/ domingo 11 de noviembre de 2018

¿Por qué no siempre se mantiene esa chispa y alegría que da la fe?

En las comunidades cristianas nos toca ver el caminar en la fe de muchos hermanos que han escuchado el llamado de Dios. Es hermoso constatar cómo Dios se va metiendo en sus vidas, lo cual los llena de gozo y fortaleza espiritual.

De hecho, se perciben más animados, entusiasmados y convencidos. Al iniciar un proceso de conversión se nota la chispa y la alegría que da la fe que poco a poco comienza a sanar, fortalecer y animar a los hermanos.

Sin embargo, el llamado de Dios nos va llevando por un camino que no siempre aceptamos y comprendemos. Quizá por eso no siempre logramos mantener esa chispa y alegría que da la fe.

También nos toca ver la otra parte: el cansancio, el desánimo y la duda en una vida de fe. Esos mismos hermanos que vimos una vez entregados y convencidos también se llegan a ver en otro momento de su vida menos alegres y motivados en la fe.

¿Por qué pasa esto? ¿Por qué no siempre se mantiene esa chispa y alegría que da la fe? Quisiera, por lo menos, comentar tres razones, reconociendo que hay otros factores que arrojan luces sobre esta problemática.

En primer lugar, hace falta decir que la fe no es fácil y es fundamental aceptarlo. Puede ser que a veces tengamos una visión simple e ingenua de la fe como si se tratara de una cosa mágica que traerá resultados inmediatos. Puede ser que por el hecho de estar con Dios esperemos que las cosas sean fáciles y se consigan automáticamente, lo cual no sucede así en una vida auténtica de fe.

Hace falta aceptar que la fe es compleja y que de hecho la mundanidad que nos arrastra a todos provoca que no entendamos y aceptemos las exigencias de la fe o que lleguemos a pensar que en estos tiempos es imposible una vida de fe como la que pide Jesús.

En segundo lugar es necesario decir que a veces se pierde la alegría y la chispa de la fe porque somos muy confiados y en ciertas ocasiones hasta ingenuos. Pensamos que una misa basta, que un rosario es suficiente y nos damos por satisfechos con una oración ocasional y una obra de caridad.

Viviendo de esta forma inmediatamente sucumbimos a las tentaciones y nos vuelve atrapar la mundanidad. Pronto caemos en la cuenta que es necesario cultivar y cuidar el don de la fe recibiendo los sacramentos, haciendo oración frecuentemente y organizando nuestra vida para que gire en torno a Dios. Pretendemos que una misa y una oración ocasional nos darán la fuerza que necesitamos para enfrentar las seducciones de este mundo y por eso sucumbimos.

No bastan las buenas intenciones y la rectitud que tengamos cuando se trata de garantizar la fidelidad a la vida cristiana en medio de un mundo que da la espalda a Dios. Nos confiamos con lo poco que hacemos y somos ingenuos al pensar que tenemos la capacidad para enfrentar cualquier tipo de adversidades.

Y, en tercer lugar, tenemos que aprender a compartir esa palabra que llegó a sanarnos, animarnos y fortalecernos. En algún momento de nuestra vida alguien nos miró con misericordia y compasión y se acercó para darnos una palabra en nombre de Dios, la cual comenzó a sanarnos, animarnos y fortalecernos. Estas personas quizá no tenían la obligación de hacerlo, pero el amor a Dios los llevó a compartirnos esa Palabra que nos mantiene en el camino del Señor.

Muchas veces reconocemos que la Palabra del Señor nos ha sanado, pero no dejamos que continúe su camino para que sane a otros que posiblemente estén como nosotros estuvimos alguna vez. Tenemos que aprender a hablar de Dios y a compartir nuestro testimonio para que el evangelio que nos ha sanado llegue a sanar, fortalecer y animar la vida de otros hermanos.

Sucede que cortamos esa corriente de gracia y no dejamos que llegue a donde está haciendo falta la palabra de Dios. Decía el beato Antonio Chevrier: «Para realizar el trabajo material, encuentro a bastante gente, pero para enseñar bien el catecismo, introducir la fe y el amor de Nuestro Señor en las almas, encuentro a muy pocos, a casi nadie».

Estamos más dispuestos a la caridad, a las donaciones y a desprendernos de nuestros bienes, pero muy poco a compartir la Palabra de Dios. Apoyamos para que se comparta el pan material, pero no para que llegue el pan de la Palabra.

Nunca ha sido fácil vivir la fe, mucho menos en los tiempos que corren. Nos toca, por eso, esforzarnos para no perder la alegría de la fe y confiar incondicionalmente en el Señor que nos concede su gracia.



