/ miércoles 2 de diciembre de 2020

Populismo y transformación

La indignación tiene un enorme poder, porque es una inequívoca señal de que se ha traspasado la zona de confort y de la indiferencia.

Si indignación es un sentimiento de intenso enfado o disgusto que provoca algo o alguien que se considera injusto, ofensivo o perjudicial, entonces empezará a haber consecuencias.

La indignación rompe con la indiferencia y lleva la acción. Reencuentra a los ciudadanos y los empodera porque se unen en propósitos comunes.

La indignación es una poderosa llave que abre puertas a la acción y también a perder los miedos para participar y exigir. Provoca respuestas inesperadas e incluso inéditas.

Las redes sociales son una herramienta poderosa que fortalece el poder de la indignación.

El poder de la indignación puede significar la gran esperanza y posibilidad para empezar a transformar aquello que ha provocado tanto enojo y para reconocer que cada ciudadano tiene un poder real.

Y aún más grave, el poder de la indignación puede terminar en consecuencias populistas, demagógicas o mesiánicas, en manos de líderes o grupos aún más autoritarios, corruptos. Y a quienes nada importa el Estado de derecho.

En nuestro país hay una indignación amplia frente a la corrupción y la pérdida o ausencia de oportunidades. Pretender no reconocerla y seguir adelante como si nada estuviera sucediendo, bien podría ser el principio de caminos más adversos, inciertos y de pérdidas de libertades. El caso es que para muchos es un anhelo, una ilusión y hasta una obsesión. Luego vienen las tempestades y hay que aguantar vientos, marejadas, sismos y tornados. Gobernar no es un grato paseo.

Hay que elegir el traje y el peinado. Sin gestos, inmutable. Voz serena, si se puede plana, sin sobresaltos.

Pese al optimismo expresado cotidianamente y, eso sí, desde muy temprano, respecto de la buena marcha de la República, expertos en diversas disciplinas son reiterativos y contundentes en señalar que las cosas no van bien y que el país se encamina a escenarios extremadamente peligrosos en el futuro inmediato.

Al panorama, de origen, ciertamente complejo se adicionan a diario temas altamente sensibles que han venido siendo sorteados de manera coyuntural, con un tratamiento mediático intenso en sus inicios, para luego diluirse, paulatinamente, hasta quedar prácticamente en el olvido.

El ascenso del populismo supone un reto importante para quienes observan los fenómenos relacionados con la gestión pública. Frente al paradigma de la preeminencia de los expertos, la técnica y las políticas públicas diseñadas con base en evidencia, los gobiernos populistas han cuestionado los mecanismos de ascenso burocrático centrados en el mérito profesional, han rechazado la técnica como base del diseño de políticas.

El populismo presenta un reto importante para el futuro de la gestión pública y sobre todo, para el paradigma reinante en el que se enfatiza la eficiencia, el establecimiento de metas claras y el monitoreo y evaluación del desempeño de las políticas y programas de gobierno. Esta forma de organizar la gestión pública requiere un alto nivel de especialización técnica.

Para los populistas, los expertos en el gobierno son intermediarios que se interponen entre los líderes políticos y el pueblo, y que los expertos en realidad defienden los intereses del grupo de las élites, ignorando los intereses del pueblo. Para lograr una verdadera equidad y justicia dice la doctrina populista, es necesario acabar con la influencia distorsionadora de esos expertos y crear vínculos directos entre el poder político y los ciudadanos. Para la retórica populista, el mérito y los conocimientos técnicos son una forma distinta de llamarle al privilegio heredado. Bajo esa visión, la preparación y el conocimiento técnico, al ser inaccesibles para el pueblo, son intrínsecamente injustos, discriminadores y elitistas: son parte de un sistema de explotación.

El reto que el populismo impone a la gestión pública es grave y existencial.

La indignación tiene un enorme poder, porque es una inequívoca señal de que se ha traspasado la zona de confort y de la indiferencia.

Si indignación es un sentimiento de intenso enfado o disgusto que provoca algo o alguien que se considera injusto, ofensivo o perjudicial, entonces empezará a haber consecuencias.

La indignación rompe con la indiferencia y lleva la acción. Reencuentra a los ciudadanos y los empodera porque se unen en propósitos comunes.

La indignación es una poderosa llave que abre puertas a la acción y también a perder los miedos para participar y exigir. Provoca respuestas inesperadas e incluso inéditas.

Las redes sociales son una herramienta poderosa que fortalece el poder de la indignación.

El poder de la indignación puede significar la gran esperanza y posibilidad para empezar a transformar aquello que ha provocado tanto enojo y para reconocer que cada ciudadano tiene un poder real.

Y aún más grave, el poder de la indignación puede terminar en consecuencias populistas, demagógicas o mesiánicas, en manos de líderes o grupos aún más autoritarios, corruptos. Y a quienes nada importa el Estado de derecho.

En nuestro país hay una indignación amplia frente a la corrupción y la pérdida o ausencia de oportunidades. Pretender no reconocerla y seguir adelante como si nada estuviera sucediendo, bien podría ser el principio de caminos más adversos, inciertos y de pérdidas de libertades. El caso es que para muchos es un anhelo, una ilusión y hasta una obsesión. Luego vienen las tempestades y hay que aguantar vientos, marejadas, sismos y tornados. Gobernar no es un grato paseo.

Hay que elegir el traje y el peinado. Sin gestos, inmutable. Voz serena, si se puede plana, sin sobresaltos.

Pese al optimismo expresado cotidianamente y, eso sí, desde muy temprano, respecto de la buena marcha de la República, expertos en diversas disciplinas son reiterativos y contundentes en señalar que las cosas no van bien y que el país se encamina a escenarios extremadamente peligrosos en el futuro inmediato.

Al panorama, de origen, ciertamente complejo se adicionan a diario temas altamente sensibles que han venido siendo sorteados de manera coyuntural, con un tratamiento mediático intenso en sus inicios, para luego diluirse, paulatinamente, hasta quedar prácticamente en el olvido.

El ascenso del populismo supone un reto importante para quienes observan los fenómenos relacionados con la gestión pública. Frente al paradigma de la preeminencia de los expertos, la técnica y las políticas públicas diseñadas con base en evidencia, los gobiernos populistas han cuestionado los mecanismos de ascenso burocrático centrados en el mérito profesional, han rechazado la técnica como base del diseño de políticas.

El populismo presenta un reto importante para el futuro de la gestión pública y sobre todo, para el paradigma reinante en el que se enfatiza la eficiencia, el establecimiento de metas claras y el monitoreo y evaluación del desempeño de las políticas y programas de gobierno. Esta forma de organizar la gestión pública requiere un alto nivel de especialización técnica.

Para los populistas, los expertos en el gobierno son intermediarios que se interponen entre los líderes políticos y el pueblo, y que los expertos en realidad defienden los intereses del grupo de las élites, ignorando los intereses del pueblo. Para lograr una verdadera equidad y justicia dice la doctrina populista, es necesario acabar con la influencia distorsionadora de esos expertos y crear vínculos directos entre el poder político y los ciudadanos. Para la retórica populista, el mérito y los conocimientos técnicos son una forma distinta de llamarle al privilegio heredado. Bajo esa visión, la preparación y el conocimiento técnico, al ser inaccesibles para el pueblo, son intrínsecamente injustos, discriminadores y elitistas: son parte de un sistema de explotación.

El reto que el populismo impone a la gestión pública es grave y existencial.