/ viernes 22 de febrero de 2019

Violencia galopante

El panorama social de nuestra nación se entenebrece cada vez más, la opacidad va colonizando cada rincón del país. Por más esfuerzos y estrategias que se erigen por doquier, da la impresión que aún no ha sido suficiente, o que no se ha dado en el nudo del enredo.

La búsqueda insaciable de dinero fácil, la inmediatez de las relaciones, la superficialidad del trato. Muerte, robo, extorsiones, secuestros, y todas las consecuencias de la cultura de la sangre, que cobra vidas a diestra y siniestra es una demanda urgente de estrategias contundentes, con carácter verdaderamente profético. Y, es que, de poco han servido la gran cantidad de análisis y diagnósticos que se ofrecen sistemáticos y bien documentados, cuando sólo se quedan en el trayecto que va del escritorio a los medios, y que nunca se traducen en estrategias sobrias, sensatas y realistas por establecer una verdadera transformación en las condiciones de vida digna y seguridad para todos.

Es sensato ofrecerse la pregunta por la viabilidad de una sociedad en paz, donde no existan las condiciones de violencia que nos laceran y enlutan. Tal vez, éste es el anhelo de una fantasía simplemente inhumana, irrealizable por la condición frágil de la que nos revestimos. Basta recordar el añejo concepto de armonía, como el equilibrio entre las fuerzas contrarias del amor y del odio, del bien y del mal. La armonía es la tensión entre lo positivo y negativo a que nos vemos inmersos en la vida social. Al fin, esas condiciones se perciben en todas las formas de vida en los diversos estratos de la naturaleza.

Ésta no es una cuestión simplona, nos permite cuestionar las enfermedades que se van tornando endémicas en nuestros sistemas de gobierno: la corrupción, la impunidad, el despilfarro de los bienes, el robo y mal uso de los recursos…, son enfermedades que corroen y que van tomando carta de ciudadanía en las instituciones de procuración de justicia y a las que poco a poco pareciera que nos vamos acostumbrando.

Consolidar una nación verdaderamente humana y políticamente democrática exige la recuperación de la confianza, en las fuerzas de cada uno, en la importancia del bien y el respeto del otro: de la sacralidad de la vida como fin y jamás como medio. En un estilo sobrio de plantarse frente al mundo. Una nación que se consolida con ciudadanos que se atrevan a soñar, que se incomoden, que se inquieten, que se molesten y busquen creativamente el bien, la justicia y la paz.


El panorama social de nuestra nación se entenebrece cada vez más, la opacidad va colonizando cada rincón del país. Por más esfuerzos y estrategias que se erigen por doquier, da la impresión que aún no ha sido suficiente, o que no se ha dado en el nudo del enredo.

La búsqueda insaciable de dinero fácil, la inmediatez de las relaciones, la superficialidad del trato. Muerte, robo, extorsiones, secuestros, y todas las consecuencias de la cultura de la sangre, que cobra vidas a diestra y siniestra es una demanda urgente de estrategias contundentes, con carácter verdaderamente profético. Y, es que, de poco han servido la gran cantidad de análisis y diagnósticos que se ofrecen sistemáticos y bien documentados, cuando sólo se quedan en el trayecto que va del escritorio a los medios, y que nunca se traducen en estrategias sobrias, sensatas y realistas por establecer una verdadera transformación en las condiciones de vida digna y seguridad para todos.

Es sensato ofrecerse la pregunta por la viabilidad de una sociedad en paz, donde no existan las condiciones de violencia que nos laceran y enlutan. Tal vez, éste es el anhelo de una fantasía simplemente inhumana, irrealizable por la condición frágil de la que nos revestimos. Basta recordar el añejo concepto de armonía, como el equilibrio entre las fuerzas contrarias del amor y del odio, del bien y del mal. La armonía es la tensión entre lo positivo y negativo a que nos vemos inmersos en la vida social. Al fin, esas condiciones se perciben en todas las formas de vida en los diversos estratos de la naturaleza.

Ésta no es una cuestión simplona, nos permite cuestionar las enfermedades que se van tornando endémicas en nuestros sistemas de gobierno: la corrupción, la impunidad, el despilfarro de los bienes, el robo y mal uso de los recursos…, son enfermedades que corroen y que van tomando carta de ciudadanía en las instituciones de procuración de justicia y a las que poco a poco pareciera que nos vamos acostumbrando.

Consolidar una nación verdaderamente humana y políticamente democrática exige la recuperación de la confianza, en las fuerzas de cada uno, en la importancia del bien y el respeto del otro: de la sacralidad de la vida como fin y jamás como medio. En un estilo sobrio de plantarse frente al mundo. Una nación que se consolida con ciudadanos que se atrevan a soñar, que se incomoden, que se inquieten, que se molesten y busquen creativamente el bien, la justicia y la paz.