Hace unos días tuve la oportunidad de asistir al Primer congreso de investigadoras sinaloenses, el cual se realizó en Culiacán. Fue una experiencia interesante, pues congregó a 706 investigadoras de varias instituciones de educación superior del país.
Convocado por el Centro de Políticas de Género para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, y la Coordinación General para el Fomento a la Investigación Científica e Innovación del Estado de Sinaloa, este espacio permitió, desde diferentes áreas de conocimiento y a través de 119 ponencias, compartir los aportes, retos, satisfacciones y preguntas de mujeres que se dedican al quehacer científico en el país.
Dentro de las actividades del congreso me movió enormemente el panel “Desafíos y costos de las mujeres para el ingreso y permanencia en el Sistema Nacional de Investigadoras”. En ese espacio participamos colegas que pertenecemos al Sistema con diferentes niveles de distinción y que nos encontramos adscritas a instituciones de educación superior de varios puntos de la República: Escuela Nacional de Antropología e Historia, Universidad Nacional Autónoma de México, Colegio de la Frontera Norte, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Universidad Autónoma de Tlaxcala y Universidad Veracruzana.
En torno a la pregunta sobre cuál había sido nuestra experiencia como integrantes del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII), las panelistas intercambiamos vivencias sobre nuestro quehacer científico, académico y personal.
Con trayectorias marcadas por el ingreso al SNII que incluso datan de la década de los noventa, la mayoría coincidimos en que ha sido un logro ingresar a una plataforma que no fue pensada para las mujeres que se distinguen por su quehacer científico, diversidad socioeconómica, trayectorias de vida complejas atravesada por su identidad de género y la subestima a su labor.
Investigadoras quienes son mamás o que se encontraban desempleadas y con fuertes dificultades económicas, que no se les consideraba con las credenciales académicas suficientes (pese a que sí las tenían) o que cursaron sus posgrados tratando de conciliar tiempos con los trabajos de cuidados que recaían sobre ellas, obligándolas a un desgaste físico y emocional al no considerarse lo suficientemente hábiles, inteligentes y valiosas para la vida científica en donde estaban deseosas de incursionar.
Este espacio de intercambio, y también de desahogo, me movió profundamente porque al escuchar a mis colegas recordé mi propia trayectoria profesional y personal. El esfuerzo por posicionar temas y problemas de investigación con rigurosidad científica rodeada por un entorno académico lleno de escepticismo, es aún peor cuando realizamos esa labor desde el quehacer teórico feminista.
¿En qué condiciones realizamos nuestra labor las investigadoras en el país? ¿Qué sucede cuando el quehacer científico es de orden feminista? ¿Cuáles son los retos de la investigación feminista dentro de un Sistema que es más cercano al orden patriarcal? Más allá de quejarnos desde “el privilegio de ser investigadoras SNII”, esas son preguntas que continuamente las investigadoras del país tratamos de responder, a veces en colectivo, pero la mayoría de las veces en solitario.
Los espacios de reflexión colectiva y de acción académica feminista han sido pocos, a veces centralizados. No siempre responden a las particularidades regionales de los feminismos académicos del país. Me congratulo por haber participado en este esfuerzo hecho desde el Primer congreso de investigadoras sinaloenses, ya que nos permite elaborar respuestas desde nuestros lugares de pertenencia con sus carencias y potencialidades.
Espero que el ejercicio de reflexión e intercambio no termine aquí y continúe en los siguientes años, acompañado de acciones para beneficio del quehacer científico de las mujeres en México.
*Coordinadora del Observatorio Universitario de Violencias contra las Mujeres. Universidad Veracruzana