/ domingo 2 de diciembre de 2018

Quien no tiene verdadera esperanza vive invadido de deseos

No estoy en contra del acento afectivo y romántico que se subraya en este tiempo de adviento y Navidad. Después de venir cargando tantos problemas a lo largo del año y ante tantos pronósticos desfavorables se antoja un momento de calor y de ternura.

A estas alturas tomamos conciencia de lo difícil que ha sido este año, por lo que vamos terminando cansados y con la ilusión de involucrarnos en estas fiestas de la fe.

No estoy en contra del acento afectivo y romántico de estas fiestas religiosas de fin de año porque los niños tienen que ver y admirar la forma como la fe se hace cultura, la forma como la fe se hace arte, se hace música, se hace estética, se hace teatro, se hace encuentro y convivencia. Han visto los niños tantas cosas nocivas, mundanas y contraproducentes que no les podemos privar de esta visión sobrenatural, de esta experiencia mística, de esta expresión sagrada, de estas formas de gozo, alabanza y gratitud a Dios.

En este caso pensamos no sólo en los niños sino en todos los hermanos que no conocen a Jesús y que pueden tener una idea o una experiencia de su santísimo amor en lo que nosotros proyectamos durante este tiempo: en la alegría, la unidad, la paz, la reconciliación, el perdón y la generosidad que podamos vivir. Que en el ambiente se respire Jesús, se escuche a Jesús, se perciba a Jesús para que hombre tome conciencia que Dios siempre lo anda buscando.

De hecho en nuestros recuerdos de Navidad, cuando éramos niños, no necesariamente aparecen los sermones, las lecturas o las conferencias teológicas sobre este misterio de la fe. Salvo raras excepciones nuestros recuerdos están ligados a los villancicos, las posadas, los nacimientos, las pastorelas, las cenas, los regalos, etcétera.

Así que hay que acentuar este aspecto y dar margen a que florezcan nuestros sentimientos, nuestra fe, nuestros valores, nuestras tradiciones y todas las expresiones de paz, respeto, unidad y amor que brotan de la contemplación del nacimiento del Niño Jesús.

Sin embargo no estoy en contra del rasgo afectivo y romántico de este tiempo siempre y cuando no marginemos lo más importante, siempre y cuando sea un tiempo propicio para ejercitarse seriamente en la esperanza cristiana. Sacudirnos el cansancio, vencer la indiferencia, superar el desaliento, redescubrir a Dios, recuperar la alegría y volver a sentirnos amados depende en gran medida de la virtud de la esperanza.

Nunca ha sido fácil mantenerse en la esperanza pero constatamos que en nuestros días hay expresiones preocupantes y sistemáticas de desesperación y desesperanza. No es sólo que nos precipitamos y somos impacientes sino que se extiende el desánimo, la resignación y el vacío existencial.

Para ejercitarnos en la esperanza tenemos que reflexionar: ¿Qué es lo que esperamos?, ¿a quién esperamos? Un cristiano es aquel que espera. El ser humano, de hecho, espera, no hay ser humano que no espere ya que esperar está en nuestro ADN. La cuestión aquí es descubrir si mi esperanza es cierta y si espero los dones principales pues puede suceder que, sin darme cuenta, esté cambiando la esperanza con mayúsculas por efímeras esperanzas, por minúsculas y falsas esperanzas.

Algunos, por ejemplo, esperan la Navidad para ver si consiguen este celular, este aparato, este coche, etcétera. Cambiar la esperanza por una cosa material es prácticamente un timo. Nuestra esperanza tiene un nombre personal y se llama Jesucristo. Dios nos ha dado a Jesucristo para colmar todos los anhelos de felicidad, todas las expectativas que tenemos de plenitud. Para colmar todos estos anhelos Dios nos ha enviado a su Hijo y se llama Jesús.

Sustituir a Jesucristo por pequeñeces es como manejar con una linterna en vez de las luces propias. Eso es un autoengaño. Uno se puede hacer trampas a sí mismo. Hacer trampas a los demás está mal. Pero hacerte trampas a ti mismo además de deshonesto es cosa de tontos. Cambiar un gran tesoro que Dios quiere darte por una pequeñez es un engaño, es intentar contentar nuestro corazón con lo que no va a ser contentado. Eso es pan para hoy y hambre para mañana.

Para poder esperar verdaderamente la llegada de Jesucristo hay que tener un corazón desapegado. El que está atado a los apegos, materiales, o de otro tipo, ya no espera. Si está apegado al dinero, al amor propio, al poder, a la comodidad, entonces ya no espera porque está poseído.

Alguien dijo que quien carece de una verdadera esperanza, una esperanza trascendente, vive invadido por una multitud de deseos. Por eso estamos llamados en este tiempo de adviento a no cambiar la esperanza en mayúscula por efímeras y falsas esperanzas.


