/ domingo 11 de octubre de 2020

Vivencias de un niño de rancho que quería ser sacerdote

En este entrega Miguel Valera nos cuenta la historia de un pequeño que fue llamado para convertirse en sacerdote a los 11 años

La primera vez que escuchó el Concierto de Brandeburgo fue en una oficina del o bispado de Veracruz, en Insurgentes Veracruzanos 470, enfrente del Malecón porteño.

Corría el año de 1982. Terminaba la escuela primaria y sus padres lo llevaron con el padre David Barbosa Madrigal, para que lo inscribiera al Seminario católico e iniciara una carrera clerical. Tenía 11 años de edad.

Llegó con miedo a esa oficina elegante y climatizada. El entonces obispo, José Guadalupe Padilla y Lozano era un personaje que daba miedo. Al padre David lo había conocido tres o cuatro años atrás cuando llegó como estudiante a una comunidad del municipio de Paso de Ovejas, donde vivía con sus padres.

A ese niño que corría descalzo entre limonarias, árboles de mangos y palmeras, el entonces seminarista le dijo que podía ser sacerdote y le sembró una inquietud. Cuando terminó su apostolado en la localidad se ordenó sacerdote y se fue a estudiar Derecho Canónico a Roma, Italia.

Desde la ciudad eterna mandaba postales al niño del rancho y le decía: “no olvides que vas a ser sacerdote”. Junto a esas palabras, en su pecho iba creciendo una ilusión, una esperanza, el deseo de ser “alguien”. Las postales y la amistad que David Barbosa tejió con sus padres, les llevaron a pensar que había sembrado una vocación en su hijo y al concluir la Primaria, con tan solo 11 años de edad, se presentaron ante el cura que ya era Vicario General, algo así como el brazo derecho del Obispo.

Entró con miedo. Sabía que algo iba a pasar ese día, sabía que quizá, si Dios lo estaba llamando, tenía que dejar todo y seguirlo, a ciegas, con los ojos cerrados, porque ese era “su destino”. ¿Qué sabe un niño de once años del destino? Nada. Absolutamente nada.

Esperó en la antesala con miedo y entró, se repitió a sí mismo, con miedo. El padre David lo saludó con cariño y lo tranquilizó. Se dio cuenta que le gustó la música que escuchaba en su oficina. Es Juan Sebastian Bach, le dijo, un músico barroco. Es uno de los conciertos de Brandeburgo.

¿Brander qué? Apenas y podía pronunciar la palabra. ¿Qué sabía el niño de rancho de música barroca y de Bach? El cura le habló en otro idioma. Años más tarde, se enteraría que el sacerdote, de feliz memoria, era también devoto de The Beatles. Un día, en una entrevista radiofónica, le preguntaron que si creía, como mucha gente decía, que la música del grupo musical de Liverpool era satánica. “Qué les puedo decir, yo tengo toda la colección discográfica. Los Beatles son uno de mis grupos favoritos”, contestó.

El niño, acostumbrado a Chico Ché y a la Cumbia de las fiestas populares, en sus once años nunca había escuchado a un clásico. La música lo tranquilizó. Muchos años después conocería del efecto de los violines, violas, cellos, así como del maravilloso timbre del bajo, las vibrantes notas del oboe, la flauta y la trompeta, así como de allegros, adagios y menuettos.

Ahí, en ese despacho de Insurgentes Veracruzanos, azotado por el sol del mediodía, acompañado por sus padres, la música le apaciguó el espanto, porque enfrentaba el “destino”, al lado de cantos de pájaros, de brisa suave, del sonido de la lluvia tocando las hojas y del correr y saltar de liebres y conejos.

Esa era su interpretación, la tranquilidad que da, a veces, la naturaleza. Pero respiró más profundamente cuando el padre David Barbosa Madrigal le dijo: miren, ya el Seminario no recibe a niños de Primaria para estudiar la Secundaria, así que les propongo que estudie la Secundaria en Paso de Ovejas y cuando termine me lo traen.

Así fue. Los despidió con el mismo cariño de la llegada y les regaló 500 pesos, una cantidad que para ese año y para sus padres, con nueve hijos, fue una fortuna bien aprovechada.

Dieron un paseo breve por el Malecón y regresaron felices a casa. En el AU, la línea de pasaje que corría del puerto de Veracruz a Paso de Ovejas, las notas de Bach seguían sonando en su cabeza. El sol, como siempre, implacable, llenaba de sudor su rostro permanentemente.

El padre David Barbosa Madrigal falleció un 2 de febrero de un año que se perdió en su memoria. Cada vez que escucha algunas de las notas que Johann Sebastian Bach le presentó al Marqués de Brandeburgo hace casi 300 años, ese niño que ya es un adulto piensa en las personas que lo llevaron a la música clásica en su vida y particularmente a Bach, el músico que además de tener hijos como loco —procreó a 20 con dos esposas—, nos heredó composiciones maravillosas, creadas con una gran maestría y una polifonía con la fuerza de la naturaleza.

