/ sábado 26 de octubre de 2019

El corral de la infancia: una reparadora vuelta al origen

Graciela Montes reúne en este libro varios ensayos sobre cómo podemos acercarnos al niño que fuimos

Mucho se ha escrito sobre la niñez: no deja de ser ese periodo efímero de gran inocencia, punto de encuentro de magos y duendes, princesas y dragones. Para los adultos se muestra como una edad idílica donde las preocupaciones no existen; y sin embargo, el niño es también un ente incompleto, un ser que no sabe lo que es la vida y por eso debe protegerse. La vulnerabilidad se asoma como una forma de control: la hegemonía pertenece a un mundo incomprensible donde actividades como jugar durante horas o perderse en un jardín no dejan de ser trivialidades.

Para Graciela Montes la infancia es una etapa dominada por el control de los mayores: como ogros ambivalentes, buscan amar y proteger al niño de todos los males presentes, pero también devorarlo, comerlo a besos y luego hacerlo a un lado. Queda así atrapado en su condición incompleta como quien permanece en un corral. Lo que queda es triste: un animalito encerrado entre adultos, pues según ellos, un niño no se encuentra preparado para enfrentar las atrocidades de la realidad; y pese a ello, hereda temores ajenos, ansiedades adquiridas y desconfianzas inciertas. A fin de cuentas, incluso eso se aprende, pero no cómo sanar dichas heridas.

En El corral de la infancia, un conjunto de ensayos sobre cómo acercarnos al niño que fuimos, Graciela Montes apela a la responsabilidad de los adultos, pues de nosotros dependen las experiencias de aquella promesa y su descubrimiento inicial del mundo. De la infancia surgen nuestros primeros enfrentamientos con la realidad; de ahí su importancia y el deber de consolar a cualquier niño afligido. Lo preocupante es esto: mientras alguien escribe, mientras nos preparamos para atravesar cualquier destino, puede haber alguien con sensación de abandono, ensimismado en una experiencia nunca antes explorada. ¿Y entonces, qué hacer?

Dentro de las reflexiones más valiosas de este breve libro se encuentra el repensar nuestra propia experiencia infantil. Abrazarla, como si estuviéramos con el niño que fuimos. La autora recuerda un pasaje de Lewis Carroll donde Alicia se mortifica al darse cuenta que está sola en un lugar desconocido; entonces la Reina Blanca, quien ve en ella a alguien digna de conversación, le pide que piense quién ha sido: “Considera lo grande que eres. Considera lo mucho que has viajado hoy. Considera la hora que es. Considera cualquier cosa, pero no llores”. En dicha vuelta al pasado, breve navegación por lo vivido y por recordar otras cosas, Alicia logra sopesar su tristeza. Sin quererlo, dicho encuentro fortuito la devolvió a quien era: alguien dispuesta a descubrirse.

/Foto: Cortesía


Retomo un episodio en la vida de Kafka: cierta mañana en un parque se encuentra con una niña desconsolada. Había perdido a su muñeca, semejante a un refugio, y no sabía cómo sentirse ante ello. El escritor recurrirá a uno de sus trucos de magia: inventarse una historia. Le dice a la niña que él vio por última vez a la muñeca y se encontraba bien, tan sólo se había ido de viaje. Al día siguiente, la niña recibe de manos de Kafka una carta donde la muñeca cuenta lo que ha visto: lugares exóticos y maravillas por descubrir. Dicho acto desinteresado, la generosidad de un escritor con el asidero de la imaginación, dura el tiempo suficiente para que la niña olvide su propia tristeza. Kafka logró el encanto: consiguió sanar con la ficción.

Saramago escribió una frase contundente: “Déjate llevar por el niño que fuiste”. Y aunque no parezca tan sencillo, basta acercarse a lo más valioso de la infancia: un espacio libre mientras no haya ogros granujas acechando, un lugar de encuentros fortuitos para jugar con quien sea sin distinción, un sitio desde donde el mundo se observa fresco y auténtico bajo la curiosidad y el descubrimiento. Y si hay instantes de desconsuelo, conviene pensar en aquello que nos alegraba antes para darle tranquilidad al niño interior. Sólo hace falta reencontrarnos en el espejo con quien fuimos, y como Alicia, hacer a un lado las angustias. Este ensayo es una doble invitación: en primera, a recordar quiénes somos, y también, si alguna vez nos perdemos, a explorar con cuidado y calma la primera etapa de nuestra vida que tan bien dibuja Graciela Montes.

