/ domingo 26 de enero de 2020

Todo el pueblo sabe de un secuestro y lo calla bebiendo cerveza

En este relato dominical Miguel Valera escribe sobre lo que pasa en un pueblo cuando ocurre un "levantón" más

No compadre, no vengas para acá. No salgas de tu casa, “ya sabes”, le dijo Marcelino a Roger.

Era mediodía de un sábado cualquiera en un pueblo caliente de Veracruz. Marcelino había salido muy temprano a comprar carnitas con don Chencho y en cuanto escuchó el ruido de las camionetas se subió a la bicicleta y salió en chinga para su casa.

Llegó, jaló a sus hijas para una habitación, bajó las láminas de seguridad, cerró las ventanas y las puso a ver una película. “No se muevan de aquí”, les ordenó. En la calle, el run-run de camionetas que iban y venían.

Cuando llegaba a su casa vio a un hombre desesperado que se metía a un callejón sin salida. Iba bien vestido, en un Corolla rojo. No es del pueblo, pensó, allá que se las arregle.

Luego de encerrar a sus hijas, Marcelino empezó a mandar mensajes de whatsApp a sus amigos en el chat de seguridad de la comunidad. Desde ahí, siguieron el operativo que un grupo de delincuentes realizó en el pueblo.

—Vienen por alguien. —Es una camioneta y dos coches. —Yo vi a un hombre por acá. —Sí, quién sabe quién es. —Trae un Corolla rojo. —Está bien, no abran las ventanas de sus casas hasta que se vayan. —Está bien. —Cambio y fuera. —Siguen por la tortillería. —No, ya se movieron al parque.— Están rumbo a la salida norte, hacia San Román. —Ya se movieron nuevamente. —Van hacia el centro.

En tanto, en el callejón sin salida el hombre dejó su vehículo, brincó una cerca y corrió por una vereda, que para su desgracia lo llevó al río y luego al parque del centro. No pudo hacer nada más, ahí lo agarraron.

Dos hombres armados, fornidos, malencarados, se bajaron de una camioneta cargada con planchas de cerveza y amagaron al pobre hombre que ya venía todo sudado, con zapatos y pantalones mojados. Lo metieron a uno de los coches a golpes y arrancaron rumbo a la carretera federal.

Ahí, junto al parque, a unos cuantos metros de la iglesia, se quedó la camioneta cargada de planchas de cerveza.

La gente del pueblo siguió la persecución a través del grupo de whatsAppp. —Ya se fueron. —Ya casi. —Van por el segundo tope. —Ya, pasando el primero. —Listo, fuera del pueblo. —Esperemos unos minutos y les digo si regresan. —Nada, ya, todo normal. —Vengan al parque, hay cerveza para todos.

Y así, en peregrinación de fiesta llegaron al parque y en un dos por tres bajaron las planchas de cerveza de la camioneta que ahí, con las llaves pegadas, se quedó a una temperatura de 38 grados centígrados.

Está caliente esta cerveza, hay que enfriarla. Hay para todos, dijeron. Uno a uno, los habitantes de este pueblo se fueron repartiendo la cerveza abandonada.

La camioneta quedó ahí, a la intemperie, abrazada por los rayos del sol.

—¿Y la policía? Nunca apareció. —¿Alguien dijo algo del secuestrado? Nadie. Todo el pueblo sabía quiénes se lo llevaron y todos callaron, porque lo mejor es no preguntar, es no decir nada, es no saber nada, es tomarse una cerveza.

Venga, compadre, ya todo libre, le dijo Marcelino a Roger. —Venga a tomarse una cerveza, estos hombres ya nos hicieron la tarde. Si se acaban, voy por otras con don Chencho, ya ve que al menos alcancé carnitas esta mañana, así que por la comida no se preocupe.

Desde su jacal, don Alfredo prendió su televisor, un aparato grande, “inteligente”, le dijeron sus hijos cuando se lo regalaron.

Desde esa ventana luminosa de ficciones, el presidente Andrés Manuel López Obrador daba un discurso sobre seguridad y bienestar en el país.

“Ya acabamos con la corrupción. Ya la desterramos. Ahora ya no hay vínculos de delincuentes con gobernantes. Antes los delincuentes actuaban en contubernio con las autoridades, eran lo mismo. Eso se acabó. Eso ya no existe en el país”.

Don Alfredo torció la boca. Por la ventana había visto todo el operativo y sabía quién los dirigía y quién operaba la red de secuestros y extorsiones en el municipio.

Apagó el televisor, secó el sudor de su frente con el pañuelo rojo que lo acompañaba siempre y salió a festejar la plancha de cerveza que les habían dejado en el parque.

