/ viernes 17 de agosto de 2018

Somos en relación

Hay un adagio, de la sabiduría popular, que reza: “no vemos a los demás como ellos son; en realidad los vemos como somos”. Es posible que este refrán recoja una profunda enseñanza. Tal vez suceda de ese modo, en realidad al ver a los demás posiblemente veamos algunos aspectos propios. Como quiera que sea, suma a lo anterior la frase que se atribuye a Aristóteles: “el elogio pertenece a quien lo da, no es de quien lo recibe”. Y podemos seguir, “todo depende del color del cristal con que se mira”. En fin…

Es ineludible la invitación que nos hace estar en deuda con nosotros mismos. La invitación contundente de ser más personas. De vibrar al sentirnos. De gozar siendo naturalmente nosotros; en la espontanea liberalidad de la esencia. Sin el hueco maquillaje de la estampa. Sin posturas frías y sin la mentira de la diplomacia. Así pues, al vivir desde la verdad que hay escondida en lo íntimo del ser, desde el “sí mismo”, logramos ser personas verdaderamente humanas.

De la grandeza de sentirnos en nuestra verdad brota un deseo insaciable, el honesto apetito de encontrarnos con los demás. Ahí descubrimos la segunda verdad del ser humano: “somos en relación”. ¡Qué grandeza! Necesitamos del encuentro con los demás. Gozamos al pasar la vida y encontrar, por nuestra ruta, personas con quienes nos identificamos y con quienes nos distanciamos. Algunos con cuya compañía gozamos porque nos construyen, de cara a tantos otros que nos animan, nos hacen sentir amados, nos permiten ser amigos. En fin, la delicadeza de la mirada, la dulzura de la escucha; todo nos habla de la belleza del encuentro.

Esto nos da la oportunidad de cuestionarnos sobre la calidad de los encuentros que establecemos. Resolver, en la íntima verdad, si los encuentros con los que nos vinculamos son verdaderos o son simples roces de ocasión. Si son choques superficiales, con los que damos paliativos a nuestra honda necesidad de “ser con el otro”.

Los encuentros verdaderamente reales son los que establecemos desde el todo de nuestra persona. Desde una relación cálida con nuestra historia. Con honesta conciencia de nuestras heridas. Desde nuestras pasiones y miedos. Sin evadir los propios deseos. Desde toda la hermosa debilidad que nos acompaña por ser personas.

Este tipo de encuentros son los que producen vida, los que generan salud. Toda persona sana al sentirse encontrada; al establecer vínculos humanos y amables. Todo encuentro humano, verdaderamente humano, genera salud.



Hay un adagio, de la sabiduría popular, que reza: “no vemos a los demás como ellos son; en realidad los vemos como somos”. Es posible que este refrán recoja una profunda enseñanza. Tal vez suceda de ese modo, en realidad al ver a los demás posiblemente veamos algunos aspectos propios. Como quiera que sea, suma a lo anterior la frase que se atribuye a Aristóteles: “el elogio pertenece a quien lo da, no es de quien lo recibe”. Y podemos seguir, “todo depende del color del cristal con que se mira”. En fin…

Es ineludible la invitación que nos hace estar en deuda con nosotros mismos. La invitación contundente de ser más personas. De vibrar al sentirnos. De gozar siendo naturalmente nosotros; en la espontanea liberalidad de la esencia. Sin el hueco maquillaje de la estampa. Sin posturas frías y sin la mentira de la diplomacia. Así pues, al vivir desde la verdad que hay escondida en lo íntimo del ser, desde el “sí mismo”, logramos ser personas verdaderamente humanas.

De la grandeza de sentirnos en nuestra verdad brota un deseo insaciable, el honesto apetito de encontrarnos con los demás. Ahí descubrimos la segunda verdad del ser humano: “somos en relación”. ¡Qué grandeza! Necesitamos del encuentro con los demás. Gozamos al pasar la vida y encontrar, por nuestra ruta, personas con quienes nos identificamos y con quienes nos distanciamos. Algunos con cuya compañía gozamos porque nos construyen, de cara a tantos otros que nos animan, nos hacen sentir amados, nos permiten ser amigos. En fin, la delicadeza de la mirada, la dulzura de la escucha; todo nos habla de la belleza del encuentro.

Esto nos da la oportunidad de cuestionarnos sobre la calidad de los encuentros que establecemos. Resolver, en la íntima verdad, si los encuentros con los que nos vinculamos son verdaderos o son simples roces de ocasión. Si son choques superficiales, con los que damos paliativos a nuestra honda necesidad de “ser con el otro”.

Los encuentros verdaderamente reales son los que establecemos desde el todo de nuestra persona. Desde una relación cálida con nuestra historia. Con honesta conciencia de nuestras heridas. Desde nuestras pasiones y miedos. Sin evadir los propios deseos. Desde toda la hermosa debilidad que nos acompaña por ser personas.

Este tipo de encuentros son los que producen vida, los que generan salud. Toda persona sana al sentirse encontrada; al establecer vínculos humanos y amables. Todo encuentro humano, verdaderamente humano, genera salud.