/ martes 17 de julio de 2018

Impresiones de Bogotá

Hay una especie de Metrobús, llamado Transmilenio, y varias líneas de autobuses a los que se puede acceder con una tarjeta de plástico que hay que recargar

Juan José Barrientos/Colaborador

Lo que me llamó la atención en Bogotá es que hay muchos edificios de diez y quince pisos construidos con ladrillo aparente, es decir sin revocar; la junta es invisible o mínima, y además hay una amplia gama de colores.

Hace años traté de conseguir baldosas de barro color crema o café con leche, pero el gerente de una fábrica de ladrillos me dijo que la arcilla en México contiene mucho hierro y a una temperatura de mil grados adquiere un color rojizo; no sabía de ningún yacimiento de arcilla en nuestro país que permitiera obtener el color deseado. En cambio, en Bogotá se cuenta con ladrillos de tonos muy diversos y se conservan algunas construcciones que me recordaron las de Inglaterra y Estados Unidos.

Hay una especie de Metrobús, llamado Transmilenio, y varias líneas de autobuses a los que se puede acceder con una tarjeta de plástico que hay que recargar; el precio de un trayecto es de unos 2 mil 300 pesos, es decir unos veinte pesos mexicanos.

El primer día que estuve en la ciudad era feriado y no pude visitar el Museo del Oro, pero sí el de Botero, donde vi su Gioconda inflada y otros cuadros igualmente desagradables –prefiero a Cuevas, la verdad.

También vi el mural que el alcalde Gustavo Francisco Petro mandó a pintar en un edificio como homenaje a Gabo y otro parecido, cerca de la parada donde tomé el autobús a la Candelaria, el centro histórico.

En la Plaza Bolívar, donde se encuentra la catedral, y en los alrededores, observé que se venden bolsitas de plástico con hormigas culonas, una especie de afrodisiaco.

Almorcé en “La puerta falsa”, una especie de zaguán, donde sobre una tabla pegada a la pared me sirvieron un bol de “ajiaco”, una especie de puchero con papas con un trozo de elote y pollo, acompañado por una ración de arroz, una rebanada de aguacate y un dedal con alcaparras, así como otro de crema.

Después del XLII congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI), en el que participé en junio pasado, subí en el teleférico al Monserrat y se me ocurrió bajar a pie, lo que me resultó pesado; yo creo que se debería instalar un tobogán o más bien un tubogán, es decir un tobogán cubierto, para que nadie salga por la tangente, y quizá en zigzag, para descender, y lo mismo en otros lugares, como Orizaba, donde también hay un teleférico.

Me acordé de un tubogán muy alto que vi en una piscina en Edmonton, Canadá.



Juan José Barrientos/Colaborador

Lo que me llamó la atención en Bogotá es que hay muchos edificios de diez y quince pisos construidos con ladrillo aparente, es decir sin revocar; la junta es invisible o mínima, y además hay una amplia gama de colores.

Hace años traté de conseguir baldosas de barro color crema o café con leche, pero el gerente de una fábrica de ladrillos me dijo que la arcilla en México contiene mucho hierro y a una temperatura de mil grados adquiere un color rojizo; no sabía de ningún yacimiento de arcilla en nuestro país que permitiera obtener el color deseado. En cambio, en Bogotá se cuenta con ladrillos de tonos muy diversos y se conservan algunas construcciones que me recordaron las de Inglaterra y Estados Unidos.

Hay una especie de Metrobús, llamado Transmilenio, y varias líneas de autobuses a los que se puede acceder con una tarjeta de plástico que hay que recargar; el precio de un trayecto es de unos 2 mil 300 pesos, es decir unos veinte pesos mexicanos.

El primer día que estuve en la ciudad era feriado y no pude visitar el Museo del Oro, pero sí el de Botero, donde vi su Gioconda inflada y otros cuadros igualmente desagradables –prefiero a Cuevas, la verdad.

También vi el mural que el alcalde Gustavo Francisco Petro mandó a pintar en un edificio como homenaje a Gabo y otro parecido, cerca de la parada donde tomé el autobús a la Candelaria, el centro histórico.

En la Plaza Bolívar, donde se encuentra la catedral, y en los alrededores, observé que se venden bolsitas de plástico con hormigas culonas, una especie de afrodisiaco.

Almorcé en “La puerta falsa”, una especie de zaguán, donde sobre una tabla pegada a la pared me sirvieron un bol de “ajiaco”, una especie de puchero con papas con un trozo de elote y pollo, acompañado por una ración de arroz, una rebanada de aguacate y un dedal con alcaparras, así como otro de crema.

Después del XLII congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI), en el que participé en junio pasado, subí en el teleférico al Monserrat y se me ocurrió bajar a pie, lo que me resultó pesado; yo creo que se debería instalar un tobogán o más bien un tubogán, es decir un tobogán cubierto, para que nadie salga por la tangente, y quizá en zigzag, para descender, y lo mismo en otros lugares, como Orizaba, donde también hay un teleférico.

Me acordé de un tubogán muy alto que vi en una piscina en Edmonton, Canadá.



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