/ domingo 22 de marzo de 2020

De coronavirus y estampitas religiosas

Alberto y el taxista se enfrascan en una charla donde para el trabajador del volante el Covid-19 es una invención de los gobiernos extranjeros

Alberto se subió en un taxi en Los Sauces para que lo llevara a la calle de Altamirano y se molestó porque el conductor le dijo que le cobraría 35 pesos.

“Pero no voy a Plaza Américas”, refunfuñó. Serio, frío, el taxista le contestó: “Son 35 pesos, señor”, en un tono de lo tomas o lo dejas.

Alberto llevaba la poca despensa que había podido comprar para enfrentar la cuarentena por la epidemia del coronavirus COVID-19, un virus que nació en la lejana China y que se propagó por el mundo, en las alas del miedo, la angustia y la incertidumbre.

—¿Cómo ve eso del virus?, le dijo al taxista, para tratar de alejar su enojo del pobre hombre que buscaba ganarse la vida y que también, como él, sufriría las consecuencias del programa de “sana distancia” implementado para evitar menos transmisiones y muertes.

“Pues yo como Santo Tomás”, contestó de tajo, el conductor. “Hasta no ver no creer. Estas son puras cosas del gobierno”, ya sabe cómo se las gasta. —“¿Del gobierno?, pero si este gobierno de López Obrador es diferente, es un gobierno honesto, no creo que quiera hacerle daño a la gente”, replicó Alberto. —“No, no, de los gobiernos, de los extranjeros, no de este gobierno”, contestó de inmediato el taxista, con toda la pinta de amlover.

II

Para no seguir con el tema, el taxista subió el volumen a la radio y entonces Alberto pudo escuchar el plan del presidente para detener la pandemia. “El escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, el no permitir la corrupción”.

Luego, según comentó el conductor de noticias, el mandatario sacó dos estampas de su cartera y explicó: “Miren, este es el Detente. Detente, enemigo, que el corazón de Jesús está conmigo. Esto me lo da la gente, son mis guardaespaldas”, diciendo que tiene más amuletos que le dan católicos, evangélicos o librepensadores.

Alberto se quedó pensando. Él estaba siguiendo todas las instrucciones que estaba escuchando en los medios de comunicación. Estaba tomando previsiones. Le pidió a su familia que no saliera de casa, vio cómo algunas instituciones o empresas estaban tomando medidas. La única manera de prevenir las muertes por este virus es mantener acciones de limpieza primero y tomar distancia después. No tenemos que salir de casa.

De pronto le preocupó que el gobierno no tomara en serio las medidas sanitarias o que se escucharan quejas de que no había suficientes insumos o medicamentos. Sabía que había un bombardeo para generar miedo. Él era un hombre religioso y sabía del “Detente”, ese pequeño emblema que se puede llevar sobre el pecho, con la imagen del Sagrado Corazón, para mostrar amor y confianza en su protección ante las acechanzas del maligno, como solía decirles el padre Vignola, en la parroquia en donde cada domingo iba a misa.

El mismo cura solía repetirles también que “a Dios rogando y con el mazo dando”, para señalar que si bien Dios cuida de sus hijos y los provee, es deber de cada persona luchar, cuidar y proteger a su familia.

III

Por la noche, ya en casa, escuchó en el noticiero de Ciro Gómez Leyva que la cifra de infectados en México había subido a 203 casos, con 606 sospechosos y dos fallecidos. En el día 22, la curva de contagios en nuestro país avanzó más rápido que en Italia y Estados Unidos, decía el periodista, lo que estaba demostrando que el gobierno no había puesto toda la atención ni el cuidado adecuado de prevención.

Lo que más le sorprendió fue escuchar al diputado Gerardo Fernández Noroña, un personaje impresentable y siempre polémico en sus declaraciones. En un video, el legislador se burlaba de la pandemia y minimizaba sus efectos, diciendo que para qué tener miedo, si al final nos morimos pues vamos a llegar con nuestro Dios.

“El compañero presidente sí, hoy saludó de mano a los que estaban en el presídium. Sí los saludó de mano, porque lo que les está diciendo es relájense, no generen histeria. Está bien lo de la sana distancia y la chingada y todo lo que quieran, pero relájense de verdad. A mí en todos lados me regalan su pinche gelsito. No quiero, no lo necesito. No me va a dar esa chingadera y si me diera no me va a matar y si me muero pues ya estaba, así va a ser. Son creyentes. ¿Por qué se angustian de que van a ir a encontrarse con su divinidad? ¿Por qué les genera problema? Además es el ciclo de la vida. No debería de generarles angustia. Si les genera angustia entonces no son tan creyentes”.

IV

Alberto dejó el teléfono y se sentó a platicar con su familia. Desde la radio de la cocina, juntos, empezaron a escuchar “Volveremos a brindar”, de la española Lucía Gil: “Días tristes, nos cuesta estar muy solos, buscamos mil maneras de vencer la estupidez. Meses grises, es tiempo de escondernos, tal vez sea la forma de encontrarnos otra vez”.

