/ domingo 3 de mayo de 2020

Vivir de tocar cuerpos: sexoservicio en la pandemia

Elena es una sexoservidora buchona originaria de Guasave, Sinaloa y narra cómo la pandemia le ha mermado la clientela

Elena vive de tocar cuerpos. Con casi 30 de años de edad, desde los 21 encontró en esta profesión su sustento y modo de vida. Originaria de Guasave, Sinaloa, llegó a Xalapa, huyendo de un “pesado”, de un hombre que se obsesionó de su belleza, seguridad y glamour.

“Empecé por necesidad y luego esto se convirtió en una necesidad”, me dice, con su acento ‘guasavense’ mientras tomamos ella un té chai latte frappé y yo un americano, en un Bola de Oro de la avenida Lázaro Cárdenas de esta ciudad.

Aunque sabía del motivo de la charla, me mira desconcertada, inquisitiva, deseosa de saber qué más hay detrás. No acepta ni teléfono ni fotografías. “Tú no sabes lo que significa huir de un hombre poderoso que se obsesiona contigo. Es una locura, pero tengo que sobrevivir”, me explica.

En Sinaloa se convirtió en “buchona”, me cuenta. —¿Qué es eso?, le pregunto. “Somos mujeres elegantes”, me dice sonriente. “No, mira, la palabra viene del ‘buche’ de las palomas, que cuando comen se les infla, pero aquí entre nosotros significa mujeres elegantes, glamurosas, enjoyadas, orgullosas por nuestros senos con silicón y por los lujos que nos brinda algún ‘pesado’, ya sabes, un capo, un líder mafioso y así”.

Yo viví todo eso, tenía 23 años y quise comerme la vida con todo el dinero que ganaba. Viví varios años montada en trocas, escuchando música banda, entaconada a más no poder, con joyas, ropa de marca, el cabello largo que tanto me gusta y una que otra cirugía en mi cuerpo, ya sabes, nomás para ajustarlo”, añade con una sonrisa pícara.

II

“Un día me di cuenta que el ‘man’ que traía se creía el dueño de mi vida. En parte lo era, pero vamos, no era para tanto, y entonces empezaron las escenas de celos, los guardaespaldas, la intervención de mi teléfono y total, me cansé y lo dejé. Me mandó mensajes, me amenazó de muerte y mejor salí huyendo y aquí estoy”.

En Xalapa, Elena empezó a trabajar de bailarina primero y luego en casas de citas. No le ha ido mal, me dice. Bailando, sin involucrarse con nadie en la intimidad, puede ganar hasta 30 o 40 mil pesos en un fin de semana. Si cruza esa línea, en las instalaciones o fuera de ellas, sus ingresos aumentan.

“Sí, es un dinero fácil, lo reconozco, pero eso es lo que sé hacer”. ¿Riesgos? “Claro, hay muchos riesgos, sobre todo por los grupos o personas que quieren controlarte, para ofrecerte seguridad y llevarse una comisión. Uno tiene que entrarle, pero también ser muy astuta y cuidadosa”.

“Como ‘buchona’, recuerda, de pronto tienes mucho dinero y muchos lujos, pero de un día para otro te los acabas, porque no ahorras, no piensas en el futuro, solo piensas en el momento, en el presente, en la vida que tienes ahora”, reflexiona.

“En Xalapa, añade, hay mucha competencia. Si bien existen pocos centros de table dance, sí hay más casas de citas y páginas web con chicas que ofrecen muchos servicios y a costos muy accesibles a los que uno se tiene que acoplar”, me cuenta.

III

Aunque pensaba cambiar de ciudad y viajar a Monterrey o Guadalajara, Elena se quedó varada en Xalapa, por la pandemia del Covid-19.

—¿Te ha afectado esta situación? — Claro que me afecta, si yo vivo de tocar cuerpos. En nuestra profesión eso es lo más importante. Al principio sí llegaban algunos clientes, pero como fue avanzando esto, la gente empezó a alejarse. Creo que el miedo es lo que más nos ha afectado a todos.

Además, añade, piensa en el futuro. “Estoy segura que todo esto va a pasar, pero cómo vamos a quedar nosotras, las que nos dedicamos a esto. He visto videos de cómo está cambiando la vida social en España. Ahora los restaurantes tendrán arcos sanitizantes, pantallas para detectar la temperatura. Muchas cosas para garantizar la seguridad. ¿Y nosotras qué vamos a hacer? ¿Traer un dispositivo para medir la temperatura? ¡Por favor! Si aquí la gente llega porque viene con temperatura alta, me dice sin aguantarse la carcajada.

—¿Han buscado ayuda de alguna autoridad?, le pregunto.

“No, cómo crees. ¿Qué autoridad crees que nos apoye? Ninguna, ninguna. ¿Y sabes por qué? Porque somos apestadas de la sociedad. Si es el oficio más antiguo del mundo debería de ser el más prestigiado, pero no, es uno de los más despreciados, el que la sociedad esconde, del que nadie quiere saber, pero del que se sostienen muchas familias”.

“Pero mira, aquí vamos a estar, porque esto no será para siempre. Sé que la sociedad no nos valora, pero damos lo que todo mundo busca, la felicidad. La ofrecemos con nuestras manos y nuestros cuerpos, aunque ahorita esté prohibido tocarse”, concluye, mientras le da un último sorbo al té chai latte frappé, testigo mudo de nuestro encuentro.

