/ miércoles 5 de junio de 2019

Crónica || "Adiós a Acapulco"

Francisco y Daniel son amigos hasta que la inseguridad los separa físicamente y los obliga a continuar su amistad de diferente manera

“Fue idea de mi mamá, vivíamos en un lugar de miedo entre balas y muertos, y un día simplemente me avisó que nos íbamos”. Fueron las primeras palabras que escuché de Daniel dos meses después de que él, su mamá y su abuela desaparecieron sin dejar huella de la colonia Renacimiento en Acapulco, Guerrero.

Era agosto de 2017, el ciclo escolar acababa de iniciar, Daniel, mi mejor amigo, parecía enfermo. No hablaba con nadie, se veía pálido y disperso. Se lo achaqué al hecho de vivir en Acapulco, un paraíso para los turistas, pero para los que vivíamos ahí era justo lo que las noticias habían informado: La segunda ciudad más violenta del mundo.

La violencia en Acapulco era tan normal -o ya la habíamos normalizado- como el calor agobiante del verano, no era difícil ser testigo de una balacera, un levantón o una ejecución. Unos días antes de entrar a clases, camino a la tienda, me tocó ver cómo levantaban a un tipo, 5 minutos después escuché un balazo. Era lo común en la bahía más hermosa del mundo, donde la gente ya no salía de su casa después de las 8 de la noche.

Ese miércoles de mediados de agosto Daniel no llegó a clase, ni el jueves, ni el viernes. Su teléfono estaba apagado y nadie en la escuela sabía de él. Varios compañeros intentamos ir a su casa, pero la situación estaba tan fea que no nos dejaron pasar. Pensamos lo peor.

La mamá de Daniel trabajaba todo el día, salía antes de que amaneciera y volvía ya entrada la noche. Sus vecinos no sé a que se dedicaban, pero siempre se escuchaban balazos en su casa, por esa y muchas otras razones, un día la señora le informó a su hijo que se iban a ir a Tijuana, para cruzar a Estados Unidos, pero nadie podía saberlo, ni siquiera yo, su mejor amigo.

“Tenía que actuar lo más normal posible, pero mi cerebro estaba entumido, en shock, tenía miedo”. El plan era llegar con un primo suyo que los llevaría cerca de la entrada a Estados Unidos, donde pedirían asilo. Tomaron un vuelo a CDMX y de ahí otro que los llevó a Tijuana.

“Tijuana es como Estados Unidos pero en México, no se parece nada a Acapulco”, me dijo Daniel sobre su efímero paso por esa ciudad fronteriza. El proceso de solicitud de asilo en Estados Unidos es el más seguro para los migrantes, además de ser legal, ya que son trámites que se hacen ante la autoridad aduanera de ese país. Daniel no sabe cuánto tiempo estuvo investigando su mamá sobre este proceso, pero reconoció que sabía perfectamente de lo que hablaba. El primo de su mamá los dejó en la puerta del cruce fronterizo, donde después de hacer la petición formal de asilo los llevaron a una sala para tomar sus perfiles biométricos, les dieron de comer unos burritos y jugo, y posteriormente entrevistaron en un cuarto aparte a su mamá y a su abuelita. Los retuvieron durante 24 horas y los llevaron a otras instalaciones en San Diego, California.

Desde ahí las autoridades contactaron a un tío suyo para que los recogiera y se hiciera responsable de ellos. Un amigo de su tío los llevó a cenar a McDonald’s. El tío vivía a 6 horas de San Diego, en el trayecto Daniel fue escuchando música, recordando Acapulco.

A su mamá le colocaron un brazalete electrónico en el tobillo, y cada semana un representante los visitaba para ir actualizando su status. Era septiembre y las clases ya habían comenzado, la mamá de Daniel y su tío acordaron inscribirlo al bachillerato local. Daniel se sentía deprimido, en un lugar desconocido, sin amigos, sin contacto con su anterior vida. Pero a la vez comenzó a darse cuenta lo que era vivir en la economía más grande del mundo y el poder de los dólares. “Yo tenía dos dólares que me había traído de Acapulco, y con eso pude comprarme ropa. En la calle me di cuenta de la infraestructura y la seguridad, muy diferente a México”. Un par de semanas después, entró a la escuela y, al igual que en la pequeña ciudad donde vive, la mayoría de las personas hablaban español. Sin embargo, la ansiedad social lo hacía no interactuar con sus compañeros, hasta que poco a poco se fue integrando. Su tío le regaló un celular con el cual pudo comunicarse. Él me contó su historia y yo le conté cómo nos habíamos organizado para buscarlo como a los desaparecidos.

La escuela donde estudia Daniel poco tiene que ver con su colegio de Acapulco. Hay un transporte que lo lleva y trae de regreso a casa, un campo de fútbol, gimnasio, auditorio, cafetería y muchos talleres, además de libros y comida gratis. Su mamá consiguió un trabajo con el cual pudieron mudarse a una casa propia, y él está ahorrando para un auto, ya que consiguió una beca para estudiar idiomas en la universidad, y es que en sus palabras “...llegué a Estados Unidos por cosas fuera de mi control, extraño muchas cosas de México como la comida y las personas, pero ahora vivo decente, vivo tranquilo, vivo normal como cualquier chico de mi edad, a veces pienso cómo sería si nunca me hubiera ido, pero fuera de eso, estoy feliz”.

Daniel desapareció de Acapulco en agosto de 2017, un año después yo cambié la bahía más bonita del mundo por la Ciudad de las Flores: Xalapa.

