/ domingo 2 de agosto de 2020

Narración: lo metieron de militar "para quitarle lo gay"

Una hermosa joven posa sus ojos en un apuesto militar que sufre un calvario por su identidad sexual

Sara Ramos González era la reportera más guapa de la Ciudad de México.

Ojos verdes, cabellos rizados, piel blanca, como la luna, destacaba por su eterna sonrisa, su don de gentes y una luminosidad que atraía a todas las miradas en cualquier lugar en el que se parara. Si el rey Salomón la hubiera visto ahí, de pie, en Reforma, reporteando el desfile del 16 de septiembre, seguramente hubiera repetido lo que escribió en El cantar de los cantares: “¡Qué bella eres! Palomas son tus ojos… Tus labios, una cinta de escarlata… Tu cuello, la torre de David. Tus dos pechos, cual dos crías mellizas de gacela que pacen entre lirios…”.

Atenta a lo que pudiera ocurrir ese día, Sara no atendía la mirada de quienes de frente o de reojo le miraban contenida en esos jeans azules, ajustados, que resaltaban su derrière. No, ella tenía sus pupilas clavadas en un militar maduro, que firme, erguido, contemplaba la parada cívico-militar de ese día caluroso en la Ciudad de México.

II

Entonces me tocó el hombro y me dijo: ¿ya viste, Juanjo, a ese militar que está ahí parado? Es guapísimo. ¡Qué hombre! La verdad, con uno así quiero casarme. Me canso, me dijo sonriente, para sacarme una vez más de mis deseos absurdos de terminar un día con ella, en la cama de mi departamento en la colonia Narvarte.

“Pinche soldadillo, ¿qué le ves? Nada interesante”, le contesté desinteresado, pero al ver su insistencia, me acerqué un poco y de inmediato reconocí a mi antiguo paisano y excompañero de la escuela primaria en mi natal Veracruz. “Pero si a este hombre yo lo conozco. Es nada más y nada menos que Román Álvarez de la Rosa”, le dije a Sarita, quien emocionada, se abalanzó sobre él para que la presentara.

Román me reconoció de inmediato, le presenté a Sarita y en cinco o diez minutos resumimos los últimos años de nuestras vidas. Mira, pues aquí estoy, me dijo Román. Soy médico, militar y hoy, por primera vez en muchos años, no tuve que participar en el desfile.

Deseosa de convivir más con mi amigo el uniformado, Sarita propuso que camináramos a 5 de Mayo, para meternos a La Ópera a tomar una cerveza, un whisky y probar los caracoles en chipotle, la especialidad botanera de la casa. Román dijo que no podía entrar con uniforme a un bar, pero que muy cerca de esta zona, en la calle de Donceles, tenía un departamento y que ahí podíamos convivir y conversar.

III

Entre trago y trago, y para desilusionar de tajo a Sarita, Román nos contó que era gay y que su padre lo había metido al Colegio Militar porque quería que se le quitara eso.

“Tú recuerdas, Juanjo, que cuando éramos niños, mi padre me pegó una paliza, por mi forma de ser, por mi manera de caminar, por los gustos que ya tenía desde eso entonces”.

“Nunca voy a olvidar la manera en que tu padre y tu madre me defendieron, Juanjo. Si ellos no hubieran intervenido, te juro que me mata. Pasé varios días en el hospital y de verdad, nunca voy a olvidar las atenciones y el cariño que me dio tu madre.

Antes de perder la conciencia, ese día, escuché cómo tu padre enfrentó al general Álvarez y le dijo: yo también estoy armado”, contó.

“Pero eso no fue todo. Cuando entré al Colegio Militar fui objeto de burlas y acoso. Un día uno de mis compañeros me encerró en un cuarto y me violó con un palo de escoba. Para que se te quite lo maricón, me dijo”.

“Estuve diez días en la enfermería. Mi padre supo y no hizo nada. Nadie hizo nada. Guardé por muchos años ese episodio hasta que un día, ya graduado de la academia como subteniente y médico militar, busqué en privado a ese excompañero de milicia, lo enfrenté y lo molí a golpes por casi media hora. Solo así pude descansar y sacar todo el coraje que guardé por años”.

IV

Sarita no paraba de llorar. Yo ya había desanudado mi corbata pero traía otro nudo entre el alma y el corazón. Apuré un whisky doble en mi vaso old fashion, para contener las lágrimas y entonces recordé un día de tragos en un bar del puerto jarocho.

Mientras trataba de calmar algunas penas, en la barra, por el espejo vi a un cabrón que entró por la puerta abatible del local. Me llamó la atención por su pose y sus ademanes, que eran de lo más gay que te puedas imaginar. “Pinche maricón”, pensé en mis adentros, pero cuál fue mi sorpresa que cuando se acomodó en la barra era nada más y nada menos que el general Álvarez, vestido de civil. Sí, el padre de Román Álvarez de la Rosa, el mismo que tuvo que hacerse militar para que se le quitara lo maricón, sin imaginarse si quiera que era herencia de su mismo padre.

