/ domingo 9 de octubre de 2022

Relatos dominicales: La eternidad sí existe

Cuando Jonás reflexionaba en estas profundidades, recordaba al viejo Ancio Manlio Torcuato Severnio, mejor conocido como “Boecio”

Cuando pensaba en la muerte le gustaba cerrar los ojos para ver la oscuridad. ¿Cómo se puede ver la oscuridad si en su definición entraña la ausencia de luz?, se preguntaba. Sí, parece una paradoja, porque la luz no está en la mirada sino en la mente, se contestaba. Sí, pero si la mente se apaga, ¿cómo sabes que habrá luz o conciencia? No, eso no lo sé, pero creo que es posible, concluía en su reflexión.

Cuando Jonás reflexionaba en estas profundidades, recordaba al viejo Ancio Manlio Torcuato Severnio, mejor conocido como “Boecio”, un filósofo, patricio romano, quien fue traductor de Platón y Aristóteles y que murió ejecutado, luego de ser acusado de traición a su patria. “La eternidad, decía este hombre, es la posesión total, simultánea y perfecta de la vida interminable”. ¿Esto es posible?, se preguntaba, tal y como lo cuestionó el propio Tomás de Aquino, porque la duración afecta más al ser que a la vida.

Como sea, añadía Jonás, ¿quién puede dar cuenta de la eternidad si nadie ha ido y regresado de la muerte? Por ello creo que la eternidad no está allende las fronteras sino en nuestra memoria. —¿Cuántos años tiene que vivió Aristóteles?, le preguntó a su compañero de viaje que lo miraba absorto por esa pregunta. —Pues unos 2 mil 350 años. —¿Y sabes qué? ¡Está vivo! Su nombre sigue en las escuelas, en las universidades, en los debates de la academia.

El hambre nos detuvo en Casa Tixtla, un restaurante típico de la región guerrerense por donde viajábamos, en donde pedimos de todo, para probar, picadillo, pozole de camagua, chalupitas. —Tienen el sazón de Luzmy Gómez, me dijo el mesero muy amable, como si conociera de años a doña Luzmy. Comimos con singular alegría mientras la eternidad taladraba mi cabeza.

La posesión nada tiene que ver con la duración. Si, pues, la eternidad es una cierta duración, síguese que no es “posesión”, habría insistido Tomás de Aquino. No sé si la eternidad exista, como nos han hecho creer, insistió Jonás. —¿Un paraíso? ¿Un no lugar? ¿Un no espacio eterno, espiritual, sublime, de almas y ángeles? ¿Un reino celestial? No lo sé, no me convence. Desde que el hombre es hombre se ha inventado estos espacios para la trascendencia. El Olimpo de los antiguos o el cielo cristiano no es otra cosa que nuestro deseo de eternidad, pero más allá del deseo, ¿es una realidad?

Entonces siguió. —El único Paraíso que existe antes se llamaba La Charca. Y sí, qué bueno que le cambiaron el nombre a esa comunidad del municipio de Úrsulo Galván en Veracruz. Por lo demás, la eternidad existe en la memoria, porque es aquí, en esa vasija humana, en donde guardamos el pasado, actualizamos el presente y lo proyectamos hacia el futuro.

Y ya vámonos, dijo Jonás a su acompañante. Sólo me acabo este mezcal de Damiana, para que se asiente la comida y se ablande el espíritu. Ese día, mientras respiraba profundo y el viento de la tarde le acariciaba el rostro siguió pensando que la eternidad sí existe y se llama “memoria”.

¿Quién puede dar cuenta de la eternidad si nadie ha ido y regresado de la muerte?

Cuando pensaba en la muerte le gustaba cerrar los ojos para ver la oscuridad. ¿Cómo se puede ver la oscuridad si en su definición entraña la ausencia de luz?, se preguntaba. Sí, parece una paradoja, porque la luz no está en la mirada sino en la mente, se contestaba. Sí, pero si la mente se apaga, ¿cómo sabes que habrá luz o conciencia? No, eso no lo sé, pero creo que es posible, concluía en su reflexión.

Cuando Jonás reflexionaba en estas profundidades, recordaba al viejo Ancio Manlio Torcuato Severnio, mejor conocido como “Boecio”, un filósofo, patricio romano, quien fue traductor de Platón y Aristóteles y que murió ejecutado, luego de ser acusado de traición a su patria. “La eternidad, decía este hombre, es la posesión total, simultánea y perfecta de la vida interminable”. ¿Esto es posible?, se preguntaba, tal y como lo cuestionó el propio Tomás de Aquino, porque la duración afecta más al ser que a la vida.

Como sea, añadía Jonás, ¿quién puede dar cuenta de la eternidad si nadie ha ido y regresado de la muerte? Por ello creo que la eternidad no está allende las fronteras sino en nuestra memoria. —¿Cuántos años tiene que vivió Aristóteles?, le preguntó a su compañero de viaje que lo miraba absorto por esa pregunta. —Pues unos 2 mil 350 años. —¿Y sabes qué? ¡Está vivo! Su nombre sigue en las escuelas, en las universidades, en los debates de la academia.

El hambre nos detuvo en Casa Tixtla, un restaurante típico de la región guerrerense por donde viajábamos, en donde pedimos de todo, para probar, picadillo, pozole de camagua, chalupitas. —Tienen el sazón de Luzmy Gómez, me dijo el mesero muy amable, como si conociera de años a doña Luzmy. Comimos con singular alegría mientras la eternidad taladraba mi cabeza.

La posesión nada tiene que ver con la duración. Si, pues, la eternidad es una cierta duración, síguese que no es “posesión”, habría insistido Tomás de Aquino. No sé si la eternidad exista, como nos han hecho creer, insistió Jonás. —¿Un paraíso? ¿Un no lugar? ¿Un no espacio eterno, espiritual, sublime, de almas y ángeles? ¿Un reino celestial? No lo sé, no me convence. Desde que el hombre es hombre se ha inventado estos espacios para la trascendencia. El Olimpo de los antiguos o el cielo cristiano no es otra cosa que nuestro deseo de eternidad, pero más allá del deseo, ¿es una realidad?

Entonces siguió. —El único Paraíso que existe antes se llamaba La Charca. Y sí, qué bueno que le cambiaron el nombre a esa comunidad del municipio de Úrsulo Galván en Veracruz. Por lo demás, la eternidad existe en la memoria, porque es aquí, en esa vasija humana, en donde guardamos el pasado, actualizamos el presente y lo proyectamos hacia el futuro.

Y ya vámonos, dijo Jonás a su acompañante. Sólo me acabo este mezcal de Damiana, para que se asiente la comida y se ablande el espíritu. Ese día, mientras respiraba profundo y el viento de la tarde le acariciaba el rostro siguió pensando que la eternidad sí existe y se llama “memoria”.

¿Quién puede dar cuenta de la eternidad si nadie ha ido y regresado de la muerte?

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