/ miércoles 9 de septiembre de 2020

Videoburocracia: Que el árbol no tape el bosque

Como lo he venido comentando desde hace varios años: no se trata de un tema trivial, precisamente de ello depende el éxito o fracaso de nuestro país y de sus entidades.

Hace 15 años el escritor y periodista venezolano Moisés Naím publicó en el diario El País (la guerra contra la corrupción perjudica al mundo) una advertencia a contracorriente de la opinión imperante entonces, sobre los riesgos de colocar el combate a la corrupción en el centro de la agenda política.

Sin negar ni menospreciar los efectos nocivos de la corrupción, Naím mencionó tres riesgos de enfatizar el combate a la corrupción sobre todo lo demás.

En primer lugar, estamos invirtiendo esfuerzos y recursos de los países para combatir la corrupción, sin que se hayan registrado avances importantes, como lo ha señalado el experto chileno Daniel Kaufmann. Además de la ausencia de resultados el segundo riesgo que menciona Naím es que el discurso anticorrupción se imponga sobre otros temas fundamentales en la agenda de los gobiernos.

Ante un problema tan difícil de medir como la corrupción, resulta casi imposible demostrar resultados. Estamos a oscuras en cuanto a la corrupción política; nos enteramos apenas de una pequeña fracción de lo que realmente ocurre.

Si en el control de la corrupción el objetivo principal es preventivo, ¿cómo se mide el éxito en actos de corrupción que se previenen y que no se presentan, frente a un universo que de entrada se desconoce? Por eso, el discurso público de combate a la corrupción siempre es prescriptivo, es un discurso moral en el que nunca se habla de resultados concretos.

Otro venezolano, el economista de Harvard Ricardo Hausmann considera que la corrupción no es un mal, sino el reflejo de la ausencia del bien; lo que permite que exista la corrupción es la ausencia de un Estado capaz, por lo que lo bueno, lo que es importante no es el combate a la corrupción como misión abstracta, sino la creación de un aparato burocrático que pueda proteger al país y a sus habitantes, mantener la paz, hacer que se respeten las leyes y los contratos, ofrecer infraestructura y servicios públicos, regular la actividad económica, cumplir con sus obligaciones intertemporales como las pensiones, y desde luego, cobrar impuestos para pagar todo lo anterior.

En México dice Nieves Zúñiga, investigadora, el control de la corrupción no es una labor finita; no termina con grandes acciones de gobierno o reformas legales. En México pensábamos que la democracia acabaría con la corrupción, pero la ha profundizado y al final la corrupción aumentó.

Lo que no hemos entendido es que el combate real a la corrupción llegará cuando nos demos cuenta de todo, de que lo principal no es insistir en un discurso moral y prescriptivo que nos lleva a resultados, sino en la creación de un Estado fuerte y ordenado, capaz de hacer lo que se propone. El discurso anticorrupción ha popularizado la idea de que para contar con instituciones fuertes se requiere primero acabar con la corrupción que las debilita, pero en realidad el camino va en sentido contrario.

En The Origins of Political Order, Francis Fucuyama dice que el desarrollo de un Estado capaz es lo que permite controlar la corrupción, y no al revés.

El combate a la corrupción no es más que parte de una constante y continua construcción de instituciones que necesariamente llevará varias generaciones, y que debe incluir la creación de un sistema judicial independiente y honesto, la consolidación del Estado de derecho, y la existencia de servidores públicos despolitizados y profesionales que actúen con imparcialidad política y universalidad ética.

Estamos en una etapa de la democracia mexicana en la que el combate a la corrupción vive una enfermedad: la denuncitis, que no es otra cosa que la inflamación producida por tanta denuncia que hacen tirios y troyanos, contra troyanos y tirios.

Como lo he venido comentando desde hace varios años: no se trata de un tema trivial, precisamente de ello depende el éxito o fracaso de nuestro país y de sus entidades.

Hace 15 años el escritor y periodista venezolano Moisés Naím publicó en el diario El País (la guerra contra la corrupción perjudica al mundo) una advertencia a contracorriente de la opinión imperante entonces, sobre los riesgos de colocar el combate a la corrupción en el centro de la agenda política.

Sin negar ni menospreciar los efectos nocivos de la corrupción, Naím mencionó tres riesgos de enfatizar el combate a la corrupción sobre todo lo demás.

En primer lugar, estamos invirtiendo esfuerzos y recursos de los países para combatir la corrupción, sin que se hayan registrado avances importantes, como lo ha señalado el experto chileno Daniel Kaufmann. Además de la ausencia de resultados el segundo riesgo que menciona Naím es que el discurso anticorrupción se imponga sobre otros temas fundamentales en la agenda de los gobiernos.

Ante un problema tan difícil de medir como la corrupción, resulta casi imposible demostrar resultados. Estamos a oscuras en cuanto a la corrupción política; nos enteramos apenas de una pequeña fracción de lo que realmente ocurre.

Si en el control de la corrupción el objetivo principal es preventivo, ¿cómo se mide el éxito en actos de corrupción que se previenen y que no se presentan, frente a un universo que de entrada se desconoce? Por eso, el discurso público de combate a la corrupción siempre es prescriptivo, es un discurso moral en el que nunca se habla de resultados concretos.

Otro venezolano, el economista de Harvard Ricardo Hausmann considera que la corrupción no es un mal, sino el reflejo de la ausencia del bien; lo que permite que exista la corrupción es la ausencia de un Estado capaz, por lo que lo bueno, lo que es importante no es el combate a la corrupción como misión abstracta, sino la creación de un aparato burocrático que pueda proteger al país y a sus habitantes, mantener la paz, hacer que se respeten las leyes y los contratos, ofrecer infraestructura y servicios públicos, regular la actividad económica, cumplir con sus obligaciones intertemporales como las pensiones, y desde luego, cobrar impuestos para pagar todo lo anterior.

En México dice Nieves Zúñiga, investigadora, el control de la corrupción no es una labor finita; no termina con grandes acciones de gobierno o reformas legales. En México pensábamos que la democracia acabaría con la corrupción, pero la ha profundizado y al final la corrupción aumentó.

Lo que no hemos entendido es que el combate real a la corrupción llegará cuando nos demos cuenta de todo, de que lo principal no es insistir en un discurso moral y prescriptivo que nos lleva a resultados, sino en la creación de un Estado fuerte y ordenado, capaz de hacer lo que se propone. El discurso anticorrupción ha popularizado la idea de que para contar con instituciones fuertes se requiere primero acabar con la corrupción que las debilita, pero en realidad el camino va en sentido contrario.

En The Origins of Political Order, Francis Fucuyama dice que el desarrollo de un Estado capaz es lo que permite controlar la corrupción, y no al revés.

El combate a la corrupción no es más que parte de una constante y continua construcción de instituciones que necesariamente llevará varias generaciones, y que debe incluir la creación de un sistema judicial independiente y honesto, la consolidación del Estado de derecho, y la existencia de servidores públicos despolitizados y profesionales que actúen con imparcialidad política y universalidad ética.

Estamos en una etapa de la democracia mexicana en la que el combate a la corrupción vive una enfermedad: la denuncitis, que no es otra cosa que la inflamación producida por tanta denuncia que hacen tirios y troyanos, contra troyanos y tirios.