/ domingo 27 de enero de 2019

Ante Dios el hombre enmudece de estupor y de asombro

Me gusta Dios, me gusta la fe, me gusta sentirme parte de la Iglesia y me gustan las cosas de Dios.

Así me percibo y siento la necesidad de expresarme de esta forma por la emoción que me provoca ver a miles y miles de jóvenes de todo el mundo que se congregan en Panamá en torno al papa Francisco, en la Jornada Mundial de la Juventud.

A mí personalmente me tocó despedir a varios jóvenes de Xalapa que además de pedirme la bendición me mostraron su fe y su gozo en el Espíritu, al acudir a este encuentro mundial.

Desde los tiempos del papa Juan Pablo II se ha mantenido la expectativa, el interés y el entusiasmo para participar en esta Jornada, a pesar de las dificultades que los jóvenes tienen que enfrentar para sostenerse firmes y fieles a su fe cristiana y católica.

Particularmente estos últimos años han sido muy difíciles para la comunidad cristiana que ha sufrido y se ha visto zarandeada en su fe ante los escándalos de abuso sexual de parte de algunos sacerdotes en distintas partes del mundo.

Estas situaciones dolorosas, así como el ambiente de persecución que enfrenta nuestra Iglesia nos hace valorar más el poder de la gracia que actúa en los fieles y en la vida de nuestros jóvenes que siguen incondicionalmente al Señor, tratando de limpiar el rostro de la Iglesia y de santificar el mundo.

Al ver la entrega y el entusiasmo de los jóvenes regreso sobre mi propia historia vocacional y sobre el proceso de vida cristiana de tantos hombres y mujeres que no sólo dejaron sus propios asuntos personales para consagrarse a la misión, sino que sintieron tal fascinación por Jesucristo que eligieron estar con Él.

El enfoque no sólo está en lo que se deja sino en lo que se elige, no sólo está en la renuncia sino en la vida que se abraza. Benedicto XVI, con la trascendencia que alcanzan los maestros del espíritu, nos exhortaba con frecuencia a realizar nuestro ministerio de tal manera que el cristianismo no pierda la capacidad de fascinación que ha tenido a lo largo de la historia.

Su reflexión puso palabras a mi experiencia personal, a lo que yo también viví en el momento que tomé la decisión más importante de mi vida. En ese momento con una grande emoción, pero con la precariedad de mis palabras llegaba yo a explicar que esa era mi vocación: que Dios me estaba eligiendo, que quería consagrarme a la Iglesia, que deseaba dedicar mi vida al servicio de los demás, que mi ilusión era servir a los más necesitados, etc.

Así lo compartía cada vez que se ofrecía platicar de mi vocación. No tenía la profundidad ni la claridad para explicar lo que en el fondo estaba pasando. Lo más profundo que llegaba a experimentar era mi amor por Cristo, mi preocupación y cariño por los más necesitados y mi anhelo de rescatar las almas.

Se trataba de una experiencia sublime que rebasaba mi capacidad para explicar y articular lo que en el fondo de mi corazón estaba pasando. Cuando escuché a Benedicto XVI sentí que eso precisamente viví en aquel momento, además de todo lo que con mis propias limitaciones llegué a explicar.

Jesús me sedujo, experimenté una gran fascinación por su persona y desencadenó en mí un proceso que me tiene más enamorado, más convencido, más entregado, a pesar de mis pobres fuerzas humanas. No digo con esto que he cumplido a cabalidad, o que soy intachable, o que me creo una persona santa y perfecta. Tengo mis defectos y lucho diariamente contra mis pecados, pero mi amor por Cristo, mi necesidad de Él es algo que no sabría explicar.

Algo así pasa en la vida de nuestros jóvenes que buscan con pasión a Jesucristo. Ni las pruebas y contrariedades de esta vida los apartan de Jesucristo que provoca una fascinación que los mantiene alegres y comprometidos para transformar el mundo.

Henri Nouwen, otro de los maestros del espíritu, explicaba así eso que llegamos a experimentar cuando tenemos necesidad de Cristo y ya no queremos alejarnos de Él: “Cuanto más avanza el hombre hacia el misterio de Dios, más se queda sin palabras. El hombre se envuelve en una fuerza de amor y enmudece de estupor y de asombro”.

