/ martes 9 de julio de 2019

Soborno, cohecho, deshonestidad, falta de integridad personal: ramificaciones del gran árbol de la corrupción

Tiene muchos componentes que van desde el egoísmo, el rechazo a la autoridad y la falta de consecuencias a los infractores, hasta la “rentabilidad” inmediata que las malas prácticas ofrecen

Es probable que se trate de un atavismo, de un concepto arraigado en nuestra cultura con el paso del tiempo, pero los mexicanos solemos ligar de manera inseparable todos los actos de corrupción al gobierno, a los servidores públicos, a los políticos y a los partidos, percibiendo a estas personas e instituciones como las únicas responsables del fenómeno. Igualmente, las pocas investigaciones serias que existen sobre la corrupción en México acreditan que ésta ya abundaba desde los tiempos de la Colonia y, a decir de historiadores y sociólogos, desde entonces era un elemento de la vida cotidiana.

Pero más allá de cómo y cuándo la corrupción se “naturalizó” en nuestro país, lo cierto es que desde cualquier punto de vista que se la vea, en realidad la corrupción constituye un conjunto de malas prácticas que trascienden con mucho el espacio de lo público, que efectivamente tienen que ver con el soborno, el cohecho, el mal gobierno en su conjunto, con la carencia de probidad y la ineficiencia en los gobernantes, pero —y esto es lo que cuesta mucho trabajo decir, porque es “políticamente incorrecto”— son malas prácticas que también tienen que ver con la deshonestidad, la falta de integridad personal, el desapego a los valores y principios propios de la buena ciudadanía, la conducta sin contenido ético y, por supuesto, el constante desprecio al estado de derecho y la falta de respeto e incumplimiento del orden jurídico.

Sería cínico y desafortunado tratar de justificar a los gobernantes deshonestos y fallidos, cosa que jamás pretendería yo hacer, pero tampoco podemos cerrar los ojos ante la realidad de que las naciones democráticas desarrolladas y con alta calidad de vida tienen como principal componente el gran civismo de sus habitantes, el hecho imprescindible que los delitos y las faltas administrativas, así como los conflictos interpersonales, son siempre las excepciones y no la generalidad, y que la gente suele cumplir por convicción y no por obligación con las leyes, respetar los derechos de los demás y ejercer los propios en el marco de la civilidad, la cortesía, la tolerancia, y muy particularmente la solidaridad con los más débiles e indefensos. Los conflictos entre personas, sobre todo los que trascienden hacia la sociedad, son lo raro y no lo común en estos países.

Es un hecho que la corrupción tiene muchos componentes que van desde el egoísmo, el rechazo a la autoridad y la falta de consecuencias a los infractores, hasta la “rentabilidad” inmediata que las malas prácticas ofrecen. Un ejemplo claro es el del automovilista que comete una infracción y a quien resulta mucho más cómodo, barato y rápido ceder a un chantaje de la autoridad y dar una “mordida” e incluso él mismo ofrecerla. Duele reconocer que no hay diferencia alguna cuando hablamos de cientos de miles de trabajadores que no son dados de alta en el IMSS, de los miles de varones que abandonan a mujeres embarazadas y jamás se hacen cargo de los deberes elementales de la paternidad, de quien colisiona a otro vehículo o atropella a un peatón y huye, de quien reparte millones en sobornos para obtener contratos públicos y privados, de quien los acepta o los exige, del maestro que no completa los programas académicos, del médico que comete iatrogenia por falta de actualización y entrenamiento, por supuesto también de violadores, de ladrones, de secuestradores, narcotraficantes y asesinos. Todos éstos, sin excepción, son actos de corrupción.

Esto viene a cuento porque si las dependencias públicas se manejaran con transparencia y apego a las leyes, no serían necesarias gigantescas estructuras de supervisión ni control, como tampoco hacen falta barrenderos en las ciudades que no se ensucian ni policías donde no se cometen delitos. Pero ése, tristemente, es el mundo ideal. En los hechos, las facultades de los órganos mexicanos de vigilancia son muy limitadas, sus mecanismos de operación extremadamente complejos y, como lo decía en un anterior artículo, exageradamente lentos y, por ende, poco eficaces, a veces frustrantes.

La Contraloría General del Estado, cuando estuve a cargo de ella, sólo disponía de una pequeña partida presupuestal para el pago de salarios y algunos gastos de traslado, presupuestos que ni siquiera llegaba puntualmente y, por supuesto, nos limitaba mucho para trabajar a fondo en las supervisiones. No había recursos para contratar a despachos privados y eso nos limitó mucho el número y profundidad de las revisiones, pues el costo de éstas tenían que pagarlo —con mucha molestia, por supuesto— las propias dependencias auditadas. A pesar de eso, detectamos inconsistencias administrativas y desvíos que fueron sancionados conforme a las escasas facultades de la propia Contraloría y, en varios casos, denunciados penalmente con toda oportunidad. Sin excepción, las investigaciones contables, los dictámenes forenses, las resoluciones de responsabilidad administrativa y las acusaciones criminales están registradas en la entrega recepción que hice al renunciar al cargo. Por supuesto, el gobernador del estado y el secretario de Gobierno eran puntual y sistemáticamente informados de todos nuestros hallazgos, buenos y malos. Ya detallaré estos casos.

