/ martes 10 de mayo de 2022

Tiempo de orden en la casa

El mundo se dirige hacia una peligrosa polarización. En la actualidad, estamos en un mundo no solo convulso y confuso sino altamente ideologizado. En parte, esto se debe a que la lucha ideológica lo permite y lo aguanta todo.

En este momento, en el que estamos sufriendo una hiperinflación de ideología, además, ante el fracaso del modelo neoliberal, por una parte, y el fracaso populista, por otra, nos encontramos en la paradoja de que, por primera vez, las dos Américas, la que habla español y la que hable inglés, están en una situación de indefinición y quiebra bastante similar. Las dos Américas están altamente polarizadas, y en el fondo, sumidas en el fracaso.

En muchos casos, se trata de casos políticos convivenciales. En otros casos, como es el nuestro, se trata de fracasos ideológicos, políticos, de convivencia y también de eficacia al no saber cómo hacer funcionar el aparato del Estado.

La fórmula para explicar por qué estamos fracasando es muy sencilla. A pesar de que nadie sepa exactamente qué es lo que eso significa. Hay una corrupción que es igual de mala que la que eso significa. Hay una corrupción que es igual de mala que la que significa falsear los datos, robar la caja o hacer contratos amañados para obtener riqueza. Este tipo de corrupción que tenemos es la que se deriva del hecho de que, del bien y presupuesto público, se tenga una administración incompetente que al final para que malgaste y no haga el uso correcto de los pocos recursos públicos existentes. Recursos que no solo acaban yendo a los bolsillos de los responsables políticos, sino que también terminan ahogados en el pantano de la ineficiencia y de la ineficacia.

Un país no se hace sólo con eslóganes o con buenas intenciones. Una sociedad no se construye sólo sobre la diarquía de los buenos y los malos. Una civilización no se mantiene sobre la base y el argumento de que los que estuvieron antes la agredieron más. Necesitamos propuestas, pero, sobre todo, necesitamos reactivar y rectificar el principio que supone que para un buen funcionamiento es necesario contar con un 90% de lealtad y un 10% de eficacia. Tal vez al Presidente le baste eso. La crisis democrática ya es imposible aplazarla. AMLO es lo que Maquiavelo llamaría un "príncipe nuevo", es decir, aquel que adquiere y conserva el poder "con armas propias y con virtud".

Y bien haría en tener en cuenta lo que Maquiavelo aconsejaba, en el sentido de que no hay cosa más difícil de tratar, ni en la que el éxito sea más dudoso o ni más peligroso de manejar, que convertirse en responsable de la introducción de un nuevo orden político; porque todo innovador tiene como enemigos a cuantos el viejo orden beneficia y como tibios defensores a aquellos a los que nuevas leyes beneficiarán. En cierta forma, en México la política es juego de espejos y ejercicio de símbolos y malabarismos.

En su memoria colectiva, las y los mexicanos llevan en el fondo del alma un fetichismo inconsciente y le atrae el hombre fuerte, el líder autoritario o demócrata, sin importar sus convicciones ideológicas. Sobran los ejemplos en nuestro país. En la actualidad López Obrador encarna este síndrome histórico.

La razón fundamental radica en su identificación con una clase social, la pobre y olvidada, y en una nueva forma de gobernar. Ha roto con la ortodoxia política tradicional y ha puesto en práctica diaria un catecismo político religioso desde el púlpito denuncia a los pecadores y reparte indulgencias. Su guerra es clara, abierta y determinante: no hay términos medios ni tregua alguna. Al contrario, exige a sus adversarios definiciones y condena la simulación y la hipocresía conservadora. Ni más ni menos: la lucha entre liberales y conservadores. El tiempo es su principal enemigo, se le agota y escapa como hojarasca agitada por el viento. El Presidente ha cruzado el Rubicón. No hay marcha atrás, están en riesgo su sentido de vida política y la continuidad de su proyecto transexenal.

Juguemos a los tapados, propuso Andrés Manuel. Y su iniciativa fue secundada por la prensa. Porque el tapadismo le entramos todos incluso el senador Ricardo Monreal, quien recién declaró que en una interna les ganará a las corcholatas.

Mientras eso llega queda advertir: la sucesión divide y distrae, pues quién prefiere desgastarse en gobernar cuando te premiarán por grillar. Vaya momento para México, el país de enormes retos al que le sobran "presidentes".

Cuando el Presidente actúa con parcialidad a favor de su facción e interviene en lo que no le toca queriendo ser manager, pitcher y bateador designado al mismo tiempo, la fiesta de la democracia corre el riesgo de volverse francachela.

La traición no se limita al ámbito familiar, laboral, amoroso, económico o social, se comete también a la patria, a los gobernados, a los electores, a los ciudadanos. La traición en la política es cíclica, se da en cada cambio de administración, después de un proceso electoral.

Traición es: ser indiferente a las solicitudes de auxilio y búsqueda de familiares de desaparecidos. Permitir que cada día, 7 niñas, niños o adolescentes sean asesinados y 37 sufran violencia física. Ignorar la expansión del crimen organizado y ser omisos ante los bloqueos carreteros, homicidios, extorsiones y desplazamiento de comunidades.

Traición es no garantizar el acceso a la salud, un derecho constitucional. Ser pasivos e ignorar el hecho de que 5 millones de estudiantes abandonaron las aulas (según el INEGI).