*Estudiante ganador del primer lugar de crónica del Certamen Estatal de Periodismo Estudiantil Ético DGB 2019.

“Fue idea de mi mamá, vivíamos en un lugar de miedo entre balas y muertos, y un día simplemente me avisó que nos íbamos”. Fueron las primeras palabras que escuché de Daniel dos meses después de que él, su mamá y su abuela desaparecieron sin dejar huella de la colonia Renacimiento en Acapulco, Guerrero.

Era agosto de 2017, el ciclo escolar acababa de iniciar, Daniel, mi mejor amigo, parecía enfermo. No hablaba con nadie, se veía pálido y disperso. Se lo achaqué al hecho de vivir en Acapulco, un paraíso para los turistas, pero para los que vivíamos ahí era justo lo que las noticias habían informado: La segunda ciudad más violenta del mundo.

La violencia en Acapulco era tan normal -o ya la habíamos normalizado- como el calor agobiante del verano, no era difícil ser testigo de una balacera, un levantón o una ejecución. Unos días antes de entrar a clases, camino a la tienda, me tocó ver cómo levantaban a un tipo, 5 minutos después escuché un balazo. Era lo común en la bahía más hermosa del mundo, donde la gente ya no salía de su casa después de las 8 de la noche.

Ese miércoles de mediados de agosto Daniel no llegó a clase, ni el jueves, ni el viernes. Su teléfono estaba apagado y nadie en la escuela sabía de él. Varios compañeros intentamos ir a su casa, pero la situación estaba tan fea que no nos dejaron pasar. Pensamos lo peor.

La mamá de Daniel trabajaba todo el día, salía antes de que amaneciera y volvía ya entrada la noche. Sus vecinos no sé a que se dedicaban, pero siempre se escuchaban balazos en su casa, por esa y muchas otras razones, un día la señora le informó a su hijo que se iban a ir a Tijuana, para cruzar a Estados Unidos, pero nadie podía saberlo, ni siquiera yo, su mejor amigo.

“Tenía que actuar lo más normal posible, pero mi cerebro estaba entumido, en shock, tenía miedo”. El plan era llegar con un primo suyo que los llevaría cerca de la entrada a Estados Unidos, donde pedirían asilo. Tomaron un vuelo a CDMX y de ahí otro que los llevó a Tijuana.

“Tijuana es como Estados Unidos pero en México, no se parece nada a Acapulco”, me dijo Daniel sobre su efímero paso por esa ciudad fronteriza. El proceso de solicitud de asilo en Estados Unidos es el más seguro para los migrantes, además de ser legal, ya que son trámites que se hacen ante la autoridad aduanera de ese país. Daniel no sabe cuánto tiempo estuvo investigando su mamá sobre este proceso, pero reconoció que sabía perfectamente de lo que hablaba. El primo de su mamá los dejó en la puerta del cruce fronterizo, donde después de hacer la petición formal de asilo los llevaron a una sala para tomar sus perfiles biométricos, les dieron de comer unos burritos y jugo, y posteriormente entrevistaron en un cuarto aparte a su mamá y a su abuelita. Los retuvieron durante 24 horas y los llevaron a otras instalaciones en San Diego, California.

Desde ahí las autoridades contactaron a un tío suyo para que los recogiera y se hiciera responsable de ellos. Un amigo de su tío los llevó a cenar a McDonald’s. El tío vivía a 6 horas de San Diego, en el trayecto Daniel fue escuchando música, recordando Acapulco.

A su mamá le colocaron un brazalete electrónico en el tobillo, y cada semana un representante los visitaba para ir actualizando su status. Era septiembre y las clases ya habían comenzado, la mamá de Daniel y su tío acordaron inscribirlo al bachillerato local. Daniel se sentía deprimido, en un lugar desconocido, sin amigos, sin contacto con su anterior vida. Pero a la vez comenzó a darse cuenta lo que era vivir en la economía más grande del mundo y el poder de los dólares. “Yo tenía dos dólares que me había traído de Acapulco, y con eso pude comprarme ropa. En la calle me di cuenta de la infraestructura y la seguridad, muy diferente a México”. Un par de semanas después, entró a la escuela y, al igual que en la pequeña ciudad donde vive, la mayoría de las personas hablaban español. Sin embargo, la ansiedad social lo hacía no interactuar con sus compañeros, hasta que poco a poco se fue integrando. Su tío le regaló un celular con el cual pudo comunicarse. Él me contó su historia y yo le conté cómo nos habíamos organizado para buscarlo como a los desaparecidos.

La escuela donde estudia Daniel poco tiene que ver con su colegio de Acapulco. Hay un transporte que lo lleva y trae de regreso a casa, un campo de fútbol, gimnasio, auditorio, cafetería y muchos talleres, además de libros y comida gratis. Su mamá consiguió un trabajo con el cual pudieron mudarse a una casa propia, y él está ahorrando para un auto, ya que consiguió una beca para estudiar idiomas en la universidad, y es que en sus palabras “...llegué a Estados Unidos por cosas fuera de mi control, extraño muchas cosas de México como la comida y las personas, pero ahora vivo decente, vivo tranquilo, vivo normal como cualquier chico de mi edad, a veces pienso cómo sería si nunca me hubiera ido, pero fuera de eso, estoy feliz”.

Daniel desapareció de Acapulco en agosto de 2017, un año después yo cambié la bahía más bonita del mundo por la Ciudad de las Flores: Xalapa.

*Estudiante ganador del primer lugar de crónica del Certamen Estatal de Periodismo Estudiantil Ético DGB 2019.

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