Despiertas, las sábanas perfumadas se esponjan rodeando tu cuerpo, tu cabello es un ejército de nubes que sobrevuelan tu cabeza, la ligereza se apodera de ti y una motivación extraña te invita a salir de la cama. Es una hermosa mañana, casi como si hubieras pasado la noche rondando por mundos mágicos y acaramelados. Así se siente estar enamorado, lo hemos sentido todos y lo sintió Clara, la protagonista de El Cascanueces en cuanto despertó de un largo sueño de navidad.
El Auditorio Nacional recibe al ballet más famoso del invierno: El Cascanueces. En la trama, durante la cena de Navidad, Drosselmeyer, el padrino juguetero de Clara, le regala un cascanueces mágico que cobra vida durante su sueño, la disminuye a su tamaño y en esa dimensión pequeñísima, la lleva a conocer mundos extraordinarios de conejos, juguetes, copos de nieve, hadas, dulces, pasteles flores y confituras que se esconden en el inmenso bosque que es en realidad el árbol de Navidad.
Este ballet, que llegó al Auditorio hace ya 21 años, se ha ganado el cariño del público ya que el espectáculo en sí mismo es un gran regalo, pues no cualquier día del año se pueden apreciar a más de 200 artistas de la Compañía Nacional de Danza y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes bajo la dirección de Iván López Reynoso (uno de los directores orquestales más jóvenes del país) interpretando a Chaikovski.
La primera imagen (imponente y fundamental) que nos presenta la escenografía de Sergio Villegas es una nuez dorada gigante que nos delimita al público como pequeños muñecos que habitan el mundo helado escrito por el cuentista alemán Amadeus Hoffman en 1816 y adaptado después por Alejandro Dumas. Bajo esa línea, el espectáculo se siente como un sueño mecánico de juguetería, los colores pasteles como el azul, rosa, lila y amarillo, se contrarrestan con morados rojos y dorados que completan la delicada sensación de pasear por un mundo de juguete.
El Cascanueces y Clara, con movimientos finos y precisos, pasean su enamoramiento entre melodías famosas como la clásica danza de la hadita de azúcar, el vals de las flores, la danza rusa (en la que el público aplaudió al ritmo de los bailarines), la danza de mazapanes y el famoso vals romántico entre el hada de azúcar y su caballero.
El vestuario, a cargo de Tolita y María Figueroa conforma una delicada paleta de colores y texturas como los brillos, la seda y la crinolina que se convierten en juegos vaporosos de movimiento, formando bailarinas envueltas en pétalos, copos de nieve que brillan esponjosos en cada vuelta, un juego de contrastes bicolor, telas árabes que se evaporan formando burbujas, e incluso guiños hacia la estética de la Rusia zarista. El aire contemporáneo es presentado por estructuras en blanco y negro al estilo Bauhaus en números como el de las marionetas, en el que se distingue el color humano del blanco y negro en los títeres, complementándose con sus movimientos mecánicos. La capa de Drosselmeyer, oscura y llena de constelaciones brillantes, se asemeja a un manto estelar que nos cubre, dándole paso a la noche con una delicada sutileza en el vestuario: girar la capa y dejar caer la nieve.
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Sin embargo, de entre tal cantidad de detalles y símbolos, lo que sigue brillando con más calidez en cada entrega, es la disposición del público ante este clásico espectáculo de invierno, pues a fin de cuentas El Cascanueces es y será por siempre el espíritu artístico de la Navidad. Un ballet que se convierte cada año en la pieza preferida de los enamorados, el espectáculo favorito de abuelos y amigos, los vestuarios que las madres intentan recrear con sus hijas, y la razón por la que miles de niños escucharán por primera vez el vals de las flores para repetirlo una y otra vez antes de dormir.
El Cascanueces continuará en escena hasta el 23 de diciembre en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México.