No estoy en contra del acento afectivo y romántico que se subraya en este tiempo de adviento y Navidad. Después de venir cargando tantos problemas a lo largo del año y ante tantos pronósticos desfavorables se antoja un momento de calor y de ternura.

A estas alturas tomamos conciencia de lo difícil que ha sido este año, por lo que vamos terminando cansados y con la ilusión de involucrarnos en estas fiestas de la fe.

No estoy en contra del acento afectivo y romántico de estas fiestas religiosas de fin de año porque los niños tienen que ver y admirar la forma como la fe se hace cultura, la forma como la fe se hace arte, se hace música, se hace estética, se hace teatro, se hace encuentro y convivencia. Han visto los niños tantas cosas nocivas, mundanas y contraproducentes que no les podemos privar de esta visión sobrenatural, de esta experiencia mística, de esta expresión sagrada, de estas formas de gozo, alabanza y gratitud a Dios.

En este caso pensamos no sólo en los niños sino en todos los hermanos que no conocen a Jesús y que pueden tener una idea o una experiencia de su santísimo amor en lo que nosotros proyectamos durante este tiempo: en la alegría, la unidad, la paz, la reconciliación, el perdón y la generosidad que podamos vivir. Que en el ambiente se respire Jesús, se escuche a Jesús, se perciba a Jesús para que hombre tome conciencia que Dios siempre lo anda buscando.

De hecho en nuestros recuerdos de Navidad, cuando éramos niños, no necesariamente aparecen los sermones, las lecturas o las conferencias teológicas sobre este misterio de la fe. Salvo raras excepciones nuestros recuerdos están ligados a los villancicos, las posadas, los nacimientos, las pastorelas, las cenas, los regalos, etcétera.

Así que hay que acentuar este aspecto y dar margen a que florezcan nuestros sentimientos, nuestra fe, nuestros valores, nuestras tradiciones y todas las expresiones de paz, respeto, unidad y amor que brotan de la contemplación del nacimiento del Niño Jesús.

Sin embargo no estoy en contra del rasgo afectivo y romántico de este tiempo siempre y cuando no marginemos lo más importante, siempre y cuando sea un tiempo propicio para ejercitarse seriamente en la esperanza cristiana. Sacudirnos el cansancio, vencer la indiferencia, superar el desaliento, redescubrir a Dios, recuperar la alegría y volver a sentirnos amados depende en gran medida de la virtud de la esperanza.

Nunca ha sido fácil mantenerse en la esperanza pero constatamos que en nuestros días hay expresiones preocupantes y sistemáticas de desesperación y desesperanza. No es sólo que nos precipitamos y somos impacientes sino que se extiende el desánimo, la resignación y el vacío existencial.

Para ejercitarnos en la esperanza tenemos que reflexionar: ¿Qué es lo que esperamos?, ¿a quién esperamos? Un cristiano es aquel que espera. El ser humano, de hecho, espera, no hay ser humano que no espere ya que esperar está en nuestro ADN. La cuestión aquí es descubrir si mi esperanza es cierta y si espero los dones principales pues puede suceder que, sin darme cuenta, esté cambiando la esperanza con mayúsculas por efímeras esperanzas, por minúsculas y falsas esperanzas.

Algunos, por ejemplo, esperan la Navidad para ver si consiguen este celular, este aparato, este coche, etcétera. Cambiar la esperanza por una cosa material es prácticamente un timo. Nuestra esperanza tiene un nombre personal y se llama Jesucristo. Dios nos ha dado a Jesucristo para colmar todos los anhelos de felicidad, todas las expectativas que tenemos de plenitud. Para colmar todos estos anhelos Dios nos ha enviado a su Hijo y se llama Jesús.

Sustituir a Jesucristo por pequeñeces es como manejar con una linterna en vez de las luces propias. Eso es un autoengaño. Uno se puede hacer trampas a sí mismo. Hacer trampas a los demás está mal. Pero hacerte trampas a ti mismo además de deshonesto es cosa de tontos. Cambiar un gran tesoro que Dios quiere darte por una pequeñez es un engaño, es intentar contentar nuestro corazón con lo que no va a ser contentado. Eso es pan para hoy y hambre para mañana.

Para poder esperar verdaderamente la llegada de Jesucristo hay que tener un corazón desapegado. El que está atado a los apegos, materiales, o de otro tipo, ya no espera. Si está apegado al dinero, al amor propio, al poder, a la comodidad, entonces ya no espera porque está poseído.

Alguien dijo que quien carece de una verdadera esperanza, una esperanza trascendente, vive invadido por una multitud de deseos. Por eso estamos llamados en este tiempo de adviento a no cambiar la esperanza en mayúscula por efímeras y falsas esperanzas.