/ domingo 19 de enero de 2020

Esos ojos de la muerte iban por mi iban por mi sangre, por mi corazón, por mi vida

En esta entrega, Miguel Valera narra que para Melquiades matar también es una profesión

Estoy seguro que vi en sus ojos la sombra de la muerte. Conozco a quienes día a día vienen a caminar a la Isleta, este hermoso espacio, luminoso, de Los Lagos de Xalapa. A ese hombre nunca lo había visto aquí.

No sé si alguien lo envió o si fue solo a advertirme. No niego que me dio miedo. Conozco las miradas. Hay de indiferencia, de cariño, de amor profundo, de rencor, de desdén, de compasión, de odio y de muerte. Esa, esa, era de muerte. Sé que vi, en esas pupilas negras, la guadaña desafiante sobre mi cabeza.

Creo que hasta Roky lo sintió. Ladró. Apresuró el paso, me jaloneó desde su correa afianzada al pecho. Cuando, como la esposa de Lot, regresé la mirada sobre mi espalda, el hombre había desaparecido, ya no estaba, pero de lo que no tengo duda es que intentó inyectarme miedo con su mirada.

II

El día en que dos hombres me atacaron, mientras regresaba por un callejón a mi casa de El Dique, me encontré nuevamente con esa mirada de muerte. Fue un déja vu, eso que los psicólogos llaman “paramnesia” o la sensación de que ya hemos visto o vivido algo.

Así fue. Me defendí como pude y puedo contar esto porque salvé el pellejo. Aunque me hirieron, por la oportuna intervención de los vecinos logré salvarme, pero iban con toda la intención de matarme. De eso no tengo duda.

No iban por mi dinero, por mi cartera, por mi reloj o por el viejo portafolio en donde siempre cargo expedientes de litigios o casos recientes que estudio en mi profesión de abogado. No, iban por mi sangre, por mi corazón, por mi vida.

III

El día que conocí a Melquiades en el bar La Chispita, en la esquina de la calle Costa Rica y República de El Salvador, entendí mejor esa vivencia con “la mirada de la muerte” que tuve en Los Lagos de Xalapa.

Originario del municipio de La Antigua, Melquiades fue carnicero en su juventud y luego intentó trabajar en el campo, sembrando caña en una parcela que le heredó su padre. Sufrió, pero sacaba para comer.

En los bares de Cardel conoció a los “colombianos”, el grupo delincuencial que controlaba centros de diversión y mujeres que se dedicaban a la prostitución.

Luego de una dolorosa separación, Melquiades se prometió que no volvería a enamorarse, pero como más rápido cae un hablador que un cojo, se enredó con “Selene”, una hermosa chica de un bar de esa ciudad.

Luego de una intensa y tóxica relación, terminó por huir a Xalapa, pero ya en esa ciudad había aprendido una nueva profesión que le había dejado mejores ganancias pecuniarias.

Por eso el día que le conté sobre lo que me pasó en Los Lagos y en ese callejón de El Dique, Melquiades chocó su botella de cerveza con la mía y me dijo firme, seguro y convencido: “Matar también es una profesión”.

IV

Es la profesión más antigua, añadió. Si recuerdas, Caín mató a Abel. ¿Por qué lo mató? Por envidia, por ser su competencia, porque veía que Dios le tenía preferencia, me dijo, como si de un erudito de teología se tratara.

Desde entonces todos los seres humanos buscan matar a otros seres humanos, añadió, mientras el humo de los cigarrillos inundaba el bar La Chispita en esas calles con nombres de países centroamericanos.

No sé por qué la gente se extraña. Esa es la historia de la humanidad. Y claro que se ve la muerte en la mirada. Y mira, lo más difícil para volverte un profesional de la muerte es hacerlo la primera vez. Si lo haces la primera vez lo puedes hacer siempre.

Y no sabes cuánto invierte la gente por matar a la gente. Es uno de los negocios más grandes del mundo. Te matan por unos cuantos pesos en la calle, pero también te matan por fortunas e incluso hay organizaciones mundiales que impulsan estrategias y programas para matar a otros seres humanos y quedarse con su dinero y los recursos naturales.

—Bueno, le interrumpí, eso ya parece una teoría conspiradora. Pues sí, añadió Melquiades, pero así es. Los seres humanos llevamos sobre nuestra espalda y en nuestras entrañas, el signo, la huella, la marca, la impronta de Caín. Todos buscamos matar al que está enfrente por una sencilla razón, porque es diferente a nosotros, porque no piensa como nosotros, porque no lo podemos manipular. Si es manipulable, si se sujeta a nuestra voluntad o a nuestros caprichos, entonces tiene derecho a vivir.

—¿A cuántas personas le has quitado la vida? Eso no te lo puedo decir y no te puedo decir más, porque estaría en riesgo tu vida. Su frase me paralizó. Entonces vi también, en su mirada, como en la mirada del hombre de Los Lagos, la sombra de la muerte. Sí, sí se puede ver la sombra de la muerte, me dije, convencido, esa tarde de chelas en el Bar La Chispita de la calle Costa Rica.

