/ miércoles 18 de diciembre de 2019

Luis Leal, una labor que mereció la Orden del Águila Azteca

Leal estudió literatura y enseñó en la Universidad de Illinois hasta 1975; fue condecorado por Bill Clinton

“Merecía vivir otros cien años”, le dije a Sara Poot, hablando del profesor Luis Leal, y a ella le gustó mi comentario y se lo repitió a Giorgio Perisinotto, que nos había invitado a cenar en su casa, y por un momento se había alejado de la mesa.

En realidad, yo solo hablé una vez con don Luis y esa conversación fue interrumpida por Esther Hernández Palacios, que se lo llevó a un restaurante donde yo no estaba invitado, durante un coloquio que organizó sobre el estridentismo.

Después de leer su Breve historia del cuento mexicano, publicada por las Ediciones de Andrea en 1956, empecé a buscar los libros de algunos narradores, y así encontré no sé dónde los cuentos de Francisco Rojas González, Mauricio Magdaleno y Ramón Rubín, publicados en los “breviarios” del Fondo de Cultura Económica. De Rubín leí entonces una larga entrevista en la revista Tierra Adentro. También compré la edición de Cuentos y sucedidos de Juan de la Cabada, publicados por el Fondo de Cultura Económica en cinco volúmenes, y antes la de sus cuentos, publicada por Editores Mexicanos Unidos y Un secreto en el paisaje del Conaculta. Además, en Mortiz adquirí algunos ejemplares que les quedaban de Una violeta de más, de Francisco Tario.

“Era un pelón hermosísimo”, me dijo don Joaquín Diez Cañedo hablando del autor, y Amalia Robledo me vendió una plaquette de Yo de amores qué sabía, tal vez su mejor cuento, que le quedaba en su librería –la Antigua Librería de Robledo que había reabierto cerca de la Palma de Niza.

Ese cuento, recuerdo, le gustó mucho a Ribeyro cuando le obsequié un ejemplar de Entre tus dedos helados, la recopilación publicada por Espinasa, donde lo reúne con los de La noche y Una violeta de más.

De ese libro conseguí un ejemplar en una librería de viejo de la calle Donceles, donde también encontré los Cuentos de todos colores, de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, publicados por Botas, y además compré Gentes profanas en el convento, pues por esos días conseguí el libro de Arturo Casado Navarro sobre el pintor, escritor y vulcanólogo.

Entrevistado por Silvia Lemus, dentro de la serie de “Tratos y retratos”, don Luis (originario de Nuevo León) le contó que durante la guerra estuvo en Guadalcanal y milagrosamente escapó a la muerte en tres ocasiones consecutivas.

De regreso a los Estados Unidos, estudió literatura y enseñó en la Universidad de Illinois hasta 1975, cuando se retiró en Santa Bárbara, donde volvió a enseñar y vivió unos 30 años. El gobierno de México le otorgó la Orden del Águila Azteca y además lo condecoró Bill Clinton. Murió a principios de 2010, a los 102 años.

“Merecía vivir otros cien años”, le dije a Sara Poot, hablando del profesor Luis Leal, y a ella le gustó mi comentario y se lo repitió a Giorgio Perisinotto, que nos había invitado a cenar en su casa, y por un momento se había alejado de la mesa.

En realidad, yo solo hablé una vez con don Luis y esa conversación fue interrumpida por Esther Hernández Palacios, que se lo llevó a un restaurante donde yo no estaba invitado, durante un coloquio que organizó sobre el estridentismo.

Después de leer su Breve historia del cuento mexicano, publicada por las Ediciones de Andrea en 1956, empecé a buscar los libros de algunos narradores, y así encontré no sé dónde los cuentos de Francisco Rojas González, Mauricio Magdaleno y Ramón Rubín, publicados en los “breviarios” del Fondo de Cultura Económica. De Rubín leí entonces una larga entrevista en la revista Tierra Adentro. También compré la edición de Cuentos y sucedidos de Juan de la Cabada, publicados por el Fondo de Cultura Económica en cinco volúmenes, y antes la de sus cuentos, publicada por Editores Mexicanos Unidos y Un secreto en el paisaje del Conaculta. Además, en Mortiz adquirí algunos ejemplares que les quedaban de Una violeta de más, de Francisco Tario.

“Era un pelón hermosísimo”, me dijo don Joaquín Diez Cañedo hablando del autor, y Amalia Robledo me vendió una plaquette de Yo de amores qué sabía, tal vez su mejor cuento, que le quedaba en su librería –la Antigua Librería de Robledo que había reabierto cerca de la Palma de Niza.

Ese cuento, recuerdo, le gustó mucho a Ribeyro cuando le obsequié un ejemplar de Entre tus dedos helados, la recopilación publicada por Espinasa, donde lo reúne con los de La noche y Una violeta de más.

De ese libro conseguí un ejemplar en una librería de viejo de la calle Donceles, donde también encontré los Cuentos de todos colores, de Gerardo Murillo, el Dr. Atl, publicados por Botas, y además compré Gentes profanas en el convento, pues por esos días conseguí el libro de Arturo Casado Navarro sobre el pintor, escritor y vulcanólogo.

Entrevistado por Silvia Lemus, dentro de la serie de “Tratos y retratos”, don Luis (originario de Nuevo León) le contó que durante la guerra estuvo en Guadalcanal y milagrosamente escapó a la muerte en tres ocasiones consecutivas.

De regreso a los Estados Unidos, estudió literatura y enseñó en la Universidad de Illinois hasta 1975, cuando se retiró en Santa Bárbara, donde volvió a enseñar y vivió unos 30 años. El gobierno de México le otorgó la Orden del Águila Azteca y además lo condecoró Bill Clinton. Murió a principios de 2010, a los 102 años.

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