/ domingo 28 de marzo de 2021

Relato: Las peripecias de Jesús para llegar a Jerusalén

En esta entrega Miguel Valera nos cuenta las barreras a las que se enfrentó Jesús para llegar a Jerusalén

Aunque aprendió a ser hombre obedeciendo, recogiendo la viruta del taller de José y limpiando los trastos en el lavabo de María, Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios, nunca sintió tanto el peso de su propia humanidad como cuando llegó montado en un burro a Jerusalén.

Era un domingo soleado, picoso. La gente se arremolinaba alrededor del templo ubicado en la explanada del monte Moriá. En las calles, los vendedores ofrecían carne de cordero, de buey, pescado, panes, legumbres, bizcochos de harina de garbanzo, dátiles del desierto rellenos de almendra y miel, higos, melocotones secos al sol, telas, vinos, entre otros productos.

Sus seguidores lo aclamaban, le lanzaban vivas, le ponían palmas, ramas de olivo y mantos a su paso. ¿Qué es el ser humano sin elogios, pensó, mientras acariciaba la crin del borrico azuzado por los gestos inusuales del pueblo que unos días más pedirían su muerte en cruz?

Habían pasado apenas unos días cuando Satanás, El Gran Tentador, lo había puesto a prueba: Si eres el Hijo de Dios, di que esas piedras se conviertan en panes para comer. Sentía hambre, porque era ser humano, pero aguantó. Luego lo subió al glorioso templo de Jerusalén y le dijo: si eres el Hijo de Dios, lánzate de aquí abajo, pues está escrito que Dios te ha encomendado a sus Ángeles, los cuales te tomarán tus manos para que tu pie no tropiece contra alguna piedra. No lo hizo.

Luego, le mostró los reinos de la tierra y añadió: todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adoras. Tampoco cedió. Pero ser aclamado, elogiado, reconocido, vitoreado, eso sí era otra cosa. Sus discípulos le hablaban al oído y se sentían ya virreyes de este reino que el Hombre-Dios de Nazareth estaba inaugurando. No habían entendido nada.

II

Jesús no había viajado en avión ni en camión o auto los 70 kilómetros que separan Tel Aviv de Jerusalén. No, venía del desierto y venía cansado. De pronto se sintió como un César romano montado sobre su auriga, con ramas de olivo en las cienes, escuchando en su interior la voz que acompañaba a los generales romanos luego de regresar victoriosos de las batallas: mira tras de ti, recuerda que eres un hombre y no un dios. Pero ¿él? ¿No era el Hijo de Dios?

Sí, era Hijo de Dios, pero sentía en su carne la impronta del hombre y qué hombre no goza con ser aclamado. ¡A qué ser humano no le gusta! ¿Quién no se regodea por las voces que lo reconocen? ¡Ah, pero di algo en contra de mí! Profiere tu opinión sobre algo negativo de mi persona, entonces sí, conocerás mi ira, mi odio y mi venganza.

Si hubiera conocido a Schopenhauer, Jesús habría tenido una gran amistad con el filósofo alemán, quien dejó de concentrarse en la importancia del espíritu en las corrientes del pensamiento, para centrarse en la biología y el cuerpo humano y se habría emocionado del ejemplo que pone con los puercoespines, cuando en los crudos días de invierno se juntan para calentarse entre ellos, pero al clavarse sus espinas tienen que separarse.

Entonces Jesús habría entendido, como me lo dijo alguna vez un viejo maestro, que los únicos que pueden traicionarte son tus amigos y que los que un día te aclaman al otro pueden pedir tu cabeza. Y así, montado sobre un asno, el Hijo de Dios cargaba su humanidad y seguramente sabía que el viernes sería ejecutado justamente por eso, porque no es posible que Dios pudiera ser hombre al mismo tiempo.

III

Jesús sabía también, mientras veía las palmas a su paso, que la maldad es lo que distingue a los seres humanos de los animales, como pensaba Schopenhauer y habría citado a Rüdiger Safranski cuando escribió que “para la crueldad, el engaño, la envidia y la malevolencia de todo tipo se requiere inteligencia. Con la inteligencia el hombre se ha creado un mundo cultural intermedio, mas no por eso se ha hecho mejor”.

Montado sobre el pollino manso, cansado ya por el sol del mediodía, el Hombre de Nazareth pensó también en cómo el buen Arthur se adelantó a reflexionar “en lo que Freud habría de llamar las tres grandes ‘humillaciones’ de la megalomanía humana, humillaciones que pertenecen a la signatura de la moderna conciencia del mundo y del sí mismo”.

Una es la humillación cosmológica: nuestro mundo es tan sólo una de las innumerables esferas en el espacio infinito, ‘en el que una capa de moho ha engendrado seres que viven y conocen’ (Schopenhauer). Otra es la humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia no hace sino compensar la falta de instintos. Y la tercera es la humillación psicológica: el yo consciente no es señor en su propia casa”.