Alberto se subió en un taxi en Los Sauces para que lo llevara a la calle de Altamirano y se molestó porque el conductor le dijo que le cobraría 35 pesos.

“Pero no voy a Plaza Américas”, refunfuñó. Serio, frío, el taxista le contestó: “Son 35 pesos, señor”, en un tono de lo tomas o lo dejas.

Alberto llevaba la poca despensa que había podido comprar para enfrentar la cuarentena por la epidemia del coronavirus COVID-19, un virus que nació en la lejana China y que se propagó por el mundo, en las alas del miedo, la angustia y la incertidumbre.

—¿Cómo ve eso del virus?, le dijo al taxista, para tratar de alejar su enojo del pobre hombre que buscaba ganarse la vida y que también, como él, sufriría las consecuencias del programa de “sana distancia” implementado para evitar menos transmisiones y muertes.

“Pues yo como Santo Tomás”, contestó de tajo, el conductor. “Hasta no ver no creer. Estas son puras cosas del gobierno”, ya sabe cómo se las gasta. —“¿Del gobierno?, pero si este gobierno de López Obrador es diferente, es un gobierno honesto, no creo que quiera hacerle daño a la gente”, replicó Alberto. —“No, no, de los gobiernos, de los extranjeros, no de este gobierno”, contestó de inmediato el taxista, con toda la pinta de amlover.

II

Para no seguir con el tema, el taxista subió el volumen a la radio y entonces Alberto pudo escuchar el plan del presidente para detener la pandemia. “El escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, el no permitir la corrupción”.

Luego, según comentó el conductor de noticias, el mandatario sacó dos estampas de su cartera y explicó: “Miren, este es el Detente. Detente, enemigo, que el corazón de Jesús está conmigo. Esto me lo da la gente, son mis guardaespaldas”, diciendo que tiene más amuletos que le dan católicos, evangélicos o librepensadores.

Alberto se quedó pensando. Él estaba siguiendo todas las instrucciones que estaba escuchando en los medios de comunicación. Estaba tomando previsiones. Le pidió a su familia que no saliera de casa, vio cómo algunas instituciones o empresas estaban tomando medidas. La única manera de prevenir las muertes por este virus es mantener acciones de limpieza primero y tomar distancia después. No tenemos que salir de casa.

De pronto le preocupó que el gobierno no tomara en serio las medidas sanitarias o que se escucharan quejas de que no había suficientes insumos o medicamentos. Sabía que había un bombardeo para generar miedo. Él era un hombre religioso y sabía del “Detente”, ese pequeño emblema que se puede llevar sobre el pecho, con la imagen del Sagrado Corazón, para mostrar amor y confianza en su protección ante las acechanzas del maligno, como solía decirles el padre Vignola, en la parroquia en donde cada domingo iba a misa.

El mismo cura solía repetirles también que “a Dios rogando y con el mazo dando”, para señalar que si bien Dios cuida de sus hijos y los provee, es deber de cada persona luchar, cuidar y proteger a su familia.

III

Por la noche, ya en casa, escuchó en el noticiero de Ciro Gómez Leyva que la cifra de infectados en México había subido a 203 casos, con 606 sospechosos y dos fallecidos. En el día 22, la curva de contagios en nuestro país avanzó más rápido que en Italia y Estados Unidos, decía el periodista, lo que estaba demostrando que el gobierno no había puesto toda la atención ni el cuidado adecuado de prevención.

Lo que más le sorprendió fue escuchar al diputado Gerardo Fernández Noroña, un personaje impresentable y siempre polémico en sus declaraciones. En un video, el legislador se burlaba de la pandemia y minimizaba sus efectos, diciendo que para qué tener miedo, si al final nos morimos pues vamos a llegar con nuestro Dios.

“El compañero presidente sí, hoy saludó de mano a los que estaban en el presídium. Sí los saludó de mano, porque lo que les está diciendo es relájense, no generen histeria. Está bien lo de la sana distancia y la chingada y todo lo que quieran, pero relájense de verdad. A mí en todos lados me regalan su pinche gelsito. No quiero, no lo necesito. No me va a dar esa chingadera y si me diera no me va a matar y si me muero pues ya estaba, así va a ser. Son creyentes. ¿Por qué se angustian de que van a ir a encontrarse con su divinidad? ¿Por qué les genera problema? Además es el ciclo de la vida. No debería de generarles angustia. Si les genera angustia entonces no son tan creyentes”.

IV

Alberto dejó el teléfono y se sentó a platicar con su familia. Desde la radio de la cocina, juntos, empezaron a escuchar “Volveremos a brindar”, de la española Lucía Gil: “Días tristes, nos cuesta estar muy solos, buscamos mil maneras de vencer la estupidez. Meses grises, es tiempo de escondernos, tal vez sea la forma de encontrarnos otra vez”.

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