Me propuse conseguir una Contraloría más eficiente y fusioné varias áreas burocráticas, reduciendo costos de operación e implantando un programa de trabajo por objetivos, así como un cronograma de actividades que se cumplieron puntualmente. Redujimos el costo de la nómina de manera significativa y elevamos, a pesar de las circunstancias, la productividad de la Contraloría. Pero no basta la voluntad personal.

Como ya narré, concedimos a los contralores internos la presunción de honestidad y buen desempeño y luego de establecer una estrategia de rotaciones y cambios de adscripción, evaluamos a todos con un método claro y objetivo, ya que a la gran mayoría de ellos yo no los conocía. No me sorprendió encontrar personas competentes, honestas y muy conocedoras de su función, pero hubo muchos que no aguantaron el paso, que no supieron adaptarse a las nuevas directrices y sencillamente optaron por irse.

Puedo decir que el tiempo en que estuve a cargo revisamos con todo nuestro empeño, una y otra vez, a todas las dependencias estatales, pero de manera muy especial lo relativo a servicios de salud, seguridad pública, obras e infraestructura, gasto e inversión educativa y los presupuestos de desarrollo social. Habríamos hecho mucho más si hubiésemos contado con recursos para operar y, sobre todo, la disposición de los titulares de las dependencias para trabajar con honestidad y apego a derecho. Tristemente, debo reconocer que contrario a lo deseable, descubrí que hacía falta una contraloría mucho más poderosa, con más facultades legales y muchos más medios para impedir la corrupción y, por supuesto, castigar prontamente a los corruptos. Queda en el aire la cuestión de si estas limitaciones operativas son deliberadas o es realmente la existencia de otras prioridades y la escasez de recursos lo que impidió mayores alcances.

De cualquier modo puedo decir, si no satisfecho al menos tranquilo, con las evidencias en la mano, que logramos detener numerosas prácticas indebidas como el uso de empresas fantasma que denuncié a la Auditoría Superior de la Federación, logramos poner orden en las licitaciones, tuvimos participación activa de la Contraloría en distribución de bienes y recursos y en la supervisión de almacenes y de los padrones de beneficiarios, de las obras públicas y de todo el gasto público significativo, todo lo cual forma parte de una detallada base de datos.

Estoy convencido de que este país puede ser mejor, que hay mucho por hacer y que Veracruz merece instituciones públicas de calidad, eficaces y honestamente manejadas, a la altura de las que los veracruzanos esperan para sus hijos y nietos. Insisto: queda mucho qué hacer para bien.


Es probable que se trate de un atavismo, de un concepto arraigado en nuestra cultura con el paso del tiempo, pero los mexicanos solemos ligar de manera inseparable todos los actos de corrupción al gobierno, a los servidores públicos, a los políticos y a los partidos, percibiendo a estas personas e instituciones como las únicas responsables del fenómeno. Igualmente, las pocas investigaciones serias que existen sobre la corrupción en México acreditan que ésta ya abundaba desde los tiempos de la Colonia y, a decir de historiadores y sociólogos, desde entonces era un elemento de la vida cotidiana.

Pero más allá de cómo y cuándo la corrupción se “naturalizó” en nuestro país, lo cierto es que desde cualquier punto de vista que se la vea, en realidad la corrupción constituye un conjunto de malas prácticas que trascienden con mucho el espacio de lo público, que efectivamente tienen que ver con el soborno, el cohecho, el mal gobierno en su conjunto, con la carencia de probidad y la ineficiencia en los gobernantes, pero —y esto es lo que cuesta mucho trabajo decir, porque es “políticamente incorrecto”— son malas prácticas que también tienen que ver con la deshonestidad, la falta de integridad personal, el desapego a los valores y principios propios de la buena ciudadanía, la conducta sin contenido ético y, por supuesto, el constante desprecio al estado de derecho y la falta de respeto e incumplimiento del orden jurídico.

Sería cínico y desafortunado tratar de justificar a los gobernantes deshonestos y fallidos, cosa que jamás pretendería yo hacer, pero tampoco podemos cerrar los ojos ante la realidad de que las naciones democráticas desarrolladas y con alta calidad de vida tienen como principal componente el gran civismo de sus habitantes, el hecho imprescindible que los delitos y las faltas administrativas, así como los conflictos interpersonales, son siempre las excepciones y no la generalidad, y que la gente suele cumplir por convicción y no por obligación con las leyes, respetar los derechos de los demás y ejercer los propios en el marco de la civilidad, la cortesía, la tolerancia, y muy particularmente la solidaridad con los más débiles e indefensos. Los conflictos entre personas, sobre todo los que trascienden hacia la sociedad, son lo raro y no lo común en estos países.

