Cualquier valoración histórica requiere tiempo. La contemporaneidad es el primer obstáculo para evaluar y criticar un periodo histórico. Así lo entiende Martin Amis en su libro Koba el temible, ensayo biográfico-crítico sobre el leninismo y, sobre todo, el stalinismo.
Iósif Stalin cuyo verdadero nombre fue Iósif Vissariónovich y conocido también por el apodo que él mismo se puso desde joven: Koba, protagonista de la novela El parricida que de ninguna manera es el parricida, sino un personaje idéntico a Robin Hood, es él, Stalin el personaje principal de este nuevo libro de Amis. A partir de la filiación del padre de Martin, Kingsley Amis, al partido socialista y su ruptura total después de quince años de servicio directo al Kremlin, Martin reconstruye el crecimiento de la otrora URSS desde el famoso Octubre hasta la muerte de Stalin.
El estilo de esta “biografía política” es muy similar al empleado por Martin Amis en su autobiografía Experiencia, reseñada aquí la semana pasada. La muerte de su hermana Sally, las relaciones políticas e intelectuales de su padre, las suyas propias, el ambiente social de su época juvenil, en fin, todo le sirve al autor de Niños muertos para recuperar, por medio de una nutridísima bibliografía, las atrocidades del stalinismo.
Página tras página Amis “contamina” al lector con la maldad stalinista. Vemos a un niño de doce años que, por denunciar a su padre de “enemigo del pueblo”, es condecorado como héroe de guerra, aunque después sea asesinado a manos de sus tíos y sus hermanos. Lo peor de eso no es el tipo de historias en sí mismas, sino cómo eran creadas y provocadas por el espíritu totalitario de Stalin. Minutos después de condecorar a ese singular parricida, Koba sólo exclamó: “¡Qué cabrón, denunciar a su propio padre!”.
Si Solzhenitsyn nos había narrado todas las monstruosidades en Archipiélago Gulag, Martin Amis nos entrega el entretejido político y social de esa época.
Por ejemplo, nos ofrece una radiografía detallada del carácter de Koba: sus inseguridades, sus pasiones, sus miedos. Al encuentro que iba a tener en Teherán con gobernantes de otros países se hizo acompañar de 25 aviones cazas bombarderos, sin embargo, eso no lo protegió de una turbulencia que lo hizo abrazar el sillón de enfrente y empezar a sudar: nunca más volvió a viajar en avión.
Cuando tenía que viajar a un poblado a doscientos kilómetros del Kremlin ordenó un despliegue de tropas: 2 mil 500 soldados en vagones acompañando a su tren, y 17 mil más a lo largo del recorrido. Cuando salía al parque del Kremlin a pasear con su hija lo acompañaba, invariablemente, un par de tanques de guerra y los cientos de habituales guardias del palacio rojo.
La locura de Stalin supera a la de Hitler, Franco o Leónidas Trujillo. Ninguno de estos dictadores provocó tal hambruna en su país que llevara al pueblo a comerse unos a otros. La antropofagia era castigada con muerte, pero parece que la premisa era: “Prefiero morir fusilado que de hambre”.
El famoso Gulag, con temperaturas de 72° bajo cero, era la peor cárcel que ha conocido el ser humano. A esas temperaturas el acero se quiebra y saca chispas contra el hielo. A esa temperatura es a la única en la que se puede escuchar “el susurro de las estrellas”: el vaho que sale de la boca se congela inmediatamente, al caer hecho hielo hace un sonido que es, precisamente, “cuando las estrellas susurran”.