Estoy seguro que vi en sus ojos la sombra de la muerte. Conozco a quienes día a día vienen a caminar a la Isleta, este hermoso espacio, luminoso, de Los Lagos de Xalapa. A ese hombre nunca lo había visto aquí.

No sé si alguien lo envió o si fue solo a advertirme. No niego que me dio miedo. Conozco las miradas. Hay de indiferencia, de cariño, de amor profundo, de rencor, de desdén, de compasión, de odio y de muerte. Esa, esa, era de muerte. Sé que vi, en esas pupilas negras, la guadaña desafiante sobre mi cabeza.

Creo que hasta Roky lo sintió. Ladró. Apresuró el paso, me jaloneó desde su correa afianzada al pecho. Cuando, como la esposa de Lot, regresé la mirada sobre mi espalda, el hombre había desaparecido, ya no estaba, pero de lo que no tengo duda es que intentó inyectarme miedo con su mirada.

II

El día en que dos hombres me atacaron, mientras regresaba por un callejón a mi casa de El Dique, me encontré nuevamente con esa mirada de muerte. Fue un déja vu, eso que los psicólogos llaman “paramnesia” o la sensación de que ya hemos visto o vivido algo.

Así fue. Me defendí como pude y puedo contar esto porque salvé el pellejo. Aunque me hirieron, por la oportuna intervención de los vecinos logré salvarme, pero iban con toda la intención de matarme. De eso no tengo duda.

No iban por mi dinero, por mi cartera, por mi reloj o por el viejo portafolio en donde siempre cargo expedientes de litigios o casos recientes que estudio en mi profesión de abogado. No, iban por mi sangre, por mi corazón, por mi vida.

III

El día que conocí a Melquiades en el bar La Chispita, en la esquina de la calle Costa Rica y República de El Salvador, entendí mejor esa vivencia con “la mirada de la muerte” que tuve en Los Lagos de Xalapa.

Originario del municipio de La Antigua, Melquiades fue carnicero en su juventud y luego intentó trabajar en el campo, sembrando caña en una parcela que le heredó su padre. Sufrió, pero sacaba para comer.

En los bares de Cardel conoció a los “colombianos”, el grupo delincuencial que controlaba centros de diversión y mujeres que se dedicaban a la prostitución.

Luego de una dolorosa separación, Melquiades se prometió que no volvería a enamorarse, pero como más rápido cae un hablador que un cojo, se enredó con “Selene”, una hermosa chica de un bar de esa ciudad.

Luego de una intensa y tóxica relación, terminó por huir a Xalapa, pero ya en esa ciudad había aprendido una nueva profesión que le había dejado mejores ganancias pecuniarias.

Por eso el día que le conté sobre lo que me pasó en Los Lagos y en ese callejón de El Dique, Melquiades chocó su botella de cerveza con la mía y me dijo firme, seguro y convencido: “Matar también es una profesión”.

IV

Es la profesión más antigua, añadió. Si recuerdas, Caín mató a Abel. ¿Por qué lo mató? Por envidia, por ser su competencia, porque veía que Dios le tenía preferencia, me dijo, como si de un erudito de teología se tratara.

Desde entonces todos los seres humanos buscan matar a otros seres humanos, añadió, mientras el humo de los cigarrillos inundaba el bar La Chispita en esas calles con nombres de países centroamericanos.

No sé por qué la gente se extraña. Esa es la historia de la humanidad. Y claro que se ve la muerte en la mirada. Y mira, lo más difícil para volverte un profesional de la muerte es hacerlo la primera vez. Si lo haces la primera vez lo puedes hacer siempre.

Y no sabes cuánto invierte la gente por matar a la gente. Es uno de los negocios más grandes del mundo. Te matan por unos cuantos pesos en la calle, pero también te matan por fortunas e incluso hay organizaciones mundiales que impulsan estrategias y programas para matar a otros seres humanos y quedarse con su dinero y los recursos naturales.

—Bueno, le interrumpí, eso ya parece una teoría conspiradora. Pues sí, añadió Melquiades, pero así es. Los seres humanos llevamos sobre nuestra espalda y en nuestras entrañas, el signo, la huella, la marca, la impronta de Caín. Todos buscamos matar al que está enfrente por una sencilla razón, porque es diferente a nosotros, porque no piensa como nosotros, porque no lo podemos manipular. Si es manipulable, si se sujeta a nuestra voluntad o a nuestros caprichos, entonces tiene derecho a vivir.

—¿A cuántas personas le has quitado la vida? Eso no te lo puedo decir y no te puedo decir más, porque estaría en riesgo tu vida. Su frase me paralizó. Entonces vi también, en su mirada, como en la mirada del hombre de Los Lagos, la sombra de la muerte. Sí, sí se puede ver la sombra de la muerte, me dije, convencido, esa tarde de chelas en el Bar La Chispita de la calle Costa Rica.

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