Es un hecho que la corrupción tiene muchos componentes que van desde el egoísmo, el rechazo a la autoridad y la falta de consecuencias a los infractores, hasta la “rentabilidad” inmediata que las malas prácticas ofrecen. Un ejemplo claro es el del automovilista que comete una infracción y a quien resulta mucho más cómodo, barato y rápido ceder a un chantaje de la autoridad y dar una “mordida” e incluso él mismo ofrecerla. Duele reconocer que no hay diferencia alguna cuando hablamos de cientos de miles de trabajadores que no son dados de alta en el IMSS, de los miles de varones que abandonan a mujeres embarazadas y jamás se hacen cargo de los deberes elementales de la paternidad, de quien colisiona a otro vehículo o atropella a un peatón y huye, de quien reparte millones en sobornos para obtener contratos públicos y privados, de quien los acepta o los exige, del maestro que no completa los programas académicos, del médico que comete iatrogenia por falta de actualización y entrenamiento, por supuesto también de violadores, de ladrones, de secuestradores, narcotraficantes y asesinos. Todos éstos, sin excepción, son actos de corrupción.

Esto viene a cuento porque si las dependencias públicas se manejaran con transparencia y apego a las leyes, no serían necesarias gigantescas estructuras de supervisión ni control, como tampoco hacen falta barrenderos en las ciudades que no se ensucian ni policías donde no se cometen delitos. Pero ése, tristemente, es el mundo ideal. En los hechos, las facultades de los órganos mexicanos de vigilancia son muy limitadas, sus mecanismos de operación extremadamente complejos y, como lo decía en un anterior artículo, exageradamente lentos y, por ende, poco eficaces, a veces frustrantes.

La Contraloría General del Estado, cuando estuve a cargo de ella, sólo disponía de una pequeña partida presupuestal para el pago de salarios y algunos gastos de traslado, presupuestos que ni siquiera llegaba puntualmente y, por supuesto, nos limitaba mucho para trabajar a fondo en las supervisiones. No había recursos para contratar a despachos privados y eso nos limitó mucho el número y profundidad de las revisiones, pues el costo de éstas tenían que pagarlo —con mucha molestia, por supuesto— las propias dependencias auditadas. A pesar de eso, detectamos inconsistencias administrativas y desvíos que fueron sancionados conforme a las escasas facultades de la propia Contraloría y, en varios casos, denunciados penalmente con toda oportunidad. Sin excepción, las investigaciones contables, los dictámenes forenses, las resoluciones de responsabilidad administrativa y las acusaciones criminales están registradas en la entrega recepción que hice al renunciar al cargo. Por supuesto, el gobernador del estado y el secretario de Gobierno eran puntual y sistemáticamente informados de todos nuestros hallazgos, buenos y malos. Ya detallaré estos casos.

Me propuse conseguir una Contraloría más eficiente y fusioné varias áreas burocráticas, reduciendo costos de operación e implantando un programa de trabajo por objetivos, así como un cronograma de actividades que se cumplieron puntualmente. Redujimos el costo de la nómina de manera significativa y elevamos, a pesar de las circunstancias, la productividad de la Contraloría. Pero no basta la voluntad personal.

Como ya narré, concedimos a los contralores internos la presunción de honestidad y buen desempeño y luego de establecer una estrategia de rotaciones y cambios de adscripción, evaluamos a todos con un método claro y objetivo, ya que a la gran mayoría de ellos yo no los conocía. No me sorprendió encontrar personas competentes, honestas y muy conocedoras de su función, pero hubo muchos que no aguantaron el paso, que no supieron adaptarse a las nuevas directrices y sencillamente optaron por irse.

Puedo decir que el tiempo en que estuve a cargo revisamos con todo nuestro empeño, una y otra vez, a todas las dependencias estatales, pero de manera muy especial lo relativo a servicios de salud, seguridad pública, obras e infraestructura, gasto e inversión educativa y los presupuestos de desarrollo social. Habríamos hecho mucho más si hubiésemos contado con recursos para operar y, sobre todo, la disposición de los titulares de las dependencias para trabajar con honestidad y apego a derecho. Tristemente, debo reconocer que contrario a lo deseable, descubrí que hacía falta una contraloría mucho más poderosa, con más facultades legales y muchos más medios para impedir la corrupción y, por supuesto, castigar prontamente a los corruptos. Queda en el aire la cuestión de si estas limitaciones operativas son deliberadas o es realmente la existencia de otras prioridades y la escasez de recursos lo que impidió mayores alcances.

De cualquier modo puedo decir, si no satisfecho al menos tranquilo, con las evidencias en la mano, que logramos detener numerosas prácticas indebidas como el uso de empresas fantasma que denuncié a la Auditoría Superior de la Federación, logramos poner orden en las licitaciones, tuvimos participación activa de la Contraloría en distribución de bienes y recursos y en la supervisión de almacenes y de los padrones de beneficiarios, de las obras públicas y de todo el gasto público significativo, todo lo cual forma parte de una detallada base de datos.

Estoy convencido de que este país puede ser mejor, que hay mucho por hacer y que Veracruz merece instituciones públicas de calidad, eficaces y honestamente manejadas, a la altura de las que los veracruzanos esperan para sus hijos y nietos. Insisto: queda mucho qué hacer para bien.


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