/ domingo 1 de marzo de 2020

Confesiones de cantina con el sacerdote del pueblo

Escuchar en la voz de un prisionero cómo abusó de su propia hija de apenas 4 meses para después asfixiarla le estrujó el corazón

Lo conocí en un bar de un pueblo cercano a Xalapa. De vez en vez me refugiaba ahí por las tardes a leer poemas de José Emilio Pacheco.

Ese día llevaba en mis manos El reposo del fuego, una primera edición de 1966 que el gran JE dedicó a Mario Vargas Llosa.

Mientras pedía el segundo güisqui en las rocas —nunca pasaba de tres—, leía el poema diez de la tercera sección, disfrutando las hojas amarillentas, cafezuscas, de este libro marcado por un epígrafe de Job 30, 28 en el primer capítulo: “No anheles la noche en que desaparecen los pueblos de su lugar”.

Lo vi cuando llegó y pidió un escocés doble. Ya sabía que era el cura del pueblo y no era la primera vez que lo había visto meterse a ese bar para tomarse dos copas y seguir su rutina diaria. Era un hombre recio, de mirada penetrante, hosco, huraño, pero amable con los parroquianos que lo saludaban.

Lo vi apurar el primer trago con fuerza y noté rabia en sus brazos, al tomar el vaso del líquido ambarino. En su mirada se percibía el dolor y la angustia de una pena atravesada que quizá quería digerir con los lingotazos del licor que el cantinero había puesto en su vaso de siempre.

II

Lo observaba por arriba de mis anteojos, mientras recorría el poema de Pacheco:

“Hay que darse valor para hacer esto. / No se puede callar, ir al silencio / y es tan profundamente inútil hacer esto. / Y es doloroso hablar. Más doloroso, / más difícil aún callarse a tiempo, / antes que los gusanos, los instantes, / abran la boca muda de una letra / y le coman su espíritu. Las sílabas / carcomidas, rengueantes, sonsonete…”, e iba a saltar a la siguiente página y me salté mejor a la mesa del cura.

—¿Qué le pasa don Francisco, lo veo preocupado? Me miró con desconfianza de momento, pero de inmediato, al ver mi atención, chocó su vaso con el mío y me sonrió. —Nada, hombre, gajes del oficio, nada serio.

—Debe ser difícil cargar con los pecados de un pueblo, ¿no?, le pregunté. Entonces levantó la cara, sorprendido por la pregunta y como si lo hubiera descubierto en sus cavilaciones.

III

Entonces llamó al mesero y le dijo que nos trajera dos dobles más. —Este yo se lo invito, me dijo, y me empezó a contar lo difícil que era cargar los pecados de un pueblo en la cabeza.

Conocedor de las prácticas de confesión de la iglesia católica, sabía que a un sacerdote le está prohibido contar detalles de la confesión de una persona. Lo que en confesión se dice, en confesión se queda y el cura incluso está obligado a no tocar el tema con la persona que le confesó, a no ser que la persona lo aborde aparte, para un consejo espiritual o de vida.

—¿Qué ha sido lo más difícil que ha escuchado? —Muchas cosas, me contestó, que no puedo decirle con detalle porque este pueblo es pequeño y todos se conocen. Hace muchos años, por ejemplo, me mandaron de confesor a una cárcel y hay cosas que si usted escuchara no se pararía de esa silla, por la impresión que le causarían.

—¿Qué pensaría, por ejemplo, de un hombre que le confiesa que abusó de su pequeña hija de cuatro meses de nacida y que ahí, en ese acto de locura y lascivia, mientras mancillaba su pequeño cuerpo, la asfixió, cortándole la vida para siempre?

Me quedé paralizado. No supe qué decir. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. —Sí, continuó el cura. Eso mismo sentí yo. Se me escurrió una lágrima, al llevar a mi mente la escena de ese hombre. Pero además, me dio coraje y sentí una furia terrible en lo más profundo de mí. Apreté los puños y me dieron ganas de acabar en ese momento con ese hombre, en borrarlo de la faz de la tierra, en molerlo a golpes hasta que no quedara un pedazo de carne en su lugar.

¿Pero qué podía hacer? Nada, contenerme. Ese hombre lloraba como un niño al confesarme ese acto de barbarie que había cometido con ese ser inocente, recién nacido. ¿Y qué le pedía a ese cura viejo que soy yo, que estaba ahí, sentado en ese confesionario? Ese hombre pedía el perdón de Dios que a través de mis manos puedo dar.

—¿Y qué era lo que yo tenía que hacer? Cumplir con mi obligación, otorgarle el perdón de sus pecados y decirle: hijo, vete en paz, tus pecados te han sido perdonados.

Lo hice, porque así me lo pide el rito de la confesión, pero terminé con el corazón estrujado, hecho añicos. Ese día llegué a la soledad de mi cuarto e intenté orar, pero las lágrimas inundaron mi rostro. En el silencio de mi corazón le reclamé un poco a Dios el por qué permitía estos actos de maldad. No me contestó. Sabe, algunas veces Dios no contesta, pero así es él.

—Padre, le dije. El siguiente güisqui lo invito yo. Otro día será hijo, me dijo con ternura. Otro día será, hoy tengo que seguir con mis actividades.

Se paró, pagó las copas que había invitado y se fue, saludando sonriente a los parroquianos que ahí se encontraban.