En las comunidades cristianas nos toca ver el caminar en la fe de muchos hermanos que han escuchado el llamado de Dios. Es hermoso constatar cómo Dios se va metiendo en sus vidas, lo cual los llena de gozo y fortaleza espiritual.

De hecho, se perciben más animados, entusiasmados y convencidos. Al iniciar un proceso de conversión se nota la chispa y la alegría que da la fe que poco a poco comienza a sanar, fortalecer y animar a los hermanos.

Sin embargo, el llamado de Dios nos va llevando por un camino que no siempre aceptamos y comprendemos. Quizá por eso no siempre logramos mantener esa chispa y alegría que da la fe.

También nos toca ver la otra parte: el cansancio, el desánimo y la duda en una vida de fe. Esos mismos hermanos que vimos una vez entregados y convencidos también se llegan a ver en otro momento de su vida menos alegres y motivados en la fe.

¿Por qué pasa esto? ¿Por qué no siempre se mantiene esa chispa y alegría que da la fe? Quisiera, por lo menos, comentar tres razones, reconociendo que hay otros factores que arrojan luces sobre esta problemática.

En primer lugar, hace falta decir que la fe no es fácil y es fundamental aceptarlo. Puede ser que a veces tengamos una visión simple e ingenua de la fe como si se tratara de una cosa mágica que traerá resultados inmediatos. Puede ser que por el hecho de estar con Dios esperemos que las cosas sean fáciles y se consigan automáticamente, lo cual no sucede así en una vida auténtica de fe.

Hace falta aceptar que la fe es compleja y que de hecho la mundanidad que nos arrastra a todos provoca que no entendamos y aceptemos las exigencias de la fe o que lleguemos a pensar que en estos tiempos es imposible una vida de fe como la que pide Jesús.

En segundo lugar es necesario decir que a veces se pierde la alegría y la chispa de la fe porque somos muy confiados y en ciertas ocasiones hasta ingenuos. Pensamos que una misa basta, que un rosario es suficiente y nos damos por satisfechos con una oración ocasional y una obra de caridad.

Viviendo de esta forma inmediatamente sucumbimos a las tentaciones y nos vuelve atrapar la mundanidad. Pronto caemos en la cuenta que es necesario cultivar y cuidar el don de la fe recibiendo los sacramentos, haciendo oración frecuentemente y organizando nuestra vida para que gire en torno a Dios. Pretendemos que una misa y una oración ocasional nos darán la fuerza que necesitamos para enfrentar las seducciones de este mundo y por eso sucumbimos.

No bastan las buenas intenciones y la rectitud que tengamos cuando se trata de garantizar la fidelidad a la vida cristiana en medio de un mundo que da la espalda a Dios. Nos confiamos con lo poco que hacemos y somos ingenuos al pensar que tenemos la capacidad para enfrentar cualquier tipo de adversidades.

Y, en tercer lugar, tenemos que aprender a compartir esa palabra que llegó a sanarnos, animarnos y fortalecernos. En algún momento de nuestra vida alguien nos miró con misericordia y compasión y se acercó para darnos una palabra en nombre de Dios, la cual comenzó a sanarnos, animarnos y fortalecernos. Estas personas quizá no tenían la obligación de hacerlo, pero el amor a Dios los llevó a compartirnos esa Palabra que nos mantiene en el camino del Señor.

Muchas veces reconocemos que la Palabra del Señor nos ha sanado, pero no dejamos que continúe su camino para que sane a otros que posiblemente estén como nosotros estuvimos alguna vez. Tenemos que aprender a hablar de Dios y a compartir nuestro testimonio para que el evangelio que nos ha sanado llegue a sanar, fortalecer y animar la vida de otros hermanos.

Sucede que cortamos esa corriente de gracia y no dejamos que llegue a donde está haciendo falta la palabra de Dios. Decía el beato Antonio Chevrier: «Para realizar el trabajo material, encuentro a bastante gente, pero para enseñar bien el catecismo, introducir la fe y el amor de Nuestro Señor en las almas, encuentro a muy pocos, a casi nadie».

Estamos más dispuestos a la caridad, a las donaciones y a desprendernos de nuestros bienes, pero muy poco a compartir la Palabra de Dios. Apoyamos para que se comparta el pan material, pero no para que llegue el pan de la Palabra.

Nunca ha sido fácil vivir la fe, mucho menos en los tiempos que corren. Nos toca, por eso, esforzarnos para no perder la alegría de la fe y confiar incondicionalmente en el Señor que nos concede su gracia.