A esas horas, el “levantado” quizá ya estaba muerto y en breve vendría a formar parte de las estadísticas aunque se tratara de una “tragedia humana”.

No compadre, no vengas para acá. No salgas de tu casa, “ya sabes”, le dijo Marcelino a Roger.

Era mediodía de un sábado cualquiera en un pueblo caliente de Veracruz. Marcelino había salido muy temprano a comprar carnitas con don Chencho y en cuanto escuchó el ruido de las camionetas se subió a la bicicleta y salió en chinga para su casa.

Llegó, jaló a sus hijas para una habitación, bajó las láminas de seguridad, cerró las ventanas y las puso a ver una película. “No se muevan de aquí”, les ordenó. En la calle, el run-run de camionetas que iban y venían.

Cuando llegaba a su casa vio a un hombre desesperado que se metía a un callejón sin salida. Iba bien vestido, en un Corolla rojo. No es del pueblo, pensó, allá que se las arregle.

Luego de encerrar a sus hijas, Marcelino empezó a mandar mensajes de whatsApp a sus amigos en el chat de seguridad de la comunidad. Desde ahí, siguieron el operativo que un grupo de delincuentes realizó en el pueblo.

—Vienen por alguien. —Es una camioneta y dos coches. —Yo vi a un hombre por acá. —Sí, quién sabe quién es. —Trae un Corolla rojo. —Está bien, no abran las ventanas de sus casas hasta que se vayan. —Está bien. —Cambio y fuera. —Siguen por la tortillería. —No, ya se movieron al parque.— Están rumbo a la salida norte, hacia San Román. —Ya se movieron nuevamente. —Van hacia el centro.

En tanto, en el callejón sin salida el hombre dejó su vehículo, brincó una cerca y corrió por una vereda, que para su desgracia lo llevó al río y luego al parque del centro. No pudo hacer nada más, ahí lo agarraron.

Dos hombres armados, fornidos, malencarados, se bajaron de una camioneta cargada con planchas de cerveza y amagaron al pobre hombre que ya venía todo sudado, con zapatos y pantalones mojados. Lo metieron a uno de los coches a golpes y arrancaron rumbo a la carretera federal.

Ahí, junto al parque, a unos cuantos metros de la iglesia, se quedó la camioneta cargada de planchas de cerveza.

La gente del pueblo siguió la persecución a través del grupo de whatsAppp. —Ya se fueron. —Ya casi. —Van por el segundo tope. —Ya, pasando el primero. —Listo, fuera del pueblo. —Esperemos unos minutos y les digo si regresan. —Nada, ya, todo normal. —Vengan al parque, hay cerveza para todos.

Y así, en peregrinación de fiesta llegaron al parque y en un dos por tres bajaron las planchas de cerveza de la camioneta que ahí, con las llaves pegadas, se quedó a una temperatura de 38 grados centígrados.

Está caliente esta cerveza, hay que enfriarla. Hay para todos, dijeron. Uno a uno, los habitantes de este pueblo se fueron repartiendo la cerveza abandonada.

La camioneta quedó ahí, a la intemperie, abrazada por los rayos del sol.

—¿Y la policía? Nunca apareció. —¿Alguien dijo algo del secuestrado? Nadie. Todo el pueblo sabía quiénes se lo llevaron y todos callaron, porque lo mejor es no preguntar, es no decir nada, es no saber nada, es tomarse una cerveza.

Venga, compadre, ya todo libre, le dijo Marcelino a Roger. —Venga a tomarse una cerveza, estos hombres ya nos hicieron la tarde. Si se acaban, voy por otras con don Chencho, ya ve que al menos alcancé carnitas esta mañana, así que por la comida no se preocupe.

Desde su jacal, don Alfredo prendió su televisor, un aparato grande, “inteligente”, le dijeron sus hijos cuando se lo regalaron.

Desde esa ventana luminosa de ficciones, el presidente Andrés Manuel López Obrador daba un discurso sobre seguridad y bienestar en el país.

“Ya acabamos con la corrupción. Ya la desterramos. Ahora ya no hay vínculos de delincuentes con gobernantes. Antes los delincuentes actuaban en contubernio con las autoridades, eran lo mismo. Eso se acabó. Eso ya no existe en el país”.

Don Alfredo torció la boca. Por la ventana había visto todo el operativo y sabía quién los dirigía y quién operaba la red de secuestros y extorsiones en el municipio.

Apagó el televisor, secó el sudor de su frente con el pañuelo rojo que lo acompañaba siempre y salió a festejar la plancha de cerveza que les habían dejado en el parque.

A esas horas, el “levantado” quizá ya estaba muerto y en breve vendría a formar parte de las estadísticas aunque se tratara de una “tragedia humana”.

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