/ sábado 2 de junio de 2018

Patio Muñoz, lugar de leyendas y laudería

Historias de aparecidos y talleres que se imparten en este espacio

Un pasillo flanqueado por un mural multicolor da la bienvenida al Patio Muñoz, fundado en 1898. “Vecindario Artesanal”, según la placa incrustada en una de sus paredes. Adentro, el ajetreo de la vida cotidiana se mezcla con leyendas, historias de aparecidos y talleres de laudería, herrería o papel maché que se imparten en este espacio, que data del siglo XIX.

Sus techos altos y faroles acompañan a quien entra, a través de un recorrido corto hasta el patio central, donde se alza un enorme tanque de agua que abastece a decenas de lavaderos que lo rodean. La estructura, en color verde, contrasta con el carmín de las tejas que le techan.

Quienes viven aquí no descuidan sus actividades cotidianas. Las señoras cocinan, lavan, limpian sus viviendas. Otras personas se preparan para salir a trabajar. El patio se divide en dos secciones: De un lado, las casas que habitan 14 familias; del otro, cuartos habilitados como taller —algunos ampliados con tapancos— donde se imparten cursos de diseño, redacción y figuras de papel maché…

Un mosquitero que hace las veces de cortina guarda el espacio donde Gerardo Lunagómez lee el periódico (arquitecto de la palabra) sobre un restirador. No es muy alto, y de su rostro nostálgico sobresale un bigote tupido de canas, blanco, como su cabello alborotado. Maestro de diseño editorial, guarda en su memoria un sinfín de historias por contar. Recuerda su niñez, precisamente entre periódicos.

Aficionado a las sirenas, muestra orgulloso la colección que cuelga de las paredes o está sobre unas repisas improvisadas con trozos de madera y cajas de cartón: Dibujos, pinturas, piezas de cerámica y hasta “la sirena” impresa sobre una carta de Lotería.

“Yo no las busco, me las regalan o aparecen frente a mí”. Un gran calendario de 2013 reposa junto a un reloj, cuyas manecillas se detuvieron un día cualquiera, a las diez en punto. Permanecer ahí es como quedarse detenido en el tiempo, mientras las anécdotas que comparte vuelan por el aire, se mezclan con las de su exvecino, Alejandro Hernández, un abogado que emigró a otra entidad, pero esta mañana regresó a su patio.

El visitante cuenta que desde que rehabilitaron este espacio, en 1988, surgieron los primeros talleres. Emocionado, rememora su infancia: “Los 24 y 31 de diciembre se rentaba un servicio de luz y sonido por 24 horas. Era una verdadera fiesta, los niños corrían alrededor de los lavaderos, la gente bailaba, comía o simplemente convivía con el resto de los vecinos.

“En los tendederos se colgaba pascle y se adornaba con globos y figuras de papel de china. Después de las 12 de la noche dejaban a los niños reventar los globos”, narra, con una sonrisa en el rostro. También recuerda los altares de muertos que ponían en el patio central, cada noviembre.

A Alejandro Hernández las historias no le faltan. Su abuelita le contaba que en ocasiones, por la noche, se podía escuchar que un caballo entraba y alguien lo amarraba, como debió suceder cuando el Patio Muñoz era cuartel militar. Su familia es una de las primeras que habitaron el lugar: “Mi bisabuela nació acá”, presume orgulloso.

Junto a los lavaderos, que aún funcionan, está una calavera de papel maché. Gladis Mondragón la hizo en el taller que imparte cada lunes, miércoles y sábado. Habita en este espacio desde hace 35 años, por eso conoce historias como la “Dama de rojo”, quien, asegura, la ha visitado en su cocina, a plena luz del día.

También afirma que se aparecía el “Charro sin cabeza”, la “Llorona” y otros seres extraños que jugaban con los niños desde las sombras de la noche. En su casa es constante la presencia de un hombre que llega a sentarse. Algunas veces lo ve, en otras sólo escucha la silla. No tiene miedo. Aprendió a vivir así.

Dos perros negros juegan, corren. Hacia el mediodía, los olores que salen de las cocinas empiezan a inundar el patio. Un joven sale para cortar un poco de romero de una de las muchas macetas que adornan su casa. Entra. Su mamá deshoja unas ramas de albahaca, pronto comerán.

El sol quema. Un ave baja hasta la orilla de una maceta para tomar un poco de agua. Vuela sobre las flores, la yerbabuena, la ruda, se posa sobre la guía de un chayote y se va. Deja atrás el Patio Muñoz, que en la calle Pino Suárez siempre tiene las puertas abiertas para quien quiera pasar, mirar.

