/ lunes 18 de junio de 2018

Palabra impresa/ Casa abandonada

Me dijeron que no gritara porque don Anselmo nos podía escuchar

Me dijeron que no gritara porque don Anselmo nos podía escuchar. Y es que al salir de la escuela vimos que en el huerto de la casa abandonada estaba el palo de mango lleno de frutos.

La primera que brincó la barda fue Emelia, ella no le teme a nada, ni a los perros cuando le ladran; después saltó Pedro, pero él tiene un defecto: cuando está nervioso la risa y sus carcajadas lo delatan, así lo hemos encontrado muchas veces cuando jugamos a las escondidas. Y los últimos en pasarnos hacia dentro de la huerta fuimos Cristina y yo. A Cristina le gusta mucho mirar y mirar a su alrededor, escuchar con atención todos los ruidos que puede haber en su alrededor. Yo no, yo soy muy desesperado. Así que les dije que deberíamos apurarnos antes de ser descubiertos por doña Isabel.

Emelia fue la que decidió subir pero los zapatos lisos no le ayudaban porque a cada rato resbalaba y no avanzaba hacia la rama donde había más mangos. Cristina se alejó de donde estábamos porque le llamó la atención un rosal que estaba floreando. Y dijo que a una de las rosas había llegado un colibrí, y tantas otras cosas más, sólo que no le pusimos tanta atención porque lo que nos apuraba era acabar de cortar algunos mangos, antes de ser sorprendidos.

Alguien puede vernos, así que debes apurarte, Emelia; le dijo Pedro y de pronto empezó a reír, al otro lado de la barda, ya en la calle, un perro empezó a ladrar como si avisara de que adentro, en el patio de esa casa abandonada estaba sucediendo algo anormal para él. Y de pronto alguien gritó, que en el huerto de la casa había gente, y que se estaban robando mangos. Emelia dio un salto, que por la de buenas no se lastimó. Cristina se había dado cuenta y ya venía corriendo después de haber contemplado por un buen rato los pétalos de las rosas. Pedro corría, iba riendo y gritando, y el perro afuera más ladraba. No corté un solo mango, dijo Emelia, que por culpa de sus zapatos parecía que andaba encima del hielo. Ya no vuelvo a venir con ustedes, dije yo. En pocos días pasaré yo solo a cortarme un mango, nada más uno, porque cada vez que paso por afuera y los veo me los saboreo.

Vámonos, que tenemos que hacer la tarea para mañana, dijo Cristina. Pedro logró calmar su risa. Habíamos dejado atrás la barda blanca de esa casa abandonada.


josecruzdominguez@gmail.com

Me dijeron que no gritara porque don Anselmo nos podía escuchar. Y es que al salir de la escuela vimos que en el huerto de la casa abandonada estaba el palo de mango lleno de frutos.

La primera que brincó la barda fue Emelia, ella no le teme a nada, ni a los perros cuando le ladran; después saltó Pedro, pero él tiene un defecto: cuando está nervioso la risa y sus carcajadas lo delatan, así lo hemos encontrado muchas veces cuando jugamos a las escondidas. Y los últimos en pasarnos hacia dentro de la huerta fuimos Cristina y yo. A Cristina le gusta mucho mirar y mirar a su alrededor, escuchar con atención todos los ruidos que puede haber en su alrededor. Yo no, yo soy muy desesperado. Así que les dije que deberíamos apurarnos antes de ser descubiertos por doña Isabel.

Emelia fue la que decidió subir pero los zapatos lisos no le ayudaban porque a cada rato resbalaba y no avanzaba hacia la rama donde había más mangos. Cristina se alejó de donde estábamos porque le llamó la atención un rosal que estaba floreando. Y dijo que a una de las rosas había llegado un colibrí, y tantas otras cosas más, sólo que no le pusimos tanta atención porque lo que nos apuraba era acabar de cortar algunos mangos, antes de ser sorprendidos.

Alguien puede vernos, así que debes apurarte, Emelia; le dijo Pedro y de pronto empezó a reír, al otro lado de la barda, ya en la calle, un perro empezó a ladrar como si avisara de que adentro, en el patio de esa casa abandonada estaba sucediendo algo anormal para él. Y de pronto alguien gritó, que en el huerto de la casa había gente, y que se estaban robando mangos. Emelia dio un salto, que por la de buenas no se lastimó. Cristina se había dado cuenta y ya venía corriendo después de haber contemplado por un buen rato los pétalos de las rosas. Pedro corría, iba riendo y gritando, y el perro afuera más ladraba. No corté un solo mango, dijo Emelia, que por culpa de sus zapatos parecía que andaba encima del hielo. Ya no vuelvo a venir con ustedes, dije yo. En pocos días pasaré yo solo a cortarme un mango, nada más uno, porque cada vez que paso por afuera y los veo me los saboreo.

Vámonos, que tenemos que hacer la tarea para mañana, dijo Cristina. Pedro logró calmar su risa. Habíamos dejado atrás la barda blanca de esa casa abandonada.


josecruzdominguez@gmail.com

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