Yo sí pedí una cuarta copa y la apuré en dos tragos grandes, largos, deseando que asentaran en mi alma, esa confesión que ese día me hizo el cura del pueblo.

Lo conocí en un bar de un pueblo cercano a Xalapa. De vez en vez me refugiaba ahí por las tardes a leer poemas de José Emilio Pacheco.

Ese día llevaba en mis manos El reposo del fuego, una primera edición de 1966 que el gran JE dedicó a Mario Vargas Llosa.

Mientras pedía el segundo güisqui en las rocas —nunca pasaba de tres—, leía el poema diez de la tercera sección, disfrutando las hojas amarillentas, cafezuscas, de este libro marcado por un epígrafe de Job 30, 28 en el primer capítulo: “No anheles la noche en que desaparecen los pueblos de su lugar”.

Lo vi cuando llegó y pidió un escocés doble. Ya sabía que era el cura del pueblo y no era la primera vez que lo había visto meterse a ese bar para tomarse dos copas y seguir su rutina diaria. Era un hombre recio, de mirada penetrante, hosco, huraño, pero amable con los parroquianos que lo saludaban.

Lo vi apurar el primer trago con fuerza y noté rabia en sus brazos, al tomar el vaso del líquido ambarino. En su mirada se percibía el dolor y la angustia de una pena atravesada que quizá quería digerir con los lingotazos del licor que el cantinero había puesto en su vaso de siempre.

II

Lo observaba por arriba de mis anteojos, mientras recorría el poema de Pacheco:

“Hay que darse valor para hacer esto. / No se puede callar, ir al silencio / y es tan profundamente inútil hacer esto. / Y es doloroso hablar. Más doloroso, / más difícil aún callarse a tiempo, / antes que los gusanos, los instantes, / abran la boca muda de una letra / y le coman su espíritu. Las sílabas / carcomidas, rengueantes, sonsonete…”, e iba a saltar a la siguiente página y me salté mejor a la mesa del cura.

—¿Qué le pasa don Francisco, lo veo preocupado? Me miró con desconfianza de momento, pero de inmediato, al ver mi atención, chocó su vaso con el mío y me sonrió. —Nada, hombre, gajes del oficio, nada serio.

—Debe ser difícil cargar con los pecados de un pueblo, ¿no?, le pregunté. Entonces levantó la cara, sorprendido por la pregunta y como si lo hubiera descubierto en sus cavilaciones.

III

Entonces llamó al mesero y le dijo que nos trajera dos dobles más. —Este yo se lo invito, me dijo, y me empezó a contar lo difícil que era cargar los pecados de un pueblo en la cabeza.

Conocedor de las prácticas de confesión de la iglesia católica, sabía que a un sacerdote le está prohibido contar detalles de la confesión de una persona. Lo que en confesión se dice, en confesión se queda y el cura incluso está obligado a no tocar el tema con la persona que le confesó, a no ser que la persona lo aborde aparte, para un consejo espiritual o de vida.

—¿Qué ha sido lo más difícil que ha escuchado? —Muchas cosas, me contestó, que no puedo decirle con detalle porque este pueblo es pequeño y todos se conocen. Hace muchos años, por ejemplo, me mandaron de confesor a una cárcel y hay cosas que si usted escuchara no se pararía de esa silla, por la impresión que le causarían.

—¿Qué pensaría, por ejemplo, de un hombre que le confiesa que abusó de su pequeña hija de cuatro meses de nacida y que ahí, en ese acto de locura y lascivia, mientras mancillaba su pequeño cuerpo, la asfixió, cortándole la vida para siempre?

Me quedé paralizado. No supe qué decir. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. —Sí, continuó el cura. Eso mismo sentí yo. Se me escurrió una lágrima, al llevar a mi mente la escena de ese hombre. Pero además, me dio coraje y sentí una furia terrible en lo más profundo de mí. Apreté los puños y me dieron ganas de acabar en ese momento con ese hombre, en borrarlo de la faz de la tierra, en molerlo a golpes hasta que no quedara un pedazo de carne en su lugar.

¿Pero qué podía hacer? Nada, contenerme. Ese hombre lloraba como un niño al confesarme ese acto de barbarie que había cometido con ese ser inocente, recién nacido. ¿Y qué le pedía a ese cura viejo que soy yo, que estaba ahí, sentado en ese confesionario? Ese hombre pedía el perdón de Dios que a través de mis manos puedo dar.

—¿Y qué era lo que yo tenía que hacer? Cumplir con mi obligación, otorgarle el perdón de sus pecados y decirle: hijo, vete en paz, tus pecados te han sido perdonados.

Lo hice, porque así me lo pide el rito de la confesión, pero terminé con el corazón estrujado, hecho añicos. Ese día llegué a la soledad de mi cuarto e intenté orar, pero las lágrimas inundaron mi rostro. En el silencio de mi corazón le reclamé un poco a Dios el por qué permitía estos actos de maldad. No me contestó. Sabe, algunas veces Dios no contesta, pero así es él.

—Padre, le dije. El siguiente güisqui lo invito yo. Otro día será hijo, me dijo con ternura. Otro día será, hoy tengo que seguir con mis actividades.

Se paró, pagó las copas que había invitado y se fue, saludando sonriente a los parroquianos que ahí se encontraban.

Yo sí pedí una cuarta copa y la apuré en dos tragos grandes, largos, deseando que asentaran en mi alma, esa confesión que ese día me hizo el cura del pueblo.

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