/ lunes 15 de abril de 2024

¿Por qué tan solitas?

Hace algunas décadas, cuando era niña, conocí a una mujer llamada Flor. Una adulta mayor que se dedicaba a viajar de uno a otro pueblo del norte de Veracruz. No tenía hijos ni marido ni dientes.

Le gustaban las galletas “de animalitos” sumergidas en tazas de café con leche con dos cucharadas de azúcar. Se las comía sopeadas utilizando una cucharita. Cada que visitaba a mi abuela paterna, la acompañaba con unas galletitas que también sumergía en mi taza.

Doña Flor me causaba fascinación por su maleta grande y sus enormes ganas de viajar. Yo era a la única a la que le producía ese efecto. Mi abuela se preocupaba por ella y le ofrecía que se quedara unos días en casa, pero luego se iba y no volvíamos a saber de nuestra amiga hasta meses o años después.

Era, como la gente decía, una mujer sola. A consecuencia de lo mismo causaba lástima y rechazo. Nunca entendí por qué sino hasta tiempo después, cuando viví sola por casi dos décadas.

Era una mujer joven en aquel entonces. Estaba en los treinta y últimos, no tenía hijos, solo una relación rota y muchas ganas de vivir mis sueños: algunos muy ambiciosos y otros más modestos como poseer un espacio para compartir conmigo misma.

Años antes, me había escapado a vivir sola y mamá enfureció. Llegó al departamentito que ya habitaba buscando algo para criticar, pero no encontró nada. Era un espacio tan chiquito y ella me había educado tan bien que todo estaba brillante y reluciente. Se fue apesadumbrada. Creo que le recordé a Flor y a muchas mujeres que viven en soledad.

Por distintos motivos, pero sobre todo por la idea de que las mujeres debemos vivir y servir a nuestro entorno afectivo, la soledad elegida por muchas mujeres siempre ha sido vista como un acto sin sentido y casi suicida.

“¿Qué vas a hacer si no tienes a nadie? ¿Qué vas a hacer sin hijos, sin marido?” No sé. ¿Tal vez conocerse a una misma? ¿Tal vez disfrutar del silencio y enfrascarse en preocupaciones propias, tales como la sobrevivencia?

Más que un privilegio de clase o de edad, la soledad se ha convertido en una oportunidad para muchas mujeres porque les ha permitido desmontar lo aprendido respecto a cómo debemos ser, desafiando lo que el futuro ha construido para nuestro entorno afectivo y amoroso.

Para comprender que si estamos solas cuarenta días y cuarenta noches podemos utilizar preciosamente ese tiempo, afrontando a la tristeza, domándola un poco y conociéndonos en libertad. Es fácil decirlo, pero difícil hacerlo. Después, lo más complicado es dejar la soledad.

*Coordinadora del Observatorio Universitario de Violencias contra las Mujeres. Universidad Veracruzana

Hace algunas décadas, cuando era niña, conocí a una mujer llamada Flor. Una adulta mayor que se dedicaba a viajar de uno a otro pueblo del norte de Veracruz. No tenía hijos ni marido ni dientes.

Le gustaban las galletas “de animalitos” sumergidas en tazas de café con leche con dos cucharadas de azúcar. Se las comía sopeadas utilizando una cucharita. Cada que visitaba a mi abuela paterna, la acompañaba con unas galletitas que también sumergía en mi taza.

Doña Flor me causaba fascinación por su maleta grande y sus enormes ganas de viajar. Yo era a la única a la que le producía ese efecto. Mi abuela se preocupaba por ella y le ofrecía que se quedara unos días en casa, pero luego se iba y no volvíamos a saber de nuestra amiga hasta meses o años después.

Era, como la gente decía, una mujer sola. A consecuencia de lo mismo causaba lástima y rechazo. Nunca entendí por qué sino hasta tiempo después, cuando viví sola por casi dos décadas.

Era una mujer joven en aquel entonces. Estaba en los treinta y últimos, no tenía hijos, solo una relación rota y muchas ganas de vivir mis sueños: algunos muy ambiciosos y otros más modestos como poseer un espacio para compartir conmigo misma.

Años antes, me había escapado a vivir sola y mamá enfureció. Llegó al departamentito que ya habitaba buscando algo para criticar, pero no encontró nada. Era un espacio tan chiquito y ella me había educado tan bien que todo estaba brillante y reluciente. Se fue apesadumbrada. Creo que le recordé a Flor y a muchas mujeres que viven en soledad.

Por distintos motivos, pero sobre todo por la idea de que las mujeres debemos vivir y servir a nuestro entorno afectivo, la soledad elegida por muchas mujeres siempre ha sido vista como un acto sin sentido y casi suicida.

“¿Qué vas a hacer si no tienes a nadie? ¿Qué vas a hacer sin hijos, sin marido?” No sé. ¿Tal vez conocerse a una misma? ¿Tal vez disfrutar del silencio y enfrascarse en preocupaciones propias, tales como la sobrevivencia?

Más que un privilegio de clase o de edad, la soledad se ha convertido en una oportunidad para muchas mujeres porque les ha permitido desmontar lo aprendido respecto a cómo debemos ser, desafiando lo que el futuro ha construido para nuestro entorno afectivo y amoroso.

Para comprender que si estamos solas cuarenta días y cuarenta noches podemos utilizar preciosamente ese tiempo, afrontando a la tristeza, domándola un poco y conociéndonos en libertad. Es fácil decirlo, pero difícil hacerlo. Después, lo más complicado es dejar la soledad.

*Coordinadora del Observatorio Universitario de Violencias contra las Mujeres. Universidad Veracruzana