Sara Ramos González era la reportera más guapa de la Ciudad de México.

Ojos verdes, cabellos rizados, piel blanca, como la luna, destacaba por su eterna sonrisa, su don de gentes y una luminosidad que atraía a todas las miradas en cualquier lugar en el que se parara. Si el rey Salomón la hubiera visto ahí, de pie, en Reforma, reporteando el desfile del 16 de septiembre, seguramente hubiera repetido lo que escribió en El cantar de los cantares: “¡Qué bella eres! Palomas son tus ojos… Tus labios, una cinta de escarlata… Tu cuello, la torre de David. Tus dos pechos, cual dos crías mellizas de gacela que pacen entre lirios…”.

Atenta a lo que pudiera ocurrir ese día, Sara no atendía la mirada de quienes de frente o de reojo le miraban contenida en esos jeans azules, ajustados, que resaltaban su derrière. No, ella tenía sus pupilas clavadas en un militar maduro, que firme, erguido, contemplaba la parada cívico-militar de ese día caluroso en la Ciudad de México.

II

Entonces me tocó el hombro y me dijo: ¿ya viste, Juanjo, a ese militar que está ahí parado? Es guapísimo. ¡Qué hombre! La verdad, con uno así quiero casarme. Me canso, me dijo sonriente, para sacarme una vez más de mis deseos absurdos de terminar un día con ella, en la cama de mi departamento en la colonia Narvarte.

“Pinche soldadillo, ¿qué le ves? Nada interesante”, le contesté desinteresado, pero al ver su insistencia, me acerqué un poco y de inmediato reconocí a mi antiguo paisano y excompañero de la escuela primaria en mi natal Veracruz. “Pero si a este hombre yo lo conozco. Es nada más y nada menos que Román Álvarez de la Rosa”, le dije a Sarita, quien emocionada, se abalanzó sobre él para que la presentara.

Román me reconoció de inmediato, le presenté a Sarita y en cinco o diez minutos resumimos los últimos años de nuestras vidas. Mira, pues aquí estoy, me dijo Román. Soy médico, militar y hoy, por primera vez en muchos años, no tuve que participar en el desfile.

Deseosa de convivir más con mi amigo el uniformado, Sarita propuso que camináramos a 5 de Mayo, para meternos a La Ópera a tomar una cerveza, un whisky y probar los caracoles en chipotle, la especialidad botanera de la casa. Román dijo que no podía entrar con uniforme a un bar, pero que muy cerca de esta zona, en la calle de Donceles, tenía un departamento y que ahí podíamos convivir y conversar.

III

Entre trago y trago, y para desilusionar de tajo a Sarita, Román nos contó que era gay y que su padre lo había metido al Colegio Militar porque quería que se le quitara eso.

“Tú recuerdas, Juanjo, que cuando éramos niños, mi padre me pegó una paliza, por mi forma de ser, por mi manera de caminar, por los gustos que ya tenía desde eso entonces”.

“Nunca voy a olvidar la manera en que tu padre y tu madre me defendieron, Juanjo. Si ellos no hubieran intervenido, te juro que me mata. Pasé varios días en el hospital y de verdad, nunca voy a olvidar las atenciones y el cariño que me dio tu madre.

Antes de perder la conciencia, ese día, escuché cómo tu padre enfrentó al general Álvarez y le dijo: yo también estoy armado”, contó.

“Pero eso no fue todo. Cuando entré al Colegio Militar fui objeto de burlas y acoso. Un día uno de mis compañeros me encerró en un cuarto y me violó con un palo de escoba. Para que se te quite lo maricón, me dijo”.

“Estuve diez días en la enfermería. Mi padre supo y no hizo nada. Nadie hizo nada. Guardé por muchos años ese episodio hasta que un día, ya graduado de la academia como subteniente y médico militar, busqué en privado a ese excompañero de milicia, lo enfrenté y lo molí a golpes por casi media hora. Solo así pude descansar y sacar todo el coraje que guardé por años”.

IV

Sarita no paraba de llorar. Yo ya había desanudado mi corbata pero traía otro nudo entre el alma y el corazón. Apuré un whisky doble en mi vaso old fashion, para contener las lágrimas y entonces recordé un día de tragos en un bar del puerto jarocho.

Mientras trataba de calmar algunas penas, en la barra, por el espejo vi a un cabrón que entró por la puerta abatible del local. Me llamó la atención por su pose y sus ademanes, que eran de lo más gay que te puedas imaginar. “Pinche maricón”, pensé en mis adentros, pero cuál fue mi sorpresa que cuando se acomodó en la barra era nada más y nada menos que el general Álvarez, vestido de civil. Sí, el padre de Román Álvarez de la Rosa, el mismo que tuvo que hacerse militar para que se le quitara lo maricón, sin imaginarse si quiera que era herencia de su mismo padre.

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