El mundo se dirige hacia una peligrosa polarización. En la actualidad, estamos en un mundo no solo convulso y confuso sino altamente ideologizado. En parte, esto se debe a que la lucha ideológica lo permite y lo aguanta todo.

En este momento, en el que estamos sufriendo una hiperinflación de ideología, además, ante el fracaso del modelo neoliberal, por una parte, y el fracaso populista, por otra, nos encontramos en la paradoja de que, por primera vez, las dos Américas, la que habla español y la que hable inglés, están en una situación de indefinición y quiebra bastante similar. Las dos Américas están altamente polarizadas, y en el fondo, sumidas en el fracaso.

En muchos casos, se trata de casos políticos convivenciales. En otros casos, como es el nuestro, se trata de fracasos ideológicos, políticos, de convivencia y también de eficacia al no saber cómo hacer funcionar el aparato del Estado.

La fórmula para explicar por qué estamos fracasando es muy sencilla. A pesar de que nadie sepa exactamente qué es lo que eso significa. Hay una corrupción que es igual de mala que la que eso significa. Hay una corrupción que es igual de mala que la que significa falsear los datos, robar la caja o hacer contratos amañados para obtener riqueza. Este tipo de corrupción que tenemos es la que se deriva del hecho de que, del bien y presupuesto público, se tenga una administración incompetente que al final para que malgaste y no haga el uso correcto de los pocos recursos públicos existentes. Recursos que no solo acaban yendo a los bolsillos de los responsables políticos, sino que también terminan ahogados en el pantano de la ineficiencia y de la ineficacia.

Un país no se hace sólo con eslóganes o con buenas intenciones. Una sociedad no se construye sólo sobre la diarquía de los buenos y los malos. Una civilización no se mantiene sobre la base y el argumento de que los que estuvieron antes la agredieron más. Necesitamos propuestas, pero, sobre todo, necesitamos reactivar y rectificar el principio que supone que para un buen funcionamiento es necesario contar con un 90% de lealtad y un 10% de eficacia. Tal vez al Presidente le baste eso. La crisis democrática ya es imposible aplazarla. AMLO es lo que Maquiavelo llamaría un "príncipe nuevo", es decir, aquel que adquiere y conserva el poder "con armas propias y con virtud".

Y bien haría en tener en cuenta lo que Maquiavelo aconsejaba, en el sentido de que no hay cosa más difícil de tratar, ni en la que el éxito sea más dudoso o ni más peligroso de manejar, que convertirse en responsable de la introducción de un nuevo orden político; porque todo innovador tiene como enemigos a cuantos el viejo orden beneficia y como tibios defensores a aquellos a los que nuevas leyes beneficiarán. En cierta forma, en México la política es juego de espejos y ejercicio de símbolos y malabarismos.

En su memoria colectiva, las y los mexicanos llevan en el fondo del alma un fetichismo inconsciente y le atrae el hombre fuerte, el líder autoritario o demócrata, sin importar sus convicciones ideológicas. Sobran los ejemplos en nuestro país. En la actualidad López Obrador encarna este síndrome histórico.

La razón fundamental radica en su identificación con una clase social, la pobre y olvidada, y en una nueva forma de gobernar. Ha roto con la ortodoxia política tradicional y ha puesto en práctica diaria un catecismo político religioso desde el púlpito denuncia a los pecadores y reparte indulgencias. Su guerra es clara, abierta y determinante: no hay términos medios ni tregua alguna. Al contrario, exige a sus adversarios definiciones y condena la simulación y la hipocresía conservadora. Ni más ni menos: la lucha entre liberales y conservadores. El tiempo es su principal enemigo, se le agota y escapa como hojarasca agitada por el viento. El Presidente ha cruzado el Rubicón. No hay marcha atrás, están en riesgo su sentido de vida política y la continuidad de su proyecto transexenal.

Juguemos a los tapados, propuso Andrés Manuel. Y su iniciativa fue secundada por la prensa. Porque el tapadismo le entramos todos incluso el senador Ricardo Monreal, quien recién declaró que en una interna les ganará a las corcholatas.

Mientras eso llega queda advertir: la sucesión divide y distrae, pues quién prefiere desgastarse en gobernar cuando te premiarán por grillar. Vaya momento para México, el país de enormes retos al que le sobran "presidentes".

Cuando el Presidente actúa con parcialidad a favor de su facción e interviene en lo que no le toca queriendo ser manager, pitcher y bateador designado al mismo tiempo, la fiesta de la democracia corre el riesgo de volverse francachela.

La traición no se limita al ámbito familiar, laboral, amoroso, económico o social, se comete también a la patria, a los gobernados, a los electores, a los ciudadanos. La traición en la política es cíclica, se da en cada cambio de administración, después de un proceso electoral.

Traición es: ser indiferente a las solicitudes de auxilio y búsqueda de familiares de desaparecidos. Permitir que cada día, 7 niñas, niños o adolescentes sean asesinados y 37 sufran violencia física. Ignorar la expansión del crimen organizado y ser omisos ante los bloqueos carreteros, homicidios, extorsiones y desplazamiento de comunidades.

Traición es no garantizar el acceso a la salud, un derecho constitucional. Ser pasivos e ignorar el hecho de que 5 millones de estudiantes abandonaron las aulas (según el INEGI).