Elena vive de tocar cuerpos. Con casi 30 de años de edad, desde los 21 encontró en esta profesión su sustento y modo de vida. Originaria de Guasave, Sinaloa, llegó a Xalapa, huyendo de un “pesado”, de un hombre que se obsesionó de su belleza, seguridad y glamour.

“Empecé por necesidad y luego esto se convirtió en una necesidad”, me dice, con su acento ‘guasavense’ mientras tomamos ella un té chai latte frappé y yo un americano, en un Bola de Oro de la avenida Lázaro Cárdenas de esta ciudad.

Aunque sabía del motivo de la charla, me mira desconcertada, inquisitiva, deseosa de saber qué más hay detrás. No acepta ni teléfono ni fotografías. “Tú no sabes lo que significa huir de un hombre poderoso que se obsesiona contigo. Es una locura, pero tengo que sobrevivir”, me explica.

En Sinaloa se convirtió en “buchona”, me cuenta. —¿Qué es eso?, le pregunto. “Somos mujeres elegantes”, me dice sonriente. “No, mira, la palabra viene del ‘buche’ de las palomas, que cuando comen se les infla, pero aquí entre nosotros significa mujeres elegantes, glamurosas, enjoyadas, orgullosas por nuestros senos con silicón y por los lujos que nos brinda algún ‘pesado’, ya sabes, un capo, un líder mafioso y así”.

Yo viví todo eso, tenía 23 años y quise comerme la vida con todo el dinero que ganaba. Viví varios años montada en trocas, escuchando música banda, entaconada a más no poder, con joyas, ropa de marca, el cabello largo que tanto me gusta y una que otra cirugía en mi cuerpo, ya sabes, nomás para ajustarlo”, añade con una sonrisa pícara.

II

“Un día me di cuenta que el ‘man’ que traía se creía el dueño de mi vida. En parte lo era, pero vamos, no era para tanto, y entonces empezaron las escenas de celos, los guardaespaldas, la intervención de mi teléfono y total, me cansé y lo dejé. Me mandó mensajes, me amenazó de muerte y mejor salí huyendo y aquí estoy”.

En Xalapa, Elena empezó a trabajar de bailarina primero y luego en casas de citas. No le ha ido mal, me dice. Bailando, sin involucrarse con nadie en la intimidad, puede ganar hasta 30 o 40 mil pesos en un fin de semana. Si cruza esa línea, en las instalaciones o fuera de ellas, sus ingresos aumentan.

“Sí, es un dinero fácil, lo reconozco, pero eso es lo que sé hacer”. ¿Riesgos? “Claro, hay muchos riesgos, sobre todo por los grupos o personas que quieren controlarte, para ofrecerte seguridad y llevarse una comisión. Uno tiene que entrarle, pero también ser muy astuta y cuidadosa”.

“Como ‘buchona’, recuerda, de pronto tienes mucho dinero y muchos lujos, pero de un día para otro te los acabas, porque no ahorras, no piensas en el futuro, solo piensas en el momento, en el presente, en la vida que tienes ahora”, reflexiona.

“En Xalapa, añade, hay mucha competencia. Si bien existen pocos centros de table dance, sí hay más casas de citas y páginas web con chicas que ofrecen muchos servicios y a costos muy accesibles a los que uno se tiene que acoplar”, me cuenta.

III

Aunque pensaba cambiar de ciudad y viajar a Monterrey o Guadalajara, Elena se quedó varada en Xalapa, por la pandemia del Covid-19.

—¿Te ha afectado esta situación? — Claro que me afecta, si yo vivo de tocar cuerpos. En nuestra profesión eso es lo más importante. Al principio sí llegaban algunos clientes, pero como fue avanzando esto, la gente empezó a alejarse. Creo que el miedo es lo que más nos ha afectado a todos.

Además, añade, piensa en el futuro. “Estoy segura que todo esto va a pasar, pero cómo vamos a quedar nosotras, las que nos dedicamos a esto. He visto videos de cómo está cambiando la vida social en España. Ahora los restaurantes tendrán arcos sanitizantes, pantallas para detectar la temperatura. Muchas cosas para garantizar la seguridad. ¿Y nosotras qué vamos a hacer? ¿Traer un dispositivo para medir la temperatura? ¡Por favor! Si aquí la gente llega porque viene con temperatura alta, me dice sin aguantarse la carcajada.

—¿Han buscado ayuda de alguna autoridad?, le pregunto.

“No, cómo crees. ¿Qué autoridad crees que nos apoye? Ninguna, ninguna. ¿Y sabes por qué? Porque somos apestadas de la sociedad. Si es el oficio más antiguo del mundo debería de ser el más prestigiado, pero no, es uno de los más despreciados, el que la sociedad esconde, del que nadie quiere saber, pero del que se sostienen muchas familias”.

“Pero mira, aquí vamos a estar, porque esto no será para siempre. Sé que la sociedad no nos valora, pero damos lo que todo mundo busca, la felicidad. La ofrecemos con nuestras manos y nuestros cuerpos, aunque ahorita esté prohibido tocarse”, concluye, mientras le da un último sorbo al té chai latte frappé, testigo mudo de nuestro encuentro.

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