sin remedio. Podremos conservar la vida, pero andaremos por el mundo errantes, a escala de grises, con el olfato y gusto colapsados y sin reconocer la hermosura de todo lo que hay a nuestro alrededor.

Estos tiempos que nos están tocando vivir son una denuncia que nos pone en alerta para decidirnos a construir nuestra casa, o a redificarla sobre la roca firme del sentir y del gustar, del saborear a fondo lo que somos y tenemos; las abundantes bendiciones con las que somos distinguidos. De nada serviría volver a la normalidad, regresar a clases, abrir los establecimientos que estuvieron cerrados por meses, visitar a los familiares que no habíamos visitado…, si no regresamos distintos, con una agudeza que nos permita sentir y pensar en forma diferente.

Descubriendo el don formidable de la vida que tenemos y su irreparable fugacidad. El valor y la gran importancia que tienen los que están a nuestro lado, la belleza de todo cuanto existe. No podemos volver petrificados e indoloros. La circunstancia nos exige volver llenos de esperanza.