La primera vez que escuchó el Concierto de Brandeburgo fue en una oficina del o bispado de Veracruz, en Insurgentes Veracruzanos 470, enfrente del Malecón porteño.

Corría el año de 1982. Terminaba la escuela primaria y sus padres lo llevaron con el padre David Barbosa Madrigal, para que lo inscribiera al Seminario católico e iniciara una carrera clerical. Tenía 11 años de edad.

Llegó con miedo a esa oficina elegante y climatizada. El entonces obispo, José Guadalupe Padilla y Lozano era un personaje que daba miedo. Al padre David lo había conocido tres o cuatro años atrás cuando llegó como estudiante a una comunidad del municipio de Paso de Ovejas, donde vivía con sus padres.

A ese niño que corría descalzo entre limonarias, árboles de mangos y palmeras, el entonces seminarista le dijo que podía ser sacerdote y le sembró una inquietud. Cuando terminó su apostolado en la localidad se ordenó sacerdote y se fue a estudiar Derecho Canónico a Roma, Italia.

Desde la ciudad eterna mandaba postales al niño del rancho y le decía: “no olvides que vas a ser sacerdote”. Junto a esas palabras, en su pecho iba creciendo una ilusión, una esperanza, el deseo de ser “alguien”. Las postales y la amistad que David Barbosa tejió con sus padres, les llevaron a pensar que había sembrado una vocación en su hijo y al concluir la Primaria, con tan solo 11 años de edad, se presentaron ante el cura que ya era Vicario General, algo así como el brazo derecho del Obispo.

Entró con miedo. Sabía que algo iba a pasar ese día, sabía que quizá, si Dios lo estaba llamando, tenía que dejar todo y seguirlo, a ciegas, con los ojos cerrados, porque ese era “su destino”. ¿Qué sabe un niño de once años del destino? Nada. Absolutamente nada.

Esperó en la antesala con miedo y entró, se repitió a sí mismo, con miedo. El padre David lo saludó con cariño y lo tranquilizó. Se dio cuenta que le gustó la música que escuchaba en su oficina. Es Juan Sebastian Bach, le dijo, un músico barroco. Es uno de los conciertos de Brandeburgo.

¿Brander qué? Apenas y podía pronunciar la palabra. ¿Qué sabía el niño de rancho de música barroca y de Bach? El cura le habló en otro idioma. Años más tarde, se enteraría que el sacerdote, de feliz memoria, era también devoto de The Beatles. Un día, en una entrevista radiofónica, le preguntaron que si creía, como mucha gente decía, que la música del grupo musical de Liverpool era satánica. “Qué les puedo decir, yo tengo toda la colección discográfica. Los Beatles son uno de mis grupos favoritos”, contestó.

El niño, acostumbrado a Chico Ché y a la Cumbia de las fiestas populares, en sus once años nunca había escuchado a un clásico. La música lo tranquilizó. Muchos años después conocería del efecto de los violines, violas, cellos, así como del maravilloso timbre del bajo, las vibrantes notas del oboe, la flauta y la trompeta, así como de allegros, adagios y menuettos.

Ahí, en ese despacho de Insurgentes Veracruzanos, azotado por el sol del mediodía, acompañado por sus padres, la música le apaciguó el espanto, porque enfrentaba el “destino”, al lado de cantos de pájaros, de brisa suave, del sonido de la lluvia tocando las hojas y del correr y saltar de liebres y conejos.

Esa era su interpretación, la tranquilidad que da, a veces, la naturaleza. Pero respiró más profundamente cuando el padre David Barbosa Madrigal le dijo: miren, ya el Seminario no recibe a niños de Primaria para estudiar la Secundaria, así que les propongo que estudie la Secundaria en Paso de Ovejas y cuando termine me lo traen.

Así fue. Los despidió con el mismo cariño de la llegada y les regaló 500 pesos, una cantidad que para ese año y para sus padres, con nueve hijos, fue una fortuna bien aprovechada.

Dieron un paseo breve por el Malecón y regresaron felices a casa. En el AU, la línea de pasaje que corría del puerto de Veracruz a Paso de Ovejas, las notas de Bach seguían sonando en su cabeza. El sol, como siempre, implacable, llenaba de sudor su rostro permanentemente.

El padre David Barbosa Madrigal falleció un 2 de febrero de un año que se perdió en su memoria. Cada vez que escucha algunas de las notas que Johann Sebastian Bach le presentó al Marqués de Brandeburgo hace casi 300 años, ese niño que ya es un adulto piensa en las personas que lo llevaron a la música clásica en su vida y particularmente a Bach, el músico que además de tener hijos como loco —procreó a 20 con dos esposas—, nos heredó composiciones maravillosas, creadas con una gran maestría y una polifonía con la fuerza de la naturaleza.

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