En su Domingo de Ramos, Jesús habría descubierto la tentación de la humanidad, que se emociona con el elogio pero que al mismo tiempo tiene que ser sacrificada para demostrar que solo el grano de trigo que muere puede dar vida en abundancia

Aunque aprendió a ser hombre obedeciendo, recogiendo la viruta del taller de José y limpiando los trastos en el lavabo de María, Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios, nunca sintió tanto el peso de su propia humanidad como cuando llegó montado en un burro a Jerusalén.

Era un domingo soleado, picoso. La gente se arremolinaba alrededor del templo ubicado en la explanada del monte Moriá. En las calles, los vendedores ofrecían carne de cordero, de buey, pescado, panes, legumbres, bizcochos de harina de garbanzo, dátiles del desierto rellenos de almendra y miel, higos, melocotones secos al sol, telas, vinos, entre otros productos.

Sus seguidores lo aclamaban, le lanzaban vivas, le ponían palmas, ramas de olivo y mantos a su paso. ¿Qué es el ser humano sin elogios, pensó, mientras acariciaba la crin del borrico azuzado por los gestos inusuales del pueblo que unos días más pedirían su muerte en cruz?

Habían pasado apenas unos días cuando Satanás, El Gran Tentador, lo había puesto a prueba: Si eres el Hijo de Dios, di que esas piedras se conviertan en panes para comer. Sentía hambre, porque era ser humano, pero aguantó. Luego lo subió al glorioso templo de Jerusalén y le dijo: si eres el Hijo de Dios, lánzate de aquí abajo, pues está escrito que Dios te ha encomendado a sus Ángeles, los cuales te tomarán tus manos para que tu pie no tropiece contra alguna piedra. No lo hizo.

Luego, le mostró los reinos de la tierra y añadió: todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adoras. Tampoco cedió. Pero ser aclamado, elogiado, reconocido, vitoreado, eso sí era otra cosa. Sus discípulos le hablaban al oído y se sentían ya virreyes de este reino que el Hombre-Dios de Nazareth estaba inaugurando. No habían entendido nada.

II

Jesús no había viajado en avión ni en camión o auto los 70 kilómetros que separan Tel Aviv de Jerusalén. No, venía del desierto y venía cansado. De pronto se sintió como un César romano montado sobre su auriga, con ramas de olivo en las cienes, escuchando en su interior la voz que acompañaba a los generales romanos luego de regresar victoriosos de las batallas: mira tras de ti, recuerda que eres un hombre y no un dios. Pero ¿él? ¿No era el Hijo de Dios?

Sí, era Hijo de Dios, pero sentía en su carne la impronta del hombre y qué hombre no goza con ser aclamado. ¡A qué ser humano no le gusta! ¿Quién no se regodea por las voces que lo reconocen? ¡Ah, pero di algo en contra de mí! Profiere tu opinión sobre algo negativo de mi persona, entonces sí, conocerás mi ira, mi odio y mi venganza.

Si hubiera conocido a Schopenhauer, Jesús habría tenido una gran amistad con el filósofo alemán, quien dejó de concentrarse en la importancia del espíritu en las corrientes del pensamiento, para centrarse en la biología y el cuerpo humano y se habría emocionado del ejemplo que pone con los puercoespines, cuando en los crudos días de invierno se juntan para calentarse entre ellos, pero al clavarse sus espinas tienen que separarse.

Entonces Jesús habría entendido, como me lo dijo alguna vez un viejo maestro, que los únicos que pueden traicionarte son tus amigos y que los que un día te aclaman al otro pueden pedir tu cabeza. Y así, montado sobre un asno, el Hijo de Dios cargaba su humanidad y seguramente sabía que el viernes sería ejecutado justamente por eso, porque no es posible que Dios pudiera ser hombre al mismo tiempo.

III

Jesús sabía también, mientras veía las palmas a su paso, que la maldad es lo que distingue a los seres humanos de los animales, como pensaba Schopenhauer y habría citado a Rüdiger Safranski cuando escribió que “para la crueldad, el engaño, la envidia y la malevolencia de todo tipo se requiere inteligencia. Con la inteligencia el hombre se ha creado un mundo cultural intermedio, mas no por eso se ha hecho mejor”.

Montado sobre el pollino manso, cansado ya por el sol del mediodía, el Hombre de Nazareth pensó también en cómo el buen Arthur se adelantó a reflexionar “en lo que Freud habría de llamar las tres grandes ‘humillaciones’ de la megalomanía humana, humillaciones que pertenecen a la signatura de la moderna conciencia del mundo y del sí mismo”.

Una es la humillación cosmológica: nuestro mundo es tan sólo una de las innumerables esferas en el espacio infinito, ‘en el que una capa de moho ha engendrado seres que viven y conocen’ (Schopenhauer). Otra es la humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia no hace sino compensar la falta de instintos. Y la tercera es la humillación psicológica: el yo consciente no es señor en su propia casa”.

En su Domingo de Ramos, Jesús habría descubierto la tentación de la humanidad, que se emociona con el elogio pero que al mismo tiempo tiene que ser sacrificada para demostrar que solo el grano de trigo que muere puede dar vida en abundancia

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