Un pasillo flanqueado por un mural multicolor da la bienvenida al Patio Muñoz, fundado en 1898. “Vecindario Artesanal”, según la placa incrustada en una de sus paredes. Adentro, el ajetreo de la vida cotidiana se mezcla con leyendas, historias de aparecidos y talleres de laudería, herrería o papel maché que se imparten en este espacio, que data del siglo XIX.

Sus techos altos y faroles acompañan a quien entra, a través de un recorrido corto hasta el patio central, donde se alza un enorme tanque de agua que abastece a decenas de lavaderos que lo rodean. La estructura, en color verde, contrasta con el carmín de las tejas que le techan.

Quienes viven aquí no descuidan sus actividades cotidianas. Las señoras cocinan, lavan, limpian sus viviendas. Otras personas se preparan para salir a trabajar. El patio se divide en dos secciones: De un lado, las casas que habitan 14 familias; del otro, cuartos habilitados como taller —algunos ampliados con tapancos— donde se imparten cursos de diseño, redacción y figuras de papel maché…

Un mosquitero que hace las veces de cortina guarda el espacio donde Gerardo Lunagómez lee el periódico (arquitecto de la palabra) sobre un restirador. No es muy alto, y de su rostro nostálgico sobresale un bigote tupido de canas, blanco, como su cabello alborotado. Maestro de diseño editorial, guarda en su memoria un sinfín de historias por contar. Recuerda su niñez, precisamente entre periódicos.

Aficionado a las sirenas, muestra orgulloso la colección que cuelga de las paredes o está sobre unas repisas improvisadas con trozos de madera y cajas de cartón: Dibujos, pinturas, piezas de cerámica y hasta “la sirena” impresa sobre una carta de Lotería.

“Yo no las busco, me las regalan o aparecen frente a mí”. Un gran calendario de 2013 reposa junto a un reloj, cuyas manecillas se detuvieron un día cualquiera, a las diez en punto. Permanecer ahí es como quedarse detenido en el tiempo, mientras las anécdotas que comparte vuelan por el aire, se mezclan con las de su exvecino, Alejandro Hernández, un abogado que emigró a otra entidad, pero esta mañana regresó a su patio.

El visitante cuenta que desde que rehabilitaron este espacio, en 1988, surgieron los primeros talleres. Emocionado, rememora su infancia: “Los 24 y 31 de diciembre se rentaba un servicio de luz y sonido por 24 horas. Era una verdadera fiesta, los niños corrían alrededor de los lavaderos, la gente bailaba, comía o simplemente convivía con el resto de los vecinos.

“En los tendederos se colgaba pascle y se adornaba con globos y figuras de papel de china. Después de las 12 de la noche dejaban a los niños reventar los globos”, narra, con una sonrisa en el rostro. También recuerda los altares de muertos que ponían en el patio central, cada noviembre.

A Alejandro Hernández las historias no le faltan. Su abuelita le contaba que en ocasiones, por la noche, se podía escuchar que un caballo entraba y alguien lo amarraba, como debió suceder cuando el Patio Muñoz era cuartel militar. Su familia es una de las primeras que habitaron el lugar: “Mi bisabuela nació acá”, presume orgulloso.

Junto a los lavaderos, que aún funcionan, está una calavera de papel maché. Gladis Mondragón la hizo en el taller que imparte cada lunes, miércoles y sábado. Habita en este espacio desde hace 35 años, por eso conoce historias como la “Dama de rojo”, quien, asegura, la ha visitado en su cocina, a plena luz del día.

También afirma que se aparecía el “Charro sin cabeza”, la “Llorona” y otros seres extraños que jugaban con los niños desde las sombras de la noche. En su casa es constante la presencia de un hombre que llega a sentarse. Algunas veces lo ve, en otras sólo escucha la silla. No tiene miedo. Aprendió a vivir así.

Dos perros negros juegan, corren. Hacia el mediodía, los olores que salen de las cocinas empiezan a inundar el patio. Un joven sale para cortar un poco de romero de una de las muchas macetas que adornan su casa. Entra. Su mamá deshoja unas ramas de albahaca, pronto comerán.

El sol quema. Un ave baja hasta la orilla de una maceta para tomar un poco de agua. Vuela sobre las flores, la yerbabuena, la ruda, se posa sobre la guía de un chayote y se va. Deja atrás el Patio Muñoz, que en la calle Pino Suárez siempre tiene las puertas abiertas para quien quiera pasar, mirar.

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