Me gusta Dios, me gusta la fe, me gusta sentirme parte de la Iglesia y me gustan las cosas de Dios.

Así me percibo y siento la necesidad de expresarme de esta forma por la emoción que me provoca ver a miles y miles de jóvenes de todo el mundo que se congregan en Panamá en torno al papa Francisco, en la Jornada Mundial de la Juventud.

A mí personalmente me tocó despedir a varios jóvenes de Xalapa que además de pedirme la bendición me mostraron su fe y su gozo en el Espíritu, al acudir a este encuentro mundial.

Desde los tiempos del papa Juan Pablo II se ha mantenido la expectativa, el interés y el entusiasmo para participar en esta Jornada, a pesar de las dificultades que los jóvenes tienen que enfrentar para sostenerse firmes y fieles a su fe cristiana y católica.

Particularmente estos últimos años han sido muy difíciles para la comunidad cristiana que ha sufrido y se ha visto zarandeada en su fe ante los escándalos de abuso sexual de parte de algunos sacerdotes en distintas partes del mundo.

Estas situaciones dolorosas, así como el ambiente de persecución que enfrenta nuestra Iglesia nos hace valorar más el poder de la gracia que actúa en los fieles y en la vida de nuestros jóvenes que siguen incondicionalmente al Señor, tratando de limpiar el rostro de la Iglesia y de santificar el mundo.

Al ver la entrega y el entusiasmo de los jóvenes regreso sobre mi propia historia vocacional y sobre el proceso de vida cristiana de tantos hombres y mujeres que no sólo dejaron sus propios asuntos personales para consagrarse a la misión, sino que sintieron tal fascinación por Jesucristo que eligieron estar con Él.

El enfoque no sólo está en lo que se deja sino en lo que se elige, no sólo está en la renuncia sino en la vida que se abraza. Benedicto XVI, con la trascendencia que alcanzan los maestros del espíritu, nos exhortaba con frecuencia a realizar nuestro ministerio de tal manera que el cristianismo no pierda la capacidad de fascinación que ha tenido a lo largo de la historia.

Su reflexión puso palabras a mi experiencia personal, a lo que yo también viví en el momento que tomé la decisión más importante de mi vida. En ese momento con una grande emoción, pero con la precariedad de mis palabras llegaba yo a explicar que esa era mi vocación: que Dios me estaba eligiendo, que quería consagrarme a la Iglesia, que deseaba dedicar mi vida al servicio de los demás, que mi ilusión era servir a los más necesitados, etc.

Así lo compartía cada vez que se ofrecía platicar de mi vocación. No tenía la profundidad ni la claridad para explicar lo que en el fondo estaba pasando. Lo más profundo que llegaba a experimentar era mi amor por Cristo, mi preocupación y cariño por los más necesitados y mi anhelo de rescatar las almas.

Se trataba de una experiencia sublime que rebasaba mi capacidad para explicar y articular lo que en el fondo de mi corazón estaba pasando. Cuando escuché a Benedicto XVI sentí que eso precisamente viví en aquel momento, además de todo lo que con mis propias limitaciones llegué a explicar.

Jesús me sedujo, experimenté una gran fascinación por su persona y desencadenó en mí un proceso que me tiene más enamorado, más convencido, más entregado, a pesar de mis pobres fuerzas humanas. No digo con esto que he cumplido a cabalidad, o que soy intachable, o que me creo una persona santa y perfecta. Tengo mis defectos y lucho diariamente contra mis pecados, pero mi amor por Cristo, mi necesidad de Él es algo que no sabría explicar.

Algo así pasa en la vida de nuestros jóvenes que buscan con pasión a Jesucristo. Ni las pruebas y contrariedades de esta vida los apartan de Jesucristo que provoca una fascinación que los mantiene alegres y comprometidos para transformar el mundo.

Henri Nouwen, otro de los maestros del espíritu, explicaba así eso que llegamos a experimentar cuando tenemos necesidad de Cristo y ya no queremos alejarnos de Él: “Cuanto más avanza el hombre hacia el misterio de Dios, más se queda sin palabras. El hombre se envuelve en una fuerza de amor y enmudece de estupor y de asombro”.