Mucho se ha escrito sobre la niñez: no deja de ser ese periodo efímero de gran inocencia, punto de encuentro de magos y duendes, princesas y dragones. Para los adultos se muestra como una edad idílica donde las preocupaciones no existen; y sin embargo, el niño es también un ente incompleto, un ser que no sabe lo que es la vida y por eso debe protegerse. La vulnerabilidad se asoma como una forma de control: la hegemonía pertenece a un mundo incomprensible donde actividades como jugar durante horas o perderse en un jardín no dejan de ser trivialidades.

Para Graciela Montes la infancia es una etapa dominada por el control de los mayores: como ogros ambivalentes, buscan amar y proteger al niño de todos los males presentes, pero también devorarlo, comerlo a besos y luego hacerlo a un lado. Queda así atrapado en su condición incompleta como quien permanece en un corral. Lo que queda es triste: un animalito encerrado entre adultos, pues según ellos, un niño no se encuentra preparado para enfrentar las atrocidades de la realidad; y pese a ello, hereda temores ajenos, ansiedades adquiridas y desconfianzas inciertas. A fin de cuentas, incluso eso se aprende, pero no cómo sanar dichas heridas.

En El corral de la infancia, un conjunto de ensayos sobre cómo acercarnos al niño que fuimos, Graciela Montes apela a la responsabilidad de los adultos, pues de nosotros dependen las experiencias de aquella promesa y su descubrimiento inicial del mundo. De la infancia surgen nuestros primeros enfrentamientos con la realidad; de ahí su importancia y el deber de consolar a cualquier niño afligido. Lo preocupante es esto: mientras alguien escribe, mientras nos preparamos para atravesar cualquier destino, puede haber alguien con sensación de abandono, ensimismado en una experiencia nunca antes explorada. ¿Y entonces, qué hacer?

Dentro de las reflexiones más valiosas de este breve libro se encuentra el repensar nuestra propia experiencia infantil. Abrazarla, como si estuviéramos con el niño que fuimos. La autora recuerda un pasaje de Lewis Carroll donde Alicia se mortifica al darse cuenta que está sola en un lugar desconocido; entonces la Reina Blanca, quien ve en ella a alguien digna de conversación, le pide que piense quién ha sido: “Considera lo grande que eres. Considera lo mucho que has viajado hoy. Considera la hora que es. Considera cualquier cosa, pero no llores”. En dicha vuelta al pasado, breve navegación por lo vivido y por recordar otras cosas, Alicia logra sopesar su tristeza. Sin quererlo, dicho encuentro fortuito la devolvió a quien era: alguien dispuesta a descubrirse.

/Foto: Cortesía


Retomo un episodio en la vida de Kafka: cierta mañana en un parque se encuentra con una niña desconsolada. Había perdido a su muñeca, semejante a un refugio, y no sabía cómo sentirse ante ello. El escritor recurrirá a uno de sus trucos de magia: inventarse una historia. Le dice a la niña que él vio por última vez a la muñeca y se encontraba bien, tan sólo se había ido de viaje. Al día siguiente, la niña recibe de manos de Kafka una carta donde la muñeca cuenta lo que ha visto: lugares exóticos y maravillas por descubrir. Dicho acto desinteresado, la generosidad de un escritor con el asidero de la imaginación, dura el tiempo suficiente para que la niña olvide su propia tristeza. Kafka logró el encanto: consiguió sanar con la ficción.

Saramago escribió una frase contundente: “Déjate llevar por el niño que fuiste”. Y aunque no parezca tan sencillo, basta acercarse a lo más valioso de la infancia: un espacio libre mientras no haya ogros granujas acechando, un lugar de encuentros fortuitos para jugar con quien sea sin distinción, un sitio desde donde el mundo se observa fresco y auténtico bajo la curiosidad y el descubrimiento. Y si hay instantes de desconsuelo, conviene pensar en aquello que nos alegraba antes para darle tranquilidad al niño interior. Sólo hace falta reencontrarnos en el espejo con quien fuimos, y como Alicia, hacer a un lado las angustias. Este ensayo es una doble invitación: en primera, a recordar quiénes somos, y también, si alguna vez nos perdemos, a explorar con cuidado y calma la primera etapa de nuestra vida que tan bien